El gomero extendió la mano y le aferró firmemente por el pescuezo. No tenía más que catorce años y el timonel era ya un hombre maduro, pero le doblaba en tamaño y su fuerte manaza parecía muy capaz de quebrarle el cuello de un solo golpe.
—¡Escucha,
Caragato
! —le advirtió—. Mientras esté a bordo de un barco me dejaré conducir por quienes saben navegar, porque contigo al mando estoy seguro de que nos íbamos al fondo. ¡Así que déjame en paz o te rompo la crisma!
Fue aquélla la primera ocasión en que el pastor
Cienfuegos
, también conocido por
El Guanche
, dejó entrever que pese a lo afable de su trato y su rostro infantil y un tanto soñador, no se dejaba avasallar y poseía un carácter agrio en los momentos difíciles.
Sus manos, como mazas, imponían un indudable respeto, y de todos era conocida su agilidad y la diabólica habilidad con que era capaz de manejar un largo palo que tanto le servía para dar saltos y salvar precipicios como para atacar o protegerse.
La «lucha o juego del palo» había sido desde los más remotos tiempos una práctica común entre los aborígenes del archipiélago canario, y los pastores de las altas montañas de La Gomera continuaban manteniendo la tradición hasta el punto de convertirla en un auténtico arte de la autodefensa.
Nadie osó por tanto volver a incomodarle con el tema del conato de motín que comenzaba a fraguarse en los sollados, pero se palpaba en el aire un creciente malestar que conseguía que incluso el propio Juan de la Cosa arrugase preocupado el entrecejo y mantuviese un discreto cambio de impresiones con los hermanos Pinzón.
La sola idea de que se mencionase la posibilidad de una rebelión a bordo de naves de Sus Majestades los Reyes Católicos repugnaba a los pilotos y capitanes españoles, y la mayoría fue de la opinión de que lo mejor que podía hacerse era cortar por lo sano ahorcando a una docena de los más señalados cabecillas, pero el almirante —que se mostraba siempre mucho más tímido en sus enfrentamientos con los seres humanos que con la Naturaleza— se inclinó abiertamente por la conciliación, restándole importancia a las protestas.
Por primera vez decidió por tanto descender en pleno día al castillo de proa y dialogar sin reservas con los más descontentos en una aparentemente estéril intentona de hacerles copartícipes de sus sueños, enseñando —también por primera vez— sus más secretos mapas de las costas de Oriente en un último esfuerzo por convencerles de que el Cipango y Catay se encontraban al alcance de la mano.
—¡Palabras!
—¡Palabras y promesas!
—¡Promesas y mentiras!
—¡Nos conduce directamente a la muerte!
—¡A un viaje sin retorno!
—¿Por qué tendría que hacerlo? —inquirió desconcertado el gomero—. También está en juego su vida.
—Por odio y por venganza. Aunque se niegue a admitirlo, todos sabemos que es judío, y conducir al desastre a una armada de sus Majestades no es más que una forma de vengarse por la expulsión de sus hermanos de raza.
A
Cienfuegos
semejante explicación se le antojó una estupidez de colosales características, pero aun así aprovechó la siguiente hora de estudio con Luis de Torres para inquirir abiertamente:
—¿También el almirante es converso?
El otro le observó de reojo con sus penetrantes ojillos maliciosos e inquirió ásperamente:
—¿Y a ti qué coño te importa? Los cristianos tenéis la mala costumbre de clasificar a los hombres más por sus creencias que por su valía, y así no se llega nunca a parte alguna.
—Yo no soy cristiano.
—¿Cómo que no eres cristiano? —se asombró el otro bajando instintivamente la voz como si temiera que alguien más pudiera oírles— ¿Qué eres entonces? ¿Judío o musulmán?
—No soy nada. Una vez intentaron bautizarme pero salí corriendo. Mi madre era guanche, casi una salvaje según dicen, y creo que mi padre ni se enteró que había nacido. Para la mayoría de los «godos» los guanches ni siquiera tienen alma y cuando los capturan en Tenerife los tratan como animales. Yo, por lo tanto, aún no sé si oficialmente tengo alma, y si vale o no la pena que me bautice.
El intérprete real pareció sinceramente impresionado por lo que acababa de oír, y durante unos instantes reflexionó sobre ello hasta comentar al fin con toda seriedad:
—¿Sabes que ésa es la frase más larga que has dicho nunca? Y la más inteligente. Tengo la ligera impresión de que en el fondo no eres tan estúpido como pretendes hacernos creer demasiado a menudo.
—Para navegar en este barco es mejor izar el pabellón de estúpido, que de listo. «Listos» ya hay demasiados.
—Haré de ti un caballero…
—No tengo ningún interés en convertirme en caballero.
—¡Escucha, cabeza de chorlito! —le espetó el otro en tono desabrido—. Existen cosas que resultan mucho más fáciles de conseguir para un caballero que para un cabrero analfabeto. Entre ellas conservar el amor de una hermosa vizcondesa. Con lo que te cuelga entre las piernas no basta. Ayuda, pero no es todo. Hay que ser importante.
El converso sabía muy bien cómo tratar a su joven discípulo, y tenía plena conciencia de que el tema de Ingrid era su punto débil y el único que le mantenía de alguna forma atado a una realidad a la que con demasiada frecuencia el isleño parecía mostrarse completamente ajeno. Si pretendía de alguna forma convertir aquel valioso diamante en bruto, que se había cruzado inesperadamente en su camino, en una preciada joya apta para sus fines, el indestructible amor que parecía sentir por la alemana constituía, a su modo de ver, su mejor instrumento.
—Pronto podrás escribirle una carta —señaló—. Le dirás cuánto la amas, y dónde y cuándo os encontraréis.
—De poco va a valerme —replicó sonriente el pastor—. No habla un carajo de español.
—Yo te la traduciré.
—Pues para eso me la escribe usted directamente y me ahorro el trabajo de aprender.
Por toda respuesta recibió un sonoro coscorrón y la orden de copiar ese día cuatro veces más palotes de los que solía, lo cual tuvo la virtud de obligarle a ocultarse en un rincón de la bodega a cumplir el castigo, aislándose por completo de los mil problemas de la nave.
Al amanecer del día siguiente le despertó no obstante un lejano cañonazo ya que desde
La Niña
que marchaba en vanguardia notificaban alborozados que el vigía había divisado tierra, pero aunque se agradeció a los cielos tal portento con una sonora Salve que la mayoría rezó de hinojos, pasaron las horas y la dulce promesa se diluyó en una oscura nube que al final demostró que en su seno no ocultaba más que un agua que empapó las cubiertas.
El mar traía sin embargo hermosos augurios de un próximo final feliz en forma de cañas, ramas recientemente desgajadas de los manglares, e incluso una vara en la que se habían labrado a fuego cabalísticos signos que únicamente podían deberse a la mano del hombre.
La esperanza anidó por fin en todos los corazones.
Los amargos presagios de destrucción, muerte, descontento y motín se disiparon y de nuevo la única preocupación se centró en alcanzar la gloria de ser el primero en avistar el Cipango y adueñarse de un jubón de seda y una renta vitalicia.
El domingo, siete de octubre, el día en que
La Niña
disparó erróneamente su bombarda, Juan de la Cosa lamentó por primera vez no llevar a bordo un sacerdote que oficiara una misa, convencido como estaba de que con tan sencilla ceremonia se conseguiría que los cielos se mostraran totalmente propicios, y muchos veían en esa carencia la mano de converso del almirante, que había preferido no compartir el supremo honor de arribar por primera vez a las costas de Oriente, o que temía que la Iglesia tratase de arrogarse de inmediato la tarea de imponer el cristianismo a los paganos del Cipango y Catay.
Desde el oscurecer del jueves once estuvieron oyendo cruzar sobre sus cabezas nutridas bandadas de pájaros, y en mitad de las tinieblas, poco antes de la medianoche,
Cienfuegos
acudió al alcázar de popa para señalarle al insomne Luis de Torres.
—Huele a tierra. Estoy seguro de que se encuentra justamente frente a nosotros por la cuarta de babor. ¿Me entregaría el almirante el jubón de seda y los diez mil maravedíes si le doy la noticia?
El otro le observó unos instantes, descolgó de su cinturón la pesada bolsa que jamás abandonaba y la hizo tintinear repetidas veces ante sus narices.
—Si hueles tierra, cóbrate con el sonido, rapaz —replicó burlón—. ¡Me asombra tu inocencia! El mandato de los Reyes especifica que el premio será para quien divise en primer lugar las costas de Oriente. Para nada hace mención a los olores.
Pese a la cruel respuesta el canario permaneció con los ojos muy abiertos, seguro como estaba de sus apreciaciones, hasta que el cansancio del fatigoso día acabó por rendirle obligándole a descabezar un corto sueño, que duró apenas hasta que en la quietud de la noche, cerca ya de las dos de la mañana, resonó jubilosa la potente voz de un vigía de
La Pinta
al que todos llamaban Rodrigo de Triana aunque no fuera ése al parecer su verdadero nombre:
—¡TIERRA! ¡Tierra por la cuarta de babor!
Su Excelencia don Cristóbal Colón, que a partir de esos momentos recibía ya el fabuloso título de Almirante de la Mar Océana y Virrey de las Indias, atajó de inmediato su alborozo.
—Hace más de tres horas que divisé una luz en ese punto —gritó—. Se lo avisé a don Pedro Gutiérrez y me reservo por tanto el derecho a la recompensa.
Cuentan las leyendas que tras mucho pleitear inútilmente por sus despojados derechos, Rodrigo de Triana concluyó por emigrar a Argel abjurando de su patria y religión para abrazar el islamismo y dedicar el resto de su vida a una feroz lucha contra quienes habían cometido con él una notoria injusticia que había indignado igualmente al resto de la tripulación:
—Ver una luz, es como oler tierra —señalaría más tarde
Cienfuegos
—. Y el almirante podría cobrarse por tanto con el brillo de una moneda. Me duele en el alma, si es que la tengo, descubrir que las leyes, incluso las que imparten personalmente los Reyes, no tengan idéntico valor para todos.
—El que manda, manda… —fue la desencantada respuesta del converso—. Aprende la lección y recuerda lo que siempre te dije: lo importante es ser importante. Lo demás es mierda.
La tierra estaba allí.
Era una isla baja, de arenas blancas, transparentes aguas y una selva de un verde luminoso y lujuriante, lo más parecido al paraíso que ningún hombre hubiera imaginado nunca, oliendo a flores y a mil esencias ignoradas; tibia y acogedora, pacífica y amable; superando con mucho los más audaces sueños de los más empedernidos soñadores; el final perfecto para el más aventurado e imperfecto de los viajes.
¡San Salvador!
Ese fue el nombre que le otorgó el almirante, dueño a partir de ese instante de todos los nuevos nombres de las mil nuevas tierras; virrey indiscutible y absoluto de cuanto pudiera descubrirse de allí en adelante.
El sol apuntaba apenas en el horizonte cuando lanzaron el ancla en la quieta bahía protegida por hermosas barreras de coral, y al poco dos lanchas de la
Santa María
y una de cada una de las naves pequeñas, bogaron lentamente hacia la playa en la que habían hecho su aparición una docena de nativos totalmente desnudos que observaban idiotizados las inmensas «casas flotantes» que acababan de irrumpir inesperadamente en sus tranquilas aguas.
Era un momento histórico, el final de una época y el comienzo de una edad en todo diferente, pero el joven
Cienfuegos
, remando frente a Luis de Torres que había insistido en que les acompañara, no parecía tomar conciencia de que estaba siendo testigo de uno de los acontecimientos claves del devenir del tiempo, ya que su intención, como la de la mayor parte de la marinería, permanecía pendiente de los erguidos pechos y los cadenciosos andares de una hermosa muchacha que avanzaba por el borde del agua sonriendo abiertamente. Tenía el cabello muy largo y muy negro, grandes ojos oscuros, y una piel tan blanca como la de los indígenas canarios.
—¡Madre mía! —exclamó entusiasmado el
Caragato
—. Cómo está la tía. ¡Y en pelotas!
Los grumetes saltaron a tierra empujando la embarcación sobre la arena para que ni el almirante ni los capitanes y pilotos que vestían sus mejores galas se mojaran, y el isleño tuvo que lanzar un corto reniego ya que por estar demasiado atento a la proximidad de la hermosa nativa no advirtió que un pesado remo se desprendía de su tolete para caer y golpearle justamente el empeine.
—¡Mierda! —exclamó—. Con mal pie entro yo en Cipango…
La muchacha amplió aún más su hermosa sonrisa, pero casi al instante su expresión se tornó en asombro al advertir cómo la mayoría de aquellos extraños seres cubiertos de pesados ropajes multicolores, clavaban sus pretenciosos estandartes en la arena para caer de rodillas entonando una monótona canción de indudable significado mágico.
Concluida una larga, aburridísima y fastidiosa ceremonia durante la cual don Cristóbal Colón se emperró en que el escribano mayor de la Armada, Rodrigo de Escobedo, transcribiese puntualmente todos los actos y palabras de su toma de posesión de las nuevas tierras en nombre de los reyes de España, el intérprete Luis de Torres se aproximó al grupo de indígenas, e intentó, echando mano a cuantos idiomas conocía, averiguar el nombre de la isla, y si se encontraba en las proximidades del Cipango o Catay.
Al rato se volvió sudoroso admitiendo su fracaso.
—¡No hay manera! —dijo—. No entienden nada: ni árabe, ni hebreo, ni latín, ni caldeo. ¡Nada!
—Marco Polo asegura que las gentes del Cipango y Catay son amarillas y de ojos rasgados, y por lo tanto éstos, de piel cobriza y ojos redondos, deben ser probablemente «indios». Intentad averiguar al menos cómo se llama la isla.
El converso se enredó nuevamente en una larga «charla» hecha más de muecas y aspavientos que de auténtica palabra de lógico significado, hasta que cansado al parecer de tanta cháchara, el más espabilado de los indios se golpeó el pecho con el dedo y señaló luego todo cuanto le rodeaba:
—¡Guanahaní! —exclamó fastidiado—. ¡Guanahaní!
—¡De acuerdo… por mí, Guanahaní! —se resignó Luis de Torres—. La isla se llama Guanahaní.
—¿Qué más da un nombre que otro? —sentenció alguien, tal vez Juan de la Cosa—. Lo que importa es que hemos atravesado el océano y estas gentes dan la impresión de ser de lo más pacíficas y amistosas. Y si no que se lo pregunten al
Guanche
.