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Authors: Noah Gordon

Chamán (12 page)

BOOK: Chamán
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Se dijo que buscaría un perro apropiado.

A mediados del invierno los sauk estaban otra vez delgados y hambrientos. Gus Schroeder se preguntó en voz alta por qué Rob J. quería comprar otros dos sacos de maíz, pero cuando éste no le dio ninguna explicación, no insistió en el asunto. Los indios aceptaron el regalo suplementario de maíz en silencio y sin mostrar ninguna emoción, como en la ocasión anterior. Rob le llevó a Makwa-ikwa una libra de café y se acostumbró a pasar el rato con ella, junto al fuego. Ella hizo durar el café añadiendo tal cantidad de una raíz silvestre tostada, que resultó distinto de cualquier café que él hubiera tomado. Lo bebieron puro; no era bueno pero estaba caliente y tenía cierto sabor indio. Poco a poco aprendieron a conocerse. Ella había asistido a la escuela durante cuatro años, en una misión para niños indios, cerca de Fort Crawford. Sabía leer un poco y había oído hablar de Escocia, pero cuando él supuso que era cristiana, ella le corrigió. Su pueblo adoraba a Se—wanna —su dios principal— y a otros manitús, y ella les decía cómo hacerlo a la antigua usanza. Rob comprendió que también era sacerdotisa, y eso le ayudaba a ser una sanadora eficaz. Sabía todo lo necesario sobre las plantas medicinales del lugar, y de los mástiles de su tienda colgaban manojos de hierbas secas. En varias ocasiones él la vio curar a los sauk. Empezaba poniéndose en cuclillas a un lado del indio enfermo y tocaba suavemente un tambor hecho con una vasija de cerámica, en la que había dos tercios de agua, y un trozo de piel delgada y curtida extendida sobre la boca. Luego frotaba el parche del tambor con un palo curvo. El resultado era un trueno grave que finalmente producía un efecto soporífero. Un rato después colocaba ambas manos en la parte del cuerpo que necesitaba ser curada y le hablaba al enfermo en su lengua. La vio aliviar de esa forma la espalda torcida de un joven y los huesos doloridos de una anciana.

—¿Cómo haces para que el dolor desaparezca sólo con tus manos?

Ella sacudió la cabeza.

—No puedo explicarlo.

Rob J. cogió las manos de la anciana entre las suyas. A pesar de que la anciana ya no sentía dolor, él percibió que las fuerzas de la enferma disminuían, y le comunicó a Makwa-ikwa que sólo le quedaban unos días de vida. Cuando regresó al campamento sauk, cinco días más tarde, la anciana había muerto.

—¿Cómo lo sabías? —le preguntó Makwa-ikwa.

—La muerte que se acerca… Algunas personas de mi familia pueden percibirla. Es una especie de don. No puedo explicarlo.

De modo que se creyeron. El la encontraba tremendamente interesante, muy distinta de las personas que había conocido. Incluso entonces, la conciencia física era una presencia existente entre ambos. La mayor parte de las veces se sentaban junto al pequeño fuego de ella en el tipi y bebían café o conversaban. En una ocasión él intentó contarle cómo era Escocia y fue incapaz de descifrar cuánto había comprendido, pero ella estuvo atenta y luego le preguntó por los animales salvajes y las cosechas. Makwa-ikwa le explicó la estructura tribal de los sauk, y entonces le tocó a ella tener paciencia, porque a él le resultó complicado. La nación sauk estaba dividida en doce grupos similares a los clanes escoceses, con la diferencia de que en lugar de McDonald, Bruce y Stewart, ellos tenían otros nombres: Namawuck, Esturión; Muckissou, Aguila Calva; Pucca-hunrnowuk, Perca Anillada; Macco Pennyack, Patata Oso; Kiche Cunne, Gran Lago; Payshake-isseuuck, Venado; Pesshe peshewuck, Pantera; Waymeco-uck, Trueno; Muck-wuck, Oso; Me-seco, Perca Hurón; cha-tvuck, Cisne; y Muhwha-wuck, Lobo. Los clanes vivían sin competir, pero cada hombre sauk pertenecía a una de las dos Mitades altamente competitivas: la Keeso-qui, Pelos Largos, o la Oshcush, Hombres Valientes. En el momento de su nacimiento, el primer hijo varón era declarado miembro de la Mitad a la que pertenecía su padre; el segundo hijo varón se convertía en miembro de la otra Mitad, y así sucesivamente, alternando de manera tal que las dos Mitades estuvieran representadas de forma más o menos equivalente dentro de cada familia y de cada clan. Competían en los juegos, en la caza, en hacer niños, en dar golpes y en otros actos de valentía en todos los aspectos de su vida. La competición salvaje mantenía a los sauk fuertes y valerosos, pero no había peleas sangrientas entre las Mitades. A Rob J. le pareció un sistema más sensato que el que él conocía, más civilizado, porque miles de escoceses habían muerto a manos de miembros de los clanes rivales durante siglos de salvajes luchas de exterminio mutuo.

Debido a la escasez de víveres y a la aprensión que sentía por la forma en que los indios preparaban los alimentos, al principio evitó compartir las comidas de Makwa-ikwa. Luego, en varias ocasiones en las que los cazadores tuvieron éxito, comió lo que ella había cocinado y lo encontró sabroso. Observó que comían más estofados que asados, y que cuando podían elegir preferían las carnes rojas o las aves al pescado. Ella le habló de los banquetes de perro, comidas religiosas por que los manitús apreciaban la carne canina. Le explicó que cuanto más valioso era el perro como animal doméstico, mejor era el sacrificio de la fiesta, y más poderosa la medicina. Rob J. no pudo ocultar su repugnancia.

—¿No te parece raro comer un perro, que es un animal doméstico?

—No tan raro como comer el cuerpo y la sangre de Cristo.

El era un joven normal y a veces, aunque estaban protegidos del frío con muchas capas de ropa y pieles, se sentía tremendamente excitado.

Si los dedos de ambos se rozaban cuando ella le daba una taza de café, él sentía una conmoción glandular. En una ocasión cogió las manos frías y cuadradas de ella entre las suyas y quedó impresionado por la vitalidad que percibió. Examinó sus dedos cortos, la piel rojiza y áspera, los callos rosados de las palmas. Le preguntó si alguna vez iría a visitarlo a su cabaña. Ella lo miró en silencio y retiró las manos. No dijo que no visitaría su cabaña, pero nunca lo hizo.

Durante la época del barro, Rob J. cabalgó hacia el poblado indio, evitando los lodazales que aparecían por todas partes porque la esponjosa pradera no podía absorber la gran cantidad de nieve derretida. Encontró a los sauk levantando el campamento de invierno y los siguió a lo largo de casi diez kilómetros, hasta un lugar abierto en el que reemplazaron los abrigados tipis del invierno por hedonoso—tes, casas comunales de ramas entrelazadas a través de las cuales soplarían las suaves brisas del verano. Existía una buena razón para trasladar el campamento: los sauk no sabían nada sobre la higiene, y el campamento de invierno apestaba a mierda. Sobrevivir al crudo invierno y trasladarse al campamento de verano evidentemente había animado a los indios, porque Rob J. veía por todas partes hombres jóvenes luchando, corriendo o jugando a palo y pelota, un juego que jamás había visto. Utilizaban palos de madera con bolsas de cuero en forma de red en un extremo, y una pelota de madera cubierta de ante. Mientras corría a toda velocidad, un jugador lanzaba la pelota fuera de la red sujetada por el palo, y otro jugador la cogía hábilmente en la suya. Pasándosela de uno a otro, hacían que la pelota recorriera grandes distancias. Era un juego rápido y muy rudo. Cuando un jugador estaba en poder de la pelota, los otros jugadores tenían libertad para intentar sacarla de la red golpeando a diestro y siniestro con su palo, a menudo asestando golpes terribles en el cuerpo o en las piernas o brazos de su rival, mientras se ponían zancadillas y se empujaban mutuamente. Al advertir la fascinación con que Rob seguía el desarrollo del juego, uno de los cuatro jugadores indios le hizo señas para que se acercara y le ofreció su palo.

Los otros sonrieron y enseguida le hicieron participar en el juego, que más le pareció una mutilación criminal que un deporte. El era más grande que la mayoría de los jugadores, más musculoso. A la primera oportunidad, el hombre que tenía la pelota hizo girar la muñeca y lanzó violentamente la dura esfera en dirección a Rob. Este hizo un infructuoso intento de cogerla y tuvo que correr para alcanzarla, pero sólo consiguió meterse en una refriega salvaje, una lluvia de palos que parecían caer siempre sobre él. El largo adelantamiento lo desconcertó.

Luego de una triste valoración de las habilidades que no poseía, devolvió el palo a su propietario.

Mientras comía conejo guisado en la casa de Makwa-ikwa, ésta le comunicó serenamente que los sauk deseaban que él les hiciera un favor.

En el transcurso del crudo invierno, habían conseguido varias pieles con sus trampas. Ahora tenían dos fardos de excelentes pieles de visón, de zorro, de castor y ratón almizclero. Querían canjear las pieles por semillas para sembrar su primer cultivo del verano.

Rob J. quedó sorprendido porque nunca había pensado en los indios como agricultores.

—Si nosotros lleváramos las pieles a un comerciante blanco, nos estafaría —comentó Makwa-ikwa.

Lo dijo sin rencor, como hubiera podido contarle cualquier otra cosa.

De modo que una mañana él y Alden Kimball partieron rumbo a Rock Island con dos caballos de carga en los que llevaban las pieles, y otro caballo sin ningún tipo de carga. Rob J. negoció con el tendero del lugar y a cambio de las pieles consiguió cinco sacos de maíz de siembra —un saco de maíz temprano y pequeño, dos de un maíz más grande y de grano duro para moler, y dos de un maíz de espiga granada y grano blando, para hacer harina—, y tres sacos más: uno de semillas de judía, uno de semillas de calabaza, y otro de semillas de calabacín. Recibió además tres monedas de oro de veinte dólares de Estados Unidos para proporcionar a los sauk una pequeña reserva de emergencia, por si necesitaban comprar otras cosas a los blancos.

Alden estaba asombrado por la perspicacia de su patrón, convencido de que éste había planeado el complicado trato comercial en beneficio propio.

Esa noche se quedaron en Rock Island. En una taberna, Rob pidió dos vasos de cerveza ligera y escuchó los recuerdos jactanciosos de quienes en otros tiempos habían luchado contra los indios.

—Todo esto pertenecía a los sauk y a los fox —afirmó el tabernero de ojos legañosos—. Los sauk se llamaban a sí mismos osaukie, y los fox, mesquakie. Eran dueños de todo lo que hay entre el Mississippi al oeste, el lago Michigan al este, el Wisconsin al norte y el río Illinois al sur: ¡cincuenta millones de acres de la mejor tierra de cultivo! La población más grande era Sauk-e-nuk, una ciudad corriente, con calles y una plaza. Allí vivían once mil sauk, cultivando dos mil quinientos acres entre el río Rock y el Mississippi. Bueno, no nos llevó mucho tiempo espantar a esos bastardos rojos y hacer producir esa maravillosa tierra.

Las historias que contaban eran anécdotas de peleas sangrientas contra Halcón Negro y sus guerreros, en las que los indios siempre eran malvados y los blancos siempre valientes y nobles. Eran historias contadas por veteranos de las Grandes Cruzadas, casi siempre mentiras evidentes, sueños de lo que podría haber sido si aquellos que las contaban hubiesen sido mejores hombres. Rob J. admitía que la mayoría de los hombres blancos no lograba ver lo que él veía cuando miraba a los indios. Los otros hablaban como si los sauk fueran animales salvajes que habían sido justamente acorralados hasta que huyeron, haciendo que el país resultara más seguro para los seres humanos.

Rob había estado buscando durante toda su vida la libertad espiritual que veía en los sauk. Era eso lo que perseguía cuando escribió aquella octavilla en Escocia, lo que había pensado que moría cuando colgaron a Andrew Gerould. Ahora lo había descubierto en un puñado de gentuza extranjera de piel roja. No se estaba dejando llevar por el romanticismo: reconocía la mugre del campamento sauk, el atraso de su cultura en un mundo que los había dejado de lado. Pero mientras bebía su cerveza, intentando fingir interés en las historias alcohólicas de destripamientos, cabelleras arrancadas, pillaje y rapiña, supo que Makwa ikwa y sus sauk eran lo mejor que le había ocurrido en esas tierras.

14

Pelota y palo

Rob J. se encontró con Sarah Bledsoe y su hijo de la misma forma en que se sorprende a las criaturas salvajes en los raros momentos de tranquilidad. Había visto pájaros que se quedaban adormecidos bajo el sol con igual satisfacción, después de limpiarse y arreglarse las plumas. La mujer y su hijo estaban sentados en el suelo, fuera de la cabaña, con los ojos cerrados. Ella no se había limpiado ni arreglado. Su largo pelo rubio se veía sin brillo y enmarañado, y el vestido que cubría su cuerpo enjuto estaba mugriento y arrugado. Tenía la piel hinchada, y su rostro abotargado y pálido reflejaba su enfermedad. El pequeño, que estaba dormido, tenía el pelo rubio como el de su madre, e igualmente enmarañado.

Cuando Sarah abrió los ojos y se encontró con la mirada de Rob, en su rostro apareció una repentina mezcla de sorpresa, temor, consternación e ira, y sin pronunciar una sola palabra cogió a su hijo y se metió a toda prisa en la casa. El se acercó a la puerta. Estaba empezando a aborrecer estos intentos periódicos de hablar con ella a través de un trozo de madera.

—Por favor, señora Bledsoe. Quiero ayudarles —insistió, pero la única respuesta de la mujer fue un gruñido producido por el esfuerzo y el sonido de la pesada tranca que caía al otro lado de la puerta.

Los indios no abrían la tierra con arados, como hacían los granjeros blancos. En lugar de eso buscaban trozos en los que el césped fuera más ralo y hurgaban la tierra, dejando caer las semillas en los surcos que dejaban los plantadores puntiagudos. Las zonas de césped más difíciles las cubrían con montones de maleza. Al cabo de un año el césped se pudría, y de este modo conseguían más tierra para sembrar sus semillas a la primavera siguiente.

Cuando Rob J. visitó el campamento de verano de los sauk, ya se había llevado a cabo la siembra de maíz y se respiraba un clima festivo.

Makwa-ikwa le dijo que después de la siembra se celebraría la Danza de la Grulla, su fiesta más alegre. El primer acontecimiento era un gran partido de pelota y palo en el que participaban todos los varones. No había necesidad de formar equipos porque jugaban la Mitad contra la Mitad. Pelos Largos tenían media docena de hombres menos que Hombres Valientes. Fue el indio grande llamado Viene Cantando quien provocó la ruina de Rob, porque mientras él estaba conversando con Makwa-ikwa, aquél se acercó y habló con ella.

—Te invita a correr en el juego de pelota y palo con los Pelos Largos —dijo ella dirigiéndose a Rob.

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