Authors: Noah Gordon
Pero ellos le dieron las gracias y se despidieron, haciendo girar a Vicky en dirección a casa. El niño pronto se puso inquieto y lloroso, pero Sarah le cantó canciones alegres y le contó cuentos, y varias veces, cuando Rob J. detuvo la yegua, Sarah hizo bajar a Alex del carro y se puso a correr, saltar y jugar con él.
Cenaron temprano el pastel de carne y riñones y la tarta con azúcar glaseado que les había preparado Alma, regados con agua del arroyo, y luego mantuvieron una serena conversación sobre el alojamiento que buscarían para esa noche. Había una posada a unas pocas horas de distancia, y la perspectiva evidentemente entusiasmó a Sarah, que nunca había tenido dinero para hospedarse fuera de casa. Pero cuando Rob J. mencionó las chinches y la suciedad general de esos establecimientos, ella aceptó rápidamente la sugerencia de que se detuvieran en el mismo granero en el que habían dormido la noche anterior.
Llegaron al anochecer, y tras recibir el consentimiento del granjero, subieron a la cálida oscuridad del pajar con la agradable sensación de estar otra vez en casa.
Cansado por el esfuerzo y la falta de siesta, Alex se quedó profundamente dormido al instante, y después de taparlo extendieron una manta cerca de él y se abrazaron antes de quedar completamente desnudos. A Rob J. le gustó que ella no fingiera inocencia, y que la avidez que cada uno sentía por el otro fuera honesta e inteligente. Hicieron el amor ruidosa y agitadamente y esperaron a oír alguna señal de que habían despertado a Alex, pero el pequeño seguía durmiendo.
El terminó de desvestirla y quiso ver su cuerpo. El granero había quedado a oscuras, pero juntos se deslizaron hasta la pequeña puerta a través de la cual se introducía el heno en el pajar. Cuando Rob J. abrió la puerta, la luna creciente proyectó un rectángulo de luz en la que ambos se miraron detenidamente. El contempló los brazos y los hombros brillantes de ella, sus pechos bruñidos, el montículo de la entrepierna como el nido plateado de un pequeño pájaro, las nalgas pálidas y espectrales. Habría hecho el amor a la luz de la luna, pero el aire era el típico de la estación y ella temía que el granjero los viera, de modo que cerraron la puerta. Esta vez fueron lentos y muy tiernos, y precisamente en el momento en que los diques se desbordaban, él le gritó con regocijo:
—¡Ahora estamos haciendo nuestro retoño! ¡Ahora!
El pequeño fue despertado por los sonoros gemidos de su madre y se echó a llorar.
Se quedaron tendidos con Alex acurrucado entre ambos, mientras Rob la acariciaba a ella suavemente, quitándole trozos de paja, memorizando su cuerpo.
—No debes morir —susurró ella.
—Ninguno de los dos debe hacerlo, al menos durante mucho tiempo.
—¿Un retoño es un niño?
—si.
—¿Crees que ya hemos hecho un hijo?
—Tal vez.
En ese momento él la oyó tragar saliva.
—Quizás deberíamos seguir probando, para asegurarnos, ¿no te parece?
Como esposo y como médico, Rob J. consideró que era una idea sensata. Se arrastró a cuatro patas en la oscuridad, sobre el heno fragante, siguiendo el brillo de los pálidos costados del cuerpo de su esposa que se apartaba del niño dormido.
HOLDEN'S CROSSING
14 DE NOVIEMBRE DE 1842
Maldiciones y bendiciones
A partir de mediados de noviembre, el aire se volvió glacial. Las fuertes nevadas llegaron muy pronto, y Reina Victoria avanzaba con dificultad por los ventisqueros. En los días de mal tiempo, cuando Rob salía de viaje, a veces la llamaba Margaret, y ella erguía sus cortas orejas al oir su antiguo nombre. Tanto la yegua como el jinete sabían cuál era su meta. El animal luchaba por llegar al agua caliente y a una bolsa llena de avena, mientras el hombre se afanaba en regresar al calor y la luz de su cabaña que surgían de la mujer y del niño más que de la chimenea y de las lámparas de aceite. Si Sarah no había concebido durante el viaje de bodas, lo había hecho poco después. Las violentas náuseas matinales no apagaron el ardor de la pareja. Esperaban ansiosamente que el niño se durmiera y entonces se fundían uno en el otro, los cuerpos casi tan rápidamente como las bocas, con una avidez que seguía siendo constante; pero a medida que el embarazo avanzaba, él se convirtió en un amante cauteloso y galanteador. Una vez al mes cogía un lápiz y una libreta y la dibujaba desnuda junto al calor de la chimenea, un registro del desarrollo del embarazo que no era menos científico por las emociones que se abrían paso entre los trazos. También hizo representaciones arquitectónicas; ambos estuvieron de acuerdo en que la casa debía tener tres dormitorios, una cocina grande y una sala de estar. Rob J. dibujó los planos de construcción a escala para que Alden pudiera contratar a dos carpinteros y comenzaran a levantar la casa después de la siembra de primavera.
Sarah estaba resentida porque Makwa-ikwa compartía una parte del mundo de su esposo que a ella le estaba vedada. Cuando los días cálidos convirtieron la pradera primero en una ciénaga y luego en una delicada alfombra verde, ella le dijo a Rob que tan pronto llegaran las fiebres propias de la estación lo acompañaría a atender a los enfermos.
Pero a finales de abril su cuerpo se volvió pesado. Torturada por los celos y por el embarazo, Sarah se quedó en casa, irritada, mientras la india se marchaba con el médico y regresaba varias horas más tarde, cuando no varios días después. Agotado de cansancio, Rob J. comía, se bañaba cuando le resultaba posible, echaba un sueño y luego recogía a Makwa y salían de nuevo.
En junio, el último mes de embarazo de Sarah, la epidemia de fiebre había disminuido lo suficiente para que Rob dejara a Makwa en casa.
Una mañana, mientras cabalgaba bajo la fuerte lluvia para ir a atender a la esposa de un granjero que agonizaba, en su cabaña su esposa iniciaba las contracciones. Makwa colocó el palo que servía de mordaza entre las mandíbulas de Sarah, ató una cuerda a la puerta le dio un extremo anudado para que tirara de ella.
Esto ocurría horas antes de que Rob J. perdiera su batalla con la erisipela gangrenosa —como le informaría en una carta a Oliver Wendell Holmes, la fatal enfermedad era consecuencia de un corte mal cuidado que la mujer se había hecho en un dedo mientras troceaba patatas para la siembra—, pero cuando llegó a casa, su hijo aún no había nacido. Su esposa tenía la mirada extraviada.
—Me estoy muriendo de dolor. ¡Haz que se acabe, hijo de puta! —gritó cuando Rob J. hizo su aparición por la puerta.
Tal como le había enseñado Holmes, antes de acercarse a ella se lavó las manos restregándolas hasta que casi le quedaron en carne viva.
Cuando terminó de examinarla y se apartó de la cama, Makwa lo siguió.
—El bebé viene despacio —comentó ella.
—Viene de pie.
Los ojos de la mujer se empañaron, pero regresó junto a Sarah.
Los dolores del parto continuaron. En medio de la noche, Rob J. se obligó a coger las manos de Sarah, temeroso del mensaje que podían transmitirle.
—¿Qué? —preguntó ella con voz ronca.
El percibió la fuerza vital de su esposa, mermada pero tranquilizadora. Le susurró palabras de amor, pero ella tenía demasiados dolores para reparar en palabras o besos.
La situación se prolongó, y con ella los gruñidos y gritos. El no pudo dejar de rezar de forma poco satisfactoria, asustado por no ser capaz de negociar, sintiéndose al mismo tiempo arrogante e hipócrita. "Si estoy equivocado y realmente existes, por favor castígame de otro modo que no sea haciendo daño a esta mujer. O a este niño que lucha por salir", añadió enseguida. Al amanecer aparecieron unas pequeñas extremidades rojas, pies grandes para ser de un bebé, con el número correcto de dedos. Rob susurró palabras de aliento, le dijo al reacio bebé que toda la vida es una lucha. Las piernas salieron poco a poco, y él se estremeció al verlas patear.
El pequeño pene de un varón. Las manos con todos los dedos. Un bebé perfectamente desarrollado. Los hombros se atascaron, y Rob tuvo que hacer un corte a Sarah, produciéndole más dolor. La carita del pequeño quedó aprisionada en la pared de la vagina. Preocupado ante la posibilidad de que la criatura quedara asfixiada en el cuerpo materno, introdujo los dedos y mantuvo abierto el canal hasta que el rostro indignado del bebé se deslizó en un mundo del revés, y al instante emitió un débil grito.
Con mano temblorosa, Rob ató y cortó el cordón y dio unos puntos de sutura a su gimiente esposa. En el momento en que le frotó el vientre para contraer el útero, Makwa ya había limpiado y envuelto al bebé, y lo puso sobre el pecho de su madre. Habían sido veintitrés horas de parto difícil; ella durmió profundamente durante varias horas. Cuando abrió los ojos, él le sujetaba firmemente la mano.
—Buen trabajo.
—Es grande como un búfalo. Más o menos como era Alex—comentó ella en tono ronco.
Cuando Rob J. lo pesó, la balanza indicó tres kilos novecientos gramos.
—¿Es un buen retoño? —preguntó Sarah estudiando la expresión de Rob, e hizo una mueca cuando él dijo que era un retoño de mil demonios—. No digas eso.
Rob J. le acercó los labios al oído.
—¿Recuerdas cómo me llamaste ayer? —le susurró.
—¿Cómo?
—Hijo de puta.
—¡Jamás he dicho semejante cosa! —exclamó ella, escandalizada y furiosa, y no le dirigió la palabra durante casi una hora.
Le llamaron Robert Jefferson Cole. En la familia Cole, el primer hijo varón siempre se llamaba Robert, con un segundo nombre que comenzaba por J. Rob consideraba que el tercer presidente norteamericano había sido un genio, y Sarah consideraba que el nombre Jefferson tenía relación con Virginia. Se había sentido preocupada de que Alex estuviera celoso, pero sólo mostró fascinación. Nunca se alejaba más de uno o dos pasos de su hermano; lo vigilaba constantemente. Desde el principio quedó claro que ellos podían atender al bebé, alimentarlo, cambiarle los pañales, jugar con él, ofrecerle besos y homenajes. Pero de cuidar al pequeño se encargaba él.
En muchos sentidos, 1842 fue un buen año para la pequeña familia.
Alden contrató a Otto Pfersick, el molinero, y a Mort London, un granjero del Estado de Nueva York, para que ayudaran a construir la casa. London era un excelente y experto carpintero. Pfersick sólo era adecuado para trabajar la madera aunque sabía mucho de albañilería, y los tres hombres pasaban los días seleccionando las mejores piedras del río y trasladándolas con los bueyes hasta el lugar en el que iban a levantar la casa. Los cimientos, la chimenea y los hogares de la casa resultaron perfectos. Los tres hombres trabajaban lentamente, conscientes de que construirían una vivienda definitiva en una tierra de cabañas, y cuando llegó el otoño y Pfersick tuvo que hacer harina sin parar y los otros dos hombres tuvieron que cultivar la tierra, la casa ya estaba levantada y cerrada.
Pero aún faltaba mucho para que quedara terminada, de ahí que Sarah estuviera sentada delante de la cabaña cortando las puntas de las judías verdes que tenía dentro de una olla cuando un carro cubierto, tirado por dos caballos de aspecto cansado, se acercó pesadamente por el sendero. Ella observó al hombre corpulento que iba en el asiento del conductor y vio sus rasgos sencillos y el pelo y la barba oscuros cubiertos por el polvo del camino.
—Señora, ¿ésta puede ser la casa del doctor Cole?
—Puede serlo y lo es, pero él ha salido a hacer una visita. ¿El paciente está herido o enfermo?
—No se trata de ningún paciente, gracias a Dios. Somos amigos del doctor, y nos mudamos a esta población.
Desde la parte de atrás del carro se asomó una mujer. Sarah vio un rostro blanco y ansioso enmarcado por una cofia ladeada.
—Vosotros no… ¿Puede ser que seáis los Geiger?
—Puede ser, y lo somos.
Los ojos del hombre eran grandes, y su generosa sonrisa pareció volverlo un palmo más alto.
—¡Oh, bienvenidos vecinos! Bajad enseguida del carro.
Se levantó del banco tan agitada que desparramó las judías.
En la parte posterior del carro había tres niños. El bebé Geiger, llamado Herman, estaba dormido; pero Rachel, que tenía casi cuatro años, y el pequeño David, de dos, se echaron a llorar cuando los bajron del carro, y el bebé de Sarah decidió sumar sus chillidos al coro. Sarah notó que la señora Geiger era diez centímetros más alta que su esposo y ni siquiera la fatiga de un viaje largo y difícil podía ocultar la delicadeza de sus rasgos. Una chica de Virginia sabía reconocer la calidad. Pertenecía a una exótica raza que Sarah jamás había visto; ésta en seguida empezó a pensar ansiosamente en preparar y servir una comida que no la deshonrara. Entonces vio que Lillian se había echado a llorar, y las interminables horas que ella misma había pasado en un carro como aquél acudieron de pronto a su mente, y puso los brazos sobre los hombros de la mujer y descubrió sorprendida que también ella estaba llorando, mientras Geiger permanecía consternado entre las mujeres y los niños gimoteantes. Finalmente Lillian se apartó de Sarah y musitó avergonzada que toda la familia necesitaba desesperadamente un riachuelo escondido en el que lavarse.
—Bueno, eso es algo que podemos resolver al instante —dijo Sarah llena de convencimiento.
Cuando Rob J. llegó a casa los encontró con el pelo aún mojado por el baño que se habían dado en el río. Después de los apretones de manos y las palmadas en la espalda, tuvo ocasión de ver su granja otra vez con los ojos de los recién llegados. Jay y Lillian se sintieron atemorizados por los indios e impresionados por las habilidades de Alden. Jay aceptó ansiosamente cuando Rob sugirió que ensillaran a Vicky y a Bess y que fueran a ver la propiedad de los Geiger. Cuando regresaron, a tiempo para una fantástica comida, a Geiger le brillaban los ojos de felicidad e intentó describir a su esposa las cualidades de la tierra que Rob J. había conseguido para ellos.
—¡Espera y verás! —le dijo.
Después de la comida fue hasta su carro y regresó con su violín. Comentó que no habían podido llevar el piano Babcock de su esposa, pero que habían pagado para tenerlo guardado en un sitio seguro y seco, y que tenían la esperanza de enviar a buscarlo algún día.
—¿Has aprendido la pieza de Chopin? —le preguntó a Rob, y a modo de respuesta éste agarró la viola de gamba entre sus rodillas y arrancó las primeras notas magníficas de la mazurca.
La música que él y Jay habían tocado en Ohio era más espléndida porque había participado el piano de Lillian, pero el violín y la viola formaban una combinación extática. Cuando Sarah concluyó sus quehaceres se unió a ellos y escuchó. Observó que mientras los dos hombres interpretaban los dedos de la señora Geiger se movían de vez en cuando, como si estuviera tocando las teclas. Sintió deseos de coger las mano de Lillian y animarla con buenas palabras y promesas, pero en lugar de eso se sentó a su lado en el suelo mientras la música ascendía y descendía, ofreciéndoles a todos esperanza y bienestar.