Authors: Noah Gordon
Después, mientras Alex dormía la siesta a la sombra de un árbol, se sentaron a la orilla del río y vigilaron el palangre de Sarah. Rob le habló de Escocia, y ella le comentó que le habría gustado que hubiera una iglesia cerca de allí para que su hijo pudiera aprender a tener fe.
—Ahora pienso a menudo en Dios —dijo—. Cuando creí que me estaba muriendo y que Alex se quedaría solo, recé, El te envió a ti.
No sin cierta turbación, él le confesó que no creía en la existencia de Dios.
—Pienso que los dioses son una invención de los hombres, y que siempre ha sido así —explicó.
Vio la impresión reflejada en los ojos de ella y tuvo miedo de haberla empujado a una vida de piedad en una pocilga.
Pero ella había abandonado el tema de la religión y hablaba de su juventud en Virginia, donde sus padres poseían una granja. Sus enormes ojos eran de un azul tan oscuro que casi parecían púrpura; su expresión no era sentimental, pero Rob percibió en ellos el amor que Sarah sentía por aquella época más fácil y agradable.
—¡Caballos! —exclamó ella sonriendo—. Crecí amando los caballos.
Eso le permitió a Rob invitarla a cabalgar con él al día siguiente para ir a visitar a un anciano que se estaba muriendo de tisis, y ella no disimuló la ilusión. A la mañana siguiente pasó a buscarla montado en Margaret Holland y llevando de las riendas a Mónica Grenville.
Dejaron a Alex con Alma Schroeder, que estaba totalmente radiante de alegría al ver que Sarah salía a "dar un paseo a caballo" con el médico.
Era un día fantástico para cabalgar, no demasiado caluroso, y dejaron que las cabalgaduras caminaran tranquilamente. Ella había guardado pan y queso en sus alforjas, y comieron a la sombra de un roble. Cuando llegaron a la casa del enfermo, ella se mantuvo en un segundo plano, escuchando la respiración agitada y observando cómo Rob J. sostenía las manos del paciente. Rob J. esperó hasta que el agua estuvo caliente en el fuego de la chimenea; luego lavó los delgados miembros del anciano y le administró algunas cucharaditas de una poción calmante, para que el sueño volviera más soportable la espera. Sarah oyó que les comunicaba al hijo y a la nuera imperturbables que el anciano moriría en unas horas. Cuando se marcharon, ella estaba impresionada y habló poco. Para intentar recuperar la distensión que habían compartido antes de la visita, Rob sugirió que se cambiaran las yeguas en el camino de regreso, porque ella era una excelente amazona y podía llevar a Margaret Holland sin problemas. Sarah disfrutó con la cabalgadura más ágil.
—¿Las dos yeguas llevan el nombre de mujeres a las que has conocido? —le preguntó, y él reconoció que así era.
Ella asintió, pensativa. A pesar de los esfuerzos de Rob J., en el camino de regreso a casa se mostraron más silenciosos.
Dos días más tarde, cuando fue a la cabaña de Sarah, encontró a otro hombre, un vendedor ambulante alto y cadavéricamente delgado llamado Timothy Mead, que observaba el mundo con sus tristes ojos pardos. El hombre habló en tono respetuoso cuando le presentaron al médico. Mead le dejó a Sarah un obsequio de hilos de cuatro colores.
Rob J. le quitó una espina del pie a Alex, que iba descalzo, y se dio cuenta de que el verano estaba llegando a su fin y que el niño no tenía zapatos adecuados. Hizo un calco de los pies y durante su siguiente visita a Rock Island fue a ver al zapatero y le encargó un par de botas de niño; disfrutó muchísimo con el encargo. A la semana siguiente, cuando le entregó las botas a Sarah, vio que ella se ponía nerviosa. La joven aún era un enigma para él; no supo si estaba agradecida o enfadada.
La mañana después de resultar elegido para la legislatura, Nick Holden cabalgó hasta el claro que había junto a la cabaña de Rob. En el plazo de dos días viajaría a Springfield para presentar leyes que contribuirían al crecimiento de Holden’s Crossing Holden escupió e hizo girar la conversación hacia el tema conocido por todos: que el médico salía a cabalgar con la viuda Bledsoe.
—Hay cosas que deberías saber, viejo amigo.
Rob lo miró.
—Bueno, el niño, su hijo. ¿Estás enterado de que es fruto de un desliz? Nació casi dos años después de que muriera el esposo de ella.
Rob se puso de pie.
—Adiós, Nick. Que tengas un buen viaje a Springfield.
Su tono de voz resultó inconfundible, y Holden se puso lentamente de pie.
—Sólo estoy intentando decirte que un hombre no tiene por qué… —empezó a decir, pero lo que vio en el rostro de Rob J. le obligó a tragarse las palabras.
Un instante después, Holden saltó sobre su montura, dijo un desconcertado adiós y se alejó.
Rob J. pudo percibir una confusa mezcla de expresiones en el rostro de Sarah: placer al verlo y estar en su compañía, ternura cuando ella misma se lo permitía, pero a veces también una especie de terror. Una noche él la besó. Al principio la boca abierta de ella resultó blanda y agradable y se apretó contra él, pero luego el momento se estropeó. Sarah se apartó. Rob J. se dijo que a ella no le importaba nada de él, y eso era todo. Pero se obligó a preguntarle suavemente cuál era el problema.
—¿Cómo puedes sentirte atraído por mi? ¿Es que no me has visto en un estado lamentable y asqueroso? Has sentido… el olor de mi suciedad —dijo ella con el rostro encendido.
—Sarah —dijo él, mirándola a los ojos—, cuando estuviste enferma, yo fui tu médico. Desde entonces he venido a verte como mujer de gran encanto e inteligencia, con la que me gusta intercambiar ideas y compartir mis sueños. He llegado a desearte en todos los sentidos. Sólo pienso en ti. Te amo.
El único contacto físico en ese momento eran las manos de ella entre las de él. Sarah lo apretó con más fuerza pero no dijo nada.
—Tal vez podrías aprender a amarme.
—¿Aprender? ¿Cómo podría no amarte? —repuso ella impetuosamente—. A ti, que me devolviste la vida, como si fueras Dios.
—¡No, Sarah, sólo soy un hombre corriente! Y eso es lo que necesito ser…
Se besaron. Los besos se prolongaron en un arrebato insaciable. Fue Sarah quien previó lo que podría haber ocurrido a continuación y lo apartó bruscamente. Dio media vuelta y se arregló la ropa.
—Cásate conmigo, Sarah.
Como ella no respondió, Rob J. añadió:
—No naciste para pasarte el día en una granja con los cerdos, ni para ir de un lado a otro del país con el paquete de un vendedor ambulante a la espalda.
—¿Para qué nací, entonces? —preguntó ella en tono débil y triste.
—Pues para ser la esposa de un médico. Es muy sencillo —respondió él con expresión grave.
Ella no tuvo que hacer ningún esfuerzo para estar seria.
—Algunos se apresurarán a hablarte de Alex, de su origen, así que yo misma voy a contártelo.
—Quiero ser el padre de Alex. Estoy interesado por él hoy, y lo estaré mañana. No necesito saber nada sobre ayer. Yo también tengo un pasado terrible. Cásate conmigo, Sarah.
A ella se le llenaron los ojos de lágrimas, pero aún tenía algo nuevo por revelar. Miró a Rob serenamente.
—Dicen que esa mujer india vive contigo. Debes despedirla.
—"Dicen" y "algunos te hablarán". Muy bien, voy a decirte una cosa, Sarah Bledsoe. Si te casas conmigo, debes aprender a decir a esa gente que se vaya al infierno. —Respiró profundamente—. Makwa-ikwa es una mujer buena y muy trabajadora. Vive en la casa que ella misma se construyó en mis tierras. Despedirla sería una injusticia con ella y conmigo y no voy a hacerlo. Sería la peor forma de empezar nuestra vida juntos.
Puedes tener la total seguridad de que no hay motivo para los celos —añadió. Sostuvo las manos de ella con firmeza y no quiso soltarla—.
¿Alguna otra cosa?
—Si —repuso ella con vehemencia—. Debes cambiar el nombre de tus yeguas. Les has puesto el nombre de dos mujeres con las que te has acostado, ¿no es verdad?
Rob J. empezó a sonreír, pero en los ojos de Sarah había verdadera furia.
—El de una de ellas. La otra era una bella anciana a la que conocí de niño, una amiga de mi madre. Yo la amaba, pero ella me consideraba una criatura.
Sarah no le preguntó a qué mujer correspondía el nombre de cada yegua.
—Es una broma cruel y desagradable, típica de los hombres. Tú no eres un hombre cruel y desagradable, así que debes cambiar el nombre a esas yeguas.
—Tú misma les pondrás un nombre nuevo —propuso Rob enseguida.
—Y debes prometerme, ocurra lo que ocurra en el futuro, que jamás le pondrás mi nombre a una yegua.
—Te lo prometo. Por supuesto —comentó con ironía—, tengo la intención de encargarle un cerdo a Samuel Merriam, y…
Afortunadamente todavía la tenía cogida de las manos y no se las soltó hasta que ella le devolvió el beso satisfactoriamente. Cuando dejaron de besarse, vio que Sarah estaba llorando.
—¿Qué ocurre? —le preguntó, agobiado por el inquietante temor de que no le iba a resultar fácil estar casado con aquella mujer.
Ella lo miró con los ojos húmedos y brillantes.
—Despachar las cartas en la diligencia será un gasto tremendo —comentó—. Pero por fin podré enviar buenas noticias a mi hermano y a mi hermana, que están en Virginia.
El gran despertar
Fue más fácil decidir la boda que encontrar un pastor. Debido a esta dificultad, algunas parejas que vivían en la frontera de la zona colonizada no se molestaban en establecer un compromiso formal, pero Sarah se negó a "estar casada sin estar casada". Tenía la capacidad de hablar claramente.
—Sé lo que significa tener y criar un hijo sin padre, y jamás volverá a sucederme —afirmó.
El se hizo cargo. Pero había llegado el otoño y Rob sabía que una vez que las nieves hubieran rodeado la pradera podrían transcurrir varios meses antes de que un pastor itinerante o un predicador ambulante pasara por Holden’s Crossing. La respuesta al problema apareció un día en un prospecto que Rob leyó en la tienda, en el que se anunciaba una reunión de una asamblea evangélica de una semana de duración.
—Se llama el Gran Despertar y se celebrará en la ciudad de Belding Creek. Tenemos que ir, Sarah, porque allí no faltarán pastores.
Como él insistió en que llevaran a Alex con ellos, Sarah aceptó entusiasmada. Cogieron el carro. Fue un viaje de un día y una mañana por un camino transitable, aunque lleno de piedras, y la primera noche se alojaron en el granero de un hospitalario granjero, extendiendo sus mantas sobre el heno fragante del pajar. A la mañana siguiente, Rob J. dedicó media hora a castrar los dos toros del granjero y a quitar una excrescencia de la quijada de una vaca, pagando así el alojamiento; a pesar de la demora, llegaron a Belding Creek antes del mediodía. Esta era otra comunidad nueva, sólo cinco años más antigua que Holden’s Crossing, pero mucho más grande. Mientras entraban en la ciudad, Sarah abrió desmesuradamente los ojos, se acercó a Rob y cogió la mano de Alex, porque no estaba acostumbrada a ver a tanta gente. El Gran Despertar se celebraba en la pradera, junto a un sombreado saucedal. Había atraído a gente de todos los rincones de la región; por todas partes se habían levantado tiendas para protegerse del sol del mediodía y del viento otoñal. Había carros de todo tipo, y caballos y bueyes atados.
Los organizadores atendían a la multitud, y los tres viajeros de Holden’s Crossing pasaron junto a fogatas en las que los vendedores ambulantes cocinaban platos que despedían aromas que hacían la boca agua: guisado de venado, sopa de pescado de río, cerdo asado, maíz, liebre a la parrilla. Cuando Rob J. ató su cabalgadura a un arbusto —se trataba de la yegua que había llevado el nombre de Margaret Holland y que ahora se llamaba Vicky, un apodo por la Reina Victoria "no te habrás acostado con la joven reina, ¿verdad?", le preguntó Sarah— estaban ansiosos por comer, pero no tuvieron necesidad de gastar dinero en la comida de los vendedores ambulantes. Alma Schroeder los había aprovisionado con una cesta tan cargada que el banquete de bodas podría haber durado una semana, y comieron pollo frío y budín de manzanas.
Lo hicieron a toda velocidad, contagiados del entusiasmo, mientras miraban a la multitud y escuchaban los gritos y el ruido de voces.
Luego, cogiendo cada uno una mano del pequeño, recorrieron el lugar de la reunión. En realidad se trataba de dos asambleas evangélicas en una, porque había una continua guerra religiosa: los competitivos sermones de metodistas y baptistas. Durante un rato escucharon a un pastor baptista que hablaba en un claro del bosquecillo. Se llamaba Charles Prentiss Willard. Gritaba y aullaba, e hizo estremecer a Sarah. Les advirtió que Dios estaba escribiendo los nombres de todos ellos en su libro, señalando quién debía gozar de la vida eterna y quién debía sufrir la muerte eterna. Lo que a un pecador le haría obtener la muerte eterna, dijo, era la conducta inmoral e infiel, como fornicar, disparar a un hermano cristiano, pelear y emplear lenguaje obsceno, beber whisky o traer al mundo hijos ilegítimos.
Rob J. frunció el ceño, y Sarah estaba temblorosa y pálida mientras se acercaban a la pradera para escuchar al pastor metodista, un hombre llamado Arthur Johnson. Este no era ni mucho menos tan buen orador como el señor Willard, pero dijo que la salvación era posible para todos quienes hacían buenas acciones, confesaban sus pecados y pedían perdón a Dios, y cuando Rob J. le preguntó si pensaba que el señor Johnson podía celebrar la boda, Sarah asintió. El señor Johnson pareció encantado cuando Rob se acercó a él después del sermón. Quería casarlos delante de toda la asamblea, pero ni Rob J. ni Sarah quisieron convertirse en parte del espectáculo. Cuando Rob le dio tres dólares, el pastor aceptó seguirlos un par de kilómetros fuera de la ciudad y los casó debajo de un árbol a orillas del río Mississippi, con el pequeño Alex sentado en el suelo, mirándolos, y una mujer plácida y gorda, que el señor Johnson presentó simplemente como la hermana Jane, hizo las veces de testigo —Tengo un anillo— anunció Rob J. mientras lo sacaba de su bolsillo, y Sarah abrió los ojos desmesuradamente, porque él no había mencionado el anillo de boda de su madre.
Los largos dedos de Sarah eran demasiado delgados y el anillo le quedaba flojo. Llevaba la melena rubia recogida con una cinta azul que le había dado Alma Schroeder, y se la quitó y sacudió la cabeza, dejando que el pelo cayera suelto a los lados de su cara. Dijo que llevaría el anillo en la cinta, alrededor del cuello, hasta que pudieran adaptarlo a su dedo. Sujetó con firmeza la mano de Rob mientras el señor Johnson les hacia pronunciar sus solemnes promesas con la soltura que proporciona una práctica prolongada. Rob J. repitió las palabras con una voz tan ronca que se sorprendió. Sarah lo hizo con voz temblorosa, y su expresión era ligeramente incrédula, como si no pudiera creer que aquello estuviera ocurriendo realmente. Concluida la ceremonia, y cuando aún se estaban besando, el señor Johnson trató de convencerlos para que regresaran a la asamblea, porque la mayor parte de las almas acudían a la reunión de la tarde para ser salvadas.