Authors: Noah Gordon
Las dos últimas Tiendas de la Sabiduría se ocupaban de la magia de las influencias malignas, de cómo enfermar a una persona sana mediante hechizos, de cómo convocar y dirigir la mala fortuna. Makwa-ikwa se familiarizó con los diablillos perversos llamados watawinonas, como fantasmas y brujas, y con Panguk, el Espíritu de la Muerte.
Estos espíritus no eran abordados hasta las Tiendas finales, porque una hechicera debía conseguir el dominio de sí misma antes de convocarlos, para no unirse a los watawinonas en su maldad. La magia negra era la mayor responsabilidad. Los watawinonas le robaron a Makwa-ikwa la capacidad de sonreír. Se volvió macilenta. Su carne se fundió hasta que sus huesos parecieron enormes, y algunos meses no sangraba. Notó que los watawinonas también se estaban bebiendo la vida del cuerpo de Wabokieshiek porque cada vez estaba más frágil y pequeño, pero él le prometió que aún no moriría.
Al cabo de otros dos años el Profeta la condujo por la última Tienda.
Si esto hubiera ocurrido en los viejos tiempos, habría exigido la convocatoria de bandas, carreras y juegos sauk remotos, fumar la pipa de la paz, y una reunión secreta de los Mideéwiwin, la sociedad de medicina de las tribus algonquinas. Pero los viejos tiempos habían pasado. En todas partes los pieles rojas eran dispersados y acosados. Lo mejor que el Profeta podía hacer era proporcionar tres ancianos como jueces: Cuchillo Perdido, de los mesquakie; Caballo Estéril, de los ojibwa, y Pequeña Gran Serpiente, de los menomini. Las mujeres de Prophetstown le hicieron a Makwa-ikwa un vestido y zapatos de ante blanco, y ella se puso sus trapos Ize, y ajorcas y brazaletes que sonaban cuando se movía. Utilizó el palo de estrangulamiento para sacrificar dos perros, y supervisó la limpieza y cocción de la carne. Después de la fiesta, ella y los ancianos pasaron la noche sentados junto al fuego.
Cuando la interrogaron, ella respondió con respeto pero con franqueza, como si fuera una igual. Arrancó los sonidos de súplica al tambor de agua mientras cantaba, convocando al manitú y a los fantasmas pacificadores. Los ancianos le revelaron los secretos especiales del Mideéwiwin al tiempo que cada uno mantenía su propio secreto del mismo modo que, a partir de entonces, ella mantendría el suyo. Por la mañana se había transformado en chamán.
En otros tiempos, eso la habría convertido en una persona de gran poder. Pero ahora Wabokieshiek la ayudó a reunir las hierbas que no podría encontrar en el sitio al que se dirigía. Sus tambores, su manojo de medicinas y las hierbas fueron cargados en una mula manchada que ella condujo. Le dijo adiós al Profeta por última vez y montó en el otro regalo que él le había hecho, un poni gris, rumbo al territorio de Kansas donde ahora vivían los sauk.
La reserva se encontraba en una tierra aún más plana que la llanura de Illinois. Y seca.
Había agua suficiente para beber, pero tenían que recogerla lejos.
Esa vez los blancos habían dado a los sauk una tierra suficientemente fértil para cultivar cualquier cosa. Las semillas que plantaron brotaron con fuerza en la primavera, pero antes de que el verano tuviera algo más que unos pocos días de vida, todo se marchitó y murió. El viento arrastró un polvo a través del cual el sol quemaba como un redondo ojo rojo.
Así que comieron los alimentos de los blancos que les llevaron los soldados: carne vacuna en mal estado, grasa maloliente de cerdo, verduras viejas. Migajas de un banquete de los blancos.
No había hedonoso—te. El Pueblo vivía en chozas construidas con madera verde que se ahuecaba y se contraía dejando grietas lo suficientemente grandes para que en invierno se filtrara la nieve. Dos veces al año, un nervioso y menudo agente indio pasaba con los soldados y dejaba una serie de mercancías en la pradera: espejos baratos, cuentas de cristal, jarros agrietados y rotos adornados con campanas, ropa vieja, carne agusanada. Al principio todos los sauk recogían la pila de cosas, hasta que alguien le preguntó al agente indio por qué las llevaba, y él respondió que eran un pago por la tierra que el gobierno había confiscado a los sauk. A partir de entonces, sólo los más débiles y despreciables cogían alguna vez algo. La pila se hacia más grande cada seis meses y terminaba pudriéndose a la intemperie.
Ellos habían oído hablar de Makwa-ikwa. A su llegada la recibieron con respeto, pero ya no eran una tribu tan grande para necesitar un chamán. Los más vigorosos se habían marchado con Halcón Negro y habían sido asesinados por los blancos, o habían muerto de hambre, o ahogados en el Masesibowi, o asesinados por los siux, pero en la reserva quedaban algunos que poseían el corazón fuerte de los sauk de antaño.
Su coraje era constantemente puesto a prueba en las luchas con las tribus nativas de la región, porque la caza empezaba a mermar y los comanches, los kiowa, los cheyenes y los osage estaban resentidos por la competencia que suponían para la caza las tribus del este trasladadas allí por los norteamericanos.
Los blancos hacían que a los sauk les resultara difícil defenderse, porque se ocupaban de que hubiera grandes cantidades de whisky malo, y a cambio se llevaban la mayor parte de las pieles que ellos conseguían. Cada vez eran más numerosos los sauk que pasaban los días mareados por el alcohol.
Makwa-ikwa vivió en la reserva poco más de un año. Esa primavera, una pequeña manada de búfalos recorrió la pradera. El esposo de Luna, Viene Cantando, salió a caballo con otros cazadores en busca de carne. Makwa-ikwa anunció una Danza del Búfalo y avisó a canturreadores y cantantes. El Pueblo danzó a la antigua usanza, y ella vio en los ojos de algunos un brillo que hacia tiempo no veía, una luz que la llenó de gozo.
Otros sintieron lo mismo. Después de la Danza del Búfalo, Viene Cantando llevó a Makwa-ikwa a un aparte y le dijo que algunos miembros del Pueblo querían abandonar la reserva y vivir como lo habían hecho sus padres. Y querían saber si su chamán los acompañaría.
Ella le preguntó a Viene Cantando adónde irían.
—A casa —respondió él.
De modo que los más jóvenes y fuertes se marcharon de la reserva, y Makwa-ikwa con ellos. En otoño se encontraban en unas tierras que les alegró el espíritu y al mismo tiempo les apenó el corazón. Resultaba difícil evitar al hombre blanco mientras viajaban, y daban grandes rodeos para no atravesar los poblados. La caza era mala. El invierno los sorprendió mal preparados. Ese verano había muerto Wabokieshiek, y Prophetstown estaba desierta. Ella no podía recurrir a los blancos para pedir ayuda porque recordaba lo que el Profeta le había enseñado de no confiar jamás en un blanco.
Pero cuando ella rezó, el manitú les envió ayuda bajo la forma del médico blanco llamado Cole, y a pesar del fantasma del Profeta, ella había llegado a sentir que podía confiar en él.
Así que cuando él llegó al campamento sauk y le dijo a ella que ahora necesitaba su ayuda para aplicar su medicina, ella aceptó acompañarlo sin la más mínima vacilación.
Piedras
Rob J. intentó explicarle a Makwa-ikwa qué era un cálculo en la vejiga, pero no supo si ella había creído que la enfermedad de Sarah Bledsoe era causada realmente por piedras en la vejiga. Ella le preguntó si quitaría las piedras chupándolas, y mientras hablaban fue evidente que esperaba presenciar un juego de manos, una especie de trampa para hacer creer a su paciente que había quitado la fuente del problema. El le explicó varias veces que las piedras eran reales, que existían en la vejiga de la mujer y le provocaban dolor, y que él introduciría un instrumento en el cuerpo de Sarah y las quitaría.
El desconcierto de Makwa-ikwa continuó cuando llegaron a la cabaña de Rob J. y él utilizó jabón basto y agua para lavar la mesa que Alden le había construido, sobre la cual operaría. Fueron juntos a buscar a Sarah Bledsoe en el carro. Alex, el niño, se había quedado con Alma Schroeder, y su madre estaba esperando al médico con el rostro pálido y transido de dolor. En el viaje de regreso, Makwa-ikwa guardó silencio, y Sarah Bledsoe pareció casi muda de terror. Rob J. intentó aliviar la tensión con un poco de charla, pero no tuvo éxito.
Cuando llegaron a la cabaña, Makwa-ikwa bajó de un salto del carro.
Ayudó a la chica blanca a bajar del alto asiento con una cortesía que sorprendió a Rob J., y habló por primera vez.
—En un tiempo me llamaban Sarah Dos —le comentó a Sarah Bledsoe, pero Rob J. creyó que había dicho "Sarah, también".
Sarah no era una experta bebedora. Tosió cuando intentó tragar los tres dedos de whisky de malta remojada que Rob J. le dio, y le entraron náuseas con la pizca que él añadió a la jarra para completar la dosis.
Quería que la joven fuera insensible al dolor pero que estuviera en condiciones de cooperar. Mientras esperaban que el whisky surtiera efecto, él colocó velas alrededor de la mesa y las encendió a pesar de que era un caluroso día de verano, porque la luz natural que entraba en la cabaña era débil. Cuando desnudaron a Sarah, vio que tenía el cuerpo rojo de tanto restregarlo. Sus enflaquecidas nalgas eran pequeñas como las de una criatura, y sus muslos azulados estaban tan delgados que parecían casi cóncavos. Hizo una mueca cuando él insertó un catéter y le llenó la vejiga de agua. Rob J. le enseñó a Makwa-ikwa cómo quería que sostuviera las rodillas, y luego engrasó el litotrito con grasa limpia cuidando de no untar las pequeñas mandíbulas que tendrían que coger las piedras. La joven gimió cuando él deslizó el instrumento en la uretra.
—Sé que te duele, Sarah. Hace daño al entrar, pero… Así… Ahora está mejor.
Ella estaba acostumbrada a un dolor mucho peor, y los gemidos disminuyeron, pero él se sentía inquieto. Habían pasado varios años desde que hiciera un sondeo para extraer piedras, y entonces lo había realizado bajo la cuidadosa supervisión de un hombre que sin ninguna duda era uno de los mejores cirujanos del mundo. El día anterior había pasado horas practicando con el litotrito, cogiendo pasas y guijarros, atrapando nueces y rompiéndoles la cáscara, ensayando con estos objetos en un pequeño tubo con agua, con los ojos cerrados. Pero era muy distinto hurgar dentro de la frágil vejiga de un ser vivo, sabiendo que avanzar sin cuidado o cerrar las mandíbulas cogiendo un pliegue del tejido en lugar de una piedra podía dar como resultado un desgarramiento que provocaría una infección terrible y una muerte dolorosa.
Cerró los ojos puesto que en ese momento no le servían de nada y movió el litotrito lenta y delicadamente, mientras todo su ser se fundía en un solo nervio que funcionaba en el extremo del instrumento. este tocó algo. Rob J. abrió los ojos y observó la ingle y el bajo vientre de la joven, deseando poder ver a través de su carne.
Makwa-ikwa observaba sus manos y estudiaba su rostro sin perderse nada. Rob J. apartó una mosca que pasaba zumbando y luego no prestó atención a nada más que a la paciente, la tarea y el litotrito que tenía en las manos. La piedra… enseguida se dio cuenta de que era enorme. Tal vez del tamaño de su pulgar, calculó mientras manipulaba el litotrito muy lenta y cuidadosamente.
Para determinar si la piedra se movería, cerró las mandíbulas del litotrito alrededor de la misma, pero cuando realizó una pequeña presión hacia atrás con el instrumento, la paciente abrió la boca y lanzó un grito.
—Tengo la piedra más grande, Sarah —dijo en tono sereno— Es demasiado grande para sacarla entera, así que intentaré romperla. —Mientras hablaba movió los dedos sobre el asidero del tornillo que había en el extremo del litotrito. Era como si cada giro del tornillo aumentara también la tensión que sentía él en su interior, porque si la piedra no se rompía, las posibilidades de la joven eran escasas. Pero afortunadamente mientras seguía girando se oyó un apagado crujido, el sonido que se produce cuando alguien aplasta con el pie un recipiente de cerámica.
La rompió en tres fragmentos. Aunque trabajaba con sumo cuidado, al quitar el primer trozo le hizo daño. Makwa-ikwa humedeció un trapo y lo pasó por el rostro sudoroso de Sarah. Rob se estiró y le aflojó la mano izquierda, echando los dedos hacia atrás como si fueran pétalos, y dejó caer el fragmento de la piedra en la palma blanca de ella. Era un cálculo horrible, marrón y negro. El trozo del medio era liso y en forma de huevo, pero los otros dos eran irregulares, con pequeñas puntas como agujas y bordes afilados. Cuando ella tuvo los tres trozos en la mano, él insertó un catéter y enjuagó la vejiga, y ella evacuó un montón de cristales que se habían desprendido de la piedra en el momento en que él la rompió.
Sarah quedó agotada.
—Es suficiente —decidió Rob J.—. Tienes otra piedra pero es pequeña y será fácil quitarla. Te la extraeremos otro día.
En menos de una hora había empezado a enrojecerse debido a la fiebre que se producía inmediatamente después de casi todas las operaciones. La obligaron a beber bastante líquido, incluida la eficaz infusión de corteza de sauce que preparaba Makwa-ikwa. A la mañana siguiente aún estaba ligeramente afiebrada, pero pudieron llevarla de regreso a su cabaña. el sabía que la joven estaba dolorida y exhausta, pero hizo el ajetreado viaje sin quejarse. La fiebre aún se notaba en sus ojos, pero le brillaban con otra luz, y Rob J. notó que era el brillo de la esperanza.
Pocos días más tarde, cuando Nick Holden lo invitó otra vez a cazar zorras, Rob J. aceptó con reservas. En esta ocasión cogieron un barco que los llevó corriente arriba hasta la ciudad de Dexter, donde las dos hermanas La Salle los esperaban en la taberna. Aunque Nick las había descrito con pícara hipérbole masculina, Rob J. se dio cuenta enseguida de que se trataba de un par de putas cansadas. Nick eligió a Polly, la más joven y atractiva, y le dejó a Rob una mujer que empezaba a envejecer, de ojos glaciales y un labio superior en el que el polvo de arroz no había podido ocultar el oscuro bigote; se llamaba Lydia. Lydia se mostró claramente ofendida ante la importancia que Rob J. daba al agua y el jabón, y al empleo de Viejo Cornudo, pero realizó su parte del acuerdo con diligencia profesional. Esa noche él se tendió a su lado en la habitación que albergaba a los débiles fantasmas olfativos de pasiones compensadas, y se preguntó qué estaba haciendo allí. Desde la habitación contigua le llegaron voces airadas, una bofetada, el grito ronco de una mujer, una serie de ruidos sordos espantosos pero inconfundibles.
Rob J. golpeó la delgada pared con el puño.
—Nick, ¿ocurre algo?
—Todo va muy bien. Duérmete un rato, Cole. O lo que sea. ¿Me oyes? —respondió Holden con la voz enturbiada por el whisky y el fastidio.