Pantalín no puede
soportar la música
rock. La odia tanto que
incluso con la simple
palabra «guitarra»
basta y sobra para
ponerlo de malas
pulgas durante días.
S
olsticio es una chica muy lista, así que supuse que su plan sería quizá más sofisticado de lo que realmente era. Se trataba de cosas muy básicas, la verdad, y podían resumirse así:
1. Esperar a la hora de acostarse y meterse en la cama.
2. (Esta era la parte que ella creía más astuta). Simular que se iba uno a dormir y luego levantarse otra vez.
3. Deslizarse hacia la habitación de Brandish y…
4. Atisbar por el ojo de la cerradura.
Supongo que puede decirse que aquel plan encerraba cierta hermosa simplicidad.
Silvestre, no obstante, vislumbraba aún ciertos inconvenientes, el principal de los cuales era:
—¿Y si nos pillan?
Pero a Solsticio nadie le iba a quitar la idea de la cabeza, y lo único que pensaba en cuanto a los riesgos era esto otro:
—A Colegui no puedes traértelo para esta aventura. Es muy escandaloso, y sería más fácil que nos pillasen yendo con él.
Aunque resultara extraño, Silvestre estuvo de acuerdo.
—Últimamente ni siquiera sé dónde para la mitad del tiempo. Se ha vuelto muy raro, y cuando se deja ver parece un mono muy melancólico.
—Hum —dijo Solsticio—. Yo juraría que lo que está pasando en el castillo tiene algo que ver con su melancolía. En cuanto lo averigüemos estará otra vez tan pancho, ya lo verás.
«Ah, qué maravilla —pensé—. Yo tengo otra idea. ¿No podríamos dejar que el mono siga hecho polvo y ver qué tal se las arreglan los demás sin él?»
—¡Bueno! ¡A la cama! Cuando madre haya terminado de hacer su ronda, dejaremos pasar media hora y nos encontraremos en el descansillo de la quinta planta. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —asintió Silvestre.
—¡Espera! —dijo Solsticio—. ¿Cómo vas a mantenerte despierto? ¿Y cómo sabrás que ha pasado media hora?
—Muy fácil —dijo Silvestre—. Voy a comerme cuarenta y tres caramelos.
—¿He entendido bien, o se me ha escapado algo?
—Tardo media hora en zamparme cuarenta y tres caramelos. Media hora exacta.
Solsticio miró a su hermanito ladeando la cabeza. Creo que lo ha aprendido de mí.
—No sé si eres más idiota o más listo de lo que pareces.
—Gracias —dijo Silvestre, tomándolo como un cumplido.
Cada uno se fue por su lado. En ausencia de la Niñera Cachivaches (debía de estar torturando animalitos en su convención de niñeras), era Lady Otramano quien se encargaba de apagar las luces por la noche.
En cuanto ella se hubo retirado, me pregunté cómo me las iba a arreglar yo para mantenerme despierto y saber cuándo había pasado media hora. Pero no tenía de qué preocuparme, porque mientras aún me lo andaba preguntando, Solsticio se coló con sigilo en la Habitación Roja y me sacó de la jaula.
Silvestre ya nos esperaba en el descansillo de la quinta planta. Había luna llena, y con su claridad bastaba para moverse por el castillo sin necesidad de una linterna.
—Te has adelantado —dijo Solsticio.
Él se encogió de hombros.
—Debo de haber mejorado mi marca comiendo caramelos —dijo, pensativo.
—No importa —susurró Solsticio—. Allá vamos.
Y nos pusimos los tres en marcha, deslizándonos hacia la habitación que le habían asignado a Melvin Brandish.
Una vez allí, Solsticio le dio un empujón a su hermano.
—Tú primero —cuchicheó—. ¡Echa un vistazo!
—¿Por qué yo? —gimió Silvestre, hablando demasiado alto.
—¡Chist! —susurró Solsticio—. Porque quizá esté, no sé, desnudándose o algo así, y yo soy una dama, y las damas no deben ver esas cosas.
—No sé si quiero yo tampoco —dijo Silvestre, pero su hermana volvió a empujarlo hacia el ojo de la cerradura.
—¡Venga! ¿Qué hace? ¿Está ahí?
Silvestre se apartó de golpe de la puerta, como si le hubieran mordido la nariz.
—¡Toma ya! —dijo—. O mejor, ¡grito! Echa un vistazo, Solsticio. Él no está, pe… pe… pero hay un… lobo. ¡Un lobo!
—Chorradas —dijo Solsticio, quitando al chico de en medio para verlo con sus propios ojos.
Echó un buen vistazo y luego, sin dejar de mirar por la cerradura, dijo:
—Vale, reconozco que es un poquito más peludo de lo normal, pero me parece que exageras, Silvestre.
—¿Qué quieres decir? —tartamudeó él, rascándose la nariz.
—Ven a echar otra mirada. Está ahí, y ya sé que no resulta muy agradable en calzoncillos, pero es él sin la menor duda, y no se ve un lobo por ninguna parte. Así que solo puedo deducir que estás perdiendo ligeramente la chaveta.
Silvestre se agachó para mirar otra vez y vio lo que había visto Solsticio.
—¡Jo! —dijo—. No me digas que la gente ha de ser tan peluda. Pero oye, yo he visto antes un lobo. Te lo juro. Un lobo.
Solsticio lo apartó otra vez.
—Olvídalo. Solo hemos de pillarlo haciendo…
Ahora fue ella la que retrocedió con un chillido.
—¡Grito! —exclamó. Se oyó el ruido de una llave hurgando en la cerradura por el otro lado de la puerta.
¡Nos habían pillado!
—¡Corred! —gritó Solsticio—. ¡Sálvese quien pueda!
Y eso hicimos. Aunque yo pensé que a Solsticio no le importaría si echaba a volar, porque lo de correr a los cuervos se nos da fatal, y además quedan rematadamente ridículos.
Solsticio y Silvestre
tienen tres primos a
los que detestan con
ganas. se llaman
Tiffany, Jasper y
cynthia y son
abominables. incluso
Mentolina, cuya
hermana es la madre
de los tres monstruos,
ha murmurado en
alguna ocasión, con
cierta brutalidad, que
deberían haberlos
«tirado al río».
T
ras el incidente del ojo de la cerradura, hubo muchas cábalas y mucho exprimirse la mollera.
Los tres nos retiramos para intentar reflexionar un poco, además de rascarnos la cabeza, y Silvestre decidió que lo mejor sería hacerlo con una buena taza de chocolate caliente y unos ratones de azúcar. Personalmente, hubiera preferido los de verdad, pero confieso que hundí el pico en uno de esos pequeños dulces blancos y que me parecieron un bocado bastante aceptable para ayudar a la reflexión.
Toda aquella historia de salir corriendo había sido como para morirse del canguelo, y nadie se volvió dos veces a ver qué fiera espantosa nos perseguía por el pasillo.
Los chicos doblaban los recodos como si llevaran unos patines propulsados a reacción, y yo aleteaba con tanta fuerza que poco me faltó para que se me partieran las alas. De este modo, o sea, sin mucho sigilo, huimos del peligro y salimos pitando hacia las cocinas para buscar compañía y ponernos a salvo.
Llegamos tan despavoridos que doña Sartenes se olió que la cosa era seria. Silvestre le pidió que preparase chocolate y enseguida nos pusimos los tres a examinar los hechos.
Nuestras reflexiones discurrieron así:
—¿Tú qué has visto?
—No sé. ¿Y tú?
—Bueno, primero a Brandish…
—¿Y al cabo de un momento un lobo?
—¡Sí! ¡Un lobo! ¡Grito! De los capaces de hacerte papilla.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Bueno, piénsalo.
Solsticio se puso de pie, apurando los restos de su chocolate caliente.