Chalados y chamba (7 page)

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Authors: Marcus Sedgwick

Tags: #Infantil y juvenil

BOOK: Chalados y chamba
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—Menos mal que has dejado a Colegui en tu cuarto —le susurró a su hermano.

Por desgracia, Brandish la había oído.

—¿Colegui? ¿Y quién diantre es Colegui?

Silvestre respondió con voz temblorosa.

—Mi… mi mono.

En fin, no voy a contarte cómo reaccionó el señor Brandish, pero creo hacer un buen resumen de la situación si digo que los niños y el maestro no habían empezado con muy buen pie.

También debo añadir que oí una o dos palabras que no había oído en mucho tiempo: seguramente desde que los Otramano pusieron cerco al castillo cuando aún pertenecía a los Defriquis. No es que no existiera un lenguaje más escogido en esa época, desde luego que sí, pero a ver si tú serías capaz de refrenar la lengua cuando te están arrojando aceite hirviendo.

Aguanté toda aquella mañana tortuosa, preguntándome si podría hacer algo para salvar a los niños de su espantoso destino, hasta que llegó por fin la hora del almuerzo y sonó la campana, convocando a todo el mundo al comedor.

—Muy bien, podéis iros —dijo Brandish—. Después del almuerzo, empezaremos a estudiar el sistema judicial belga.

Los dos salieron prácticamente corriendo. Me lancé tras ellos y fui a posarme en el hombro de Solsticio.

—Ay, Edgar —dijo en cuanto aparecí—. ¡Qué alegría verte! Edgar, ¡es horrible!

Silvestre apenas podía hablar, pero asintió con aire lúgubre.

Solsticio miró a uno y otro lado para asegurarse de que no había nadie, se volvió hacia nosotros y nos susurró con firmeza y ferocidad:

—Tiene que largarse.

Los hechizos de

Mentolina no siempre

han funcionado bien.

una vez, por ejemplo,

una de sus pociones

provocó un brote de la

Enfermedad de la Rana

que se extendió por

todo el castillo. La

gente no paraba de dar

saltos.

H
ablando del mono, de ese primate horrorosamente primitivo llamado Colegui, si a mí me hubiese funcionado mejor mi mollera de pájaro me habría dado cuenta de que allí había algo que no era normal. El mono no parecía el mismo de siempre cuando se hallaba presente, aunque, de hecho, no estaba presente la mayor parte del tiempo. Pero, en fin, lo cierto es que fallé una vez más y no supe atar cabos hasta última hora.

Solo puedo alegar en mi defensa que las circunstancias eran muy confusas. No paraban de pasar cosas, y eran más y más extrañas a cada minuto que pasaba.

Durante el almuerzo fuimos obsequiados con todo un repertorio de expresiones ceñudas por parte de Lord Otramano, lo cual era señal de que estaba concentrado, muy concentrado. Se había pasado la mañana trabajando en ideas y diseños para su «Predictómetro», como ya había empezado a llamarlo incluso antes de construirlo.

Pero a juzgar por el aire alicaído de Fermín, que permanecía muy tieso junto a la puerta, intuí que la cosa no iba demasiado bien. Una o dos veces abrió la boca para decir algo y volvió a cerrarla. Mentolina comentó que parecía estar papando moscas, una observación que él pasó por alto.

Ya que su marido no respondía, centró su atención en Solsticio y Silvestre.

—Bueno, niños —dijo en tono alegre—. ¿Qué tal se va adaptando vuestro nuevo profesor?

Silvestre soltó un quejido, como si le hubieran pegado un tiro, y Solsticio miró fijamente su puré, removiéndolo en silencio.

—¿Y bien? ¿Niños?

Solsticio dejó caer la cuchara de golpe.

—¡Es horrible! —gritó.

—¡Solsticio! No puedes decir algo así de una persona que acabas de conocer.

«¿Por qué?», pensé yo, encaramado junto a la chimenea.

—¡Es que es horrible! —protestó.

Silvestre asintió frenéticamente.

—Es malo. Es repugnante —dijo.

—Y peludo. Y canijo.

—Y además huele raro. Como a perro mojado.

—Y está ahí en la puerta —dijo Pantalín.

Los chicos se giraron de golpe y vieron que era cierto.

—Oh, no —musitó Solsticio, demudada y cabizbaja (poco le faltó para meter la cabeza en el plato).

—Ahora sí que nos la hemos ganado —susurró Silvestre.

—Si no es mucha molestia —dijo Brandish al tiempo que entraba en el comedor—, venía a pedirles un plato de agua.

—¿Un plato? —dijo Mentolina.

—¿He dicho plato? —respondió—. Quiero decir un vaso, claro.

Mientras Fermín salía presuroso para complacerlo, Brandish miró a los chicos con aborrecimiento.

—Y bien —se aventuró a decir Mentolina, con tono optimista—, ¿ha sido usted profesor mucho tiempo?

—Sí —respondió Brandish, y volvió a cerrar la boca para seguir fulminando con la mirada a sus alumnos.

En cuanto Fermín regresó con el vaso de agua, Brandish lo cogió y se alejó visiblemente airado.

—Recordad, niños —dijo sin volverse—: el sistema judicial belga os espera después del almuerzo.

Y desapareció.

—¿Lo ves? —exclamó Solsticio—. ¿Lo ves, madre?

—¿Qué, querida? Parece… divertido.

—¿Divertido? ¡Madre! Quiere matarnos de aburrimiento.

—Ya basta, querida. ¿No ves que tu padre está haciendo esfuerzos para escuchar sus propios pensamientos?

Pero Pantalín se puso en pie justo entonces, agitando un dedo en el aire.

—¡Ajá! —gritó—. ¡Ya lo tengo!

Estupendo. O no tan estupendo, porque en ese momento apareció Colegui como surgido de la nada, saltó sobre la mesa, aterrizó en la cuchara que había dejado Solsticio en el plato y catapultó un espeso pegote de puré de guisantes que voló por los aires y se fue directo a la frente de Lord Otramano.

Él, demostrando una extraordinaria dignidad, miró a Silvestre mientras el pegote le resbalaba por la cara.

—Un día habrá que deshacerse de ese mono —dijo, y empezó a limpiarse con la servilleta.

Silvestre iba a protestar, pero Solsticio le lanzó una mirada de advertencia.

—Ahora no —susurró.

—Pero si ha sido un accidente —musitó Silvestre—. También es mala suerte que padre se haya levantado en ese momento.

«Sí —pensé—. Mala suerte, muchacho».

Mala suerte.

Pero todavía mi diminuta y vieja sesera no lograba descifrar lo que estaba pasando en el castillo de Otramano.

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