—¿Qué córcholis está pasando aquí? —le preguntó Silvestre a su hermana.
—Apaga esa pipa. Eso es, hermanito —dijo Solsticio doblando pulcramente el vestido en cuatro—. ¿Y de dónde narices ha salido esto? —añadió.
Silvestre se encogió de hombros.
—¿Del mismo sitio que la remesa de balones cuadrados que llegó ayer? —apuntó él.
Imagínate. ¿Dónde habríamos metido cuarenta y dos balones de esos?
—Hmm —murmuró Solsticio, reflexionando—. No lo sé.
—¡
Aaark
! —grité.
—Sí —asintió Solsticio—. Sí, Edgar, es rematadamente raro.
Colegui se había quedado sentado en la alfombra, con sus flacuchas piernas extendidas y sus ridículos pinreles apuntando hacia el cielo. Estaba cabizbajo y, en conjunto, parecía un chimpancé derrotado. Un mono apaleado y tristón.
Casi me compadecí de él. Pero solo casi.
—¡Ay, Solsticio! —gimoteó Silvestre—. ¿Qué vamos a hacer?
Ella meneó la cabeza.
—No lo sé. Pero se me acaba de pasar por la cabeza una idea aún más inquietante. Es más, ahora que lo pienso, ¡grito!
Silvestre se mordió el labio y empezó a temblar.
—¿Qué… qué pasa? —preguntó, temiéndose la respuesta.
—Sencillamente esto: ¡nos está dando clases un hombre lobo! Quizá nos hayamos librado esta noche de su peluda amenaza, pero mañana por la mañana habrá que subir a clase otra vez. Y entonces, ¡tendremos de profesor a un hombre lobo! ¡Imagínate! ¡En cualquier momento podría transformarse ante nuestros ojos en un enorme canino carnívoro y engullirnos a los dos incluso antes de que le entregásemos los deberes de Francés!
Silvestre se estremeció, pero permaneció callado.
—Aunque… —dijo Solsticio, animándose un poquito de repente—. Aunque, bien mirado, quizás estemos a salvo por ahora.
—¿Y eso por qué? —preguntó Silvestre.
—¡Por la luna, claro! Lo hemos visto convertirse en lobo con la luna llena, ¿verdad? Eso ha sido esta noche; lo cual, si es un hombre lobo normal, quiere decir que no entrará en fase peluda hasta dentro de un mes.
—Sí —dijo Silvestre, más animado también. Pero enseguida volvió a ponerse mustio—. Entonces… lo que estás diciendo es que nos queda un mes de vida. Y luego… ya nos veo convertidos en comida para perros.
—Sí —dijo Solsticio—. No. Lo que estoy diciendo es que tenemos un mes para librarnos de él.
Silvestre se quedó callado. No parecía muy contento.
—No te preocupes —le dijo Solsticio para tranquilizarlo—. Tengo un plan.
Aunque silvestre es
oficialmente un
miedica, se siente algo
más valiente cuando
ronda por las almenas
con su estrafalaria
catapulta, conocida
cariñosamente como
Casca-Cráneos.
¡U
n hombre lobo de profesor!
No era una idea muy agradable, que digamos.
Y yo, el amigo emplumado de toda la buena gente del castillo de Otramano, era la única línea defensiva con la que contaban Solsticio y Silvestre, pobrecitos míos. Hacía mucho que habían desechado la posibilidad de que sus padres:
a) Les hicieran ningún caso, no digamos ya que…
b) Los creyeran si trataban de contarles que su maestro era un hombre lobo, pese a todas las pruebas que tenían.
Con corazón trémulo, pues, entramos los tres en clase a la mañana siguiente: los chicos por la ruta habitual, o sea, por la puerta, y yo por la rendija que llevaba a la viga situada sobre la cabezota de Brandish.
El ambiente estaba muy tenso y me fijé en que Silvestre tenía los cristales de las gafas empañados del sofoco.
Brandish se hacía el ocupado en su escritorio, hojeando los deberes del día anterior con grandes aspavientos. Chasqueaba la lengua sin parar, se detenía para suspirar teatralmente en plan sarcástico y volvía a revisar de nuevo las hojas.
Solsticio lo miraba fijamente, supongo que buscando rasgos lobunos en él, o sea, cejas erizadas, manos velludas, ojos amarillentos.
Y hay que decir, en honor de la verdad, que Brandish tenía todos esos rasgos y algunos más de propina.
Silvestre se había puesto a temblar de tal manera que pensé que se le iban a caer las gafas.
Antes de entrar en clase, su hermana le había dicho con tono amable pero firme:
—Escucha. Es muy importante que no le dejemos ver al señor Peludo que andamos tras él, ¿entendido? Hemos de actuar como si todo fuera normal y no tuviéramos ni idea de que es un hombre lobo. ¿Vale? Luego esperaremos a que se presente una buena ocasión para llevar a cabo mi plan. ¿Sí?
Silvestre había asentido.
Pero ahora, al verlo tan tembloroso, me pregunté si podría dominarse cinco minutos, no digamos ya toda una mañana.
Finalmente, Brandish dejó de juguetear con los deberes y le clavó a Silvestre una mirada feroz.
—Bueno, chaval —dijo—. Química… explícame el proceso de oxidación, si eres tan amable…
Silvestre abrió la boca. Le salió un ruidito casi inaudible.
Era más o menos: «bu».
—Bu… —dijo—. Bu, bu, bu.
Solsticio dejó caer la cabeza sobre el pupitre con un gemido.
—Ay, no —le cuchicheó al tablero.
—Bu —repitió Silvestre.
Ya no pudo contenerse más.
—¡
Hombre lobo
! —chilló con todas sus fuerzas. Y llevándose el pupitre por delante, salió de la clase dando alaridos.
Se hizo un largo, un larguísimo silencio, que rompió por fin el propio Brandish.
—¿Tu hermano…? —preguntó, arqueando una ceja erizada.
—Je, je —dijo Solsticio, tratando de echarle humor a la cosa—. El muy bobo no para de leer historias de terror por la noche, en lugar de irse a dormir. No está fino esta mañana. No le haga caso. Le pasa continuamente. Je, je. ¿La oxidación, decía? La oxidación puede definirse como la combinación de una sustancia con oxígeno, o más exactamente, como una reacción en la cual los átomos de un elemento pierden electrones y la valencia del mismo aumenta en igual proporción. ¿Por qué lo preguntaba, señor? ¿Vamos a estudiar química hoy? A mí me encanta la química…
Y así siguió Solsticio dale que dale, hasta que dio la impresión de que Brandish se había olvidado de la existencia de Silvestre, y más aún de que había salido de la clase dando alaridos y soltando no sé qué cosas sobre bestias peludas.
Hay bastantes posibilidades, sospecho, de que al cabo de un rato yo me quedase dormido, aunque solo unos breves instantes, claro. El caso es que de repente me espabilé y noté que estaba babeando y casi a punto de caerme de la viga.