Al recordar que no podía verme, pues carecía del don de la visión nocturna, le di un picotazo tranquilizador en la cabeza.
—¡
Rark
! —dije.
—Ah, Edgar —suspiró, aliviado—. Eres tú. Pensaba que sería un león, o un pingüino, o un duende.
Jo. Se le ocurre cada cosa…
Me quedé un rato en la oscuridad. Pantalín se sentía charlatán, pese a todo, y empezó a darme conversación. Mucho me temo que acabé quedándome frito, pero recuerdo que habló un montón de las cosas raras que ocurrían en el castillo.
—Desde luego —dijo—, hay muchas explicaciones naturales para este tipo de cosas. Mira, sin ir más lejos, el accidente de ayer. ¡Tres doncellas de cocina! ¿Quién lo habría imaginado? Ahogadas en crema de bizcocho borracho. ¿Y el asunto del vendedor de pijamas del lunes? Nunca se te habría pasado por la imaginación que pudiera caérsele en la cabeza una tabla de planchar justo cuando pasaba, ¿no? Aunque estoy seguro de que debe de haber una explicación satisfactoria. —Hizo una pausa y prosiguió—. ¿Sabes, Edgar? A mí esto me recuerda algo. Alguna historia que debí oír de niño. ¡Ah! Un chico moviéndose con libertad por el castillo. ¡Qué días más felices, Edgar!
Y luego me quedé dormido; supongo que Pantalín también, porque nos pasamos allí toda la noche.
Cuando desperté, un leve rayo de luz se colaba desde arriba.
Y entonces vi una cuerda que se balanceaba en el agujero y, atada a su extremo… ¡una cesta con el desayuno!
Le di a Pantalín un picotazo. Él despertó aturdido y agitado.
—¿Qué-queeeé? —masculló—. ¿Qué-qué?
Abrió los ojos y vio la cesta y la cuerda.
Yo pensaba: qué bien, el desayuno. Pero Pantalín vio la cosa de otra manera. Se encaramó sin más sobre la cesta y empezó a trepar por la cuerda con una agilidad asombrosa.
No me quedó más remedio que seguirlo.
A medio trayecto, se detuvo repentinamente.
—¡No me lo puedo creer! —exclamó. Con lo estrecho que era el túnel, me era imposible ponerme a su altura; tuve que esperar a que arrancara para seguir adelante. No supe qué había pasado hasta que emergimos los dos jadeando al pasillo, tenuemente iluminado por la luz del sol.
Allí nos encontramos a Silvestre, Solsticio y Fermín profundamente dormidos y envueltos en mantas, después de haberse pasado la noche en vela en muestra de su lealtad.
Solo entonces descubrí por qué se había detenido Pantalín a medio ascenso.
Había encontrado algo en una oquedad de la pared del túnel: una especie de caja, como un cubo de madera, pero partida en dos trozos que encajaban a la perfección, mostrando su forma original.
Por dentro, la caja estaba forrada de espejos, seis en total, de manera que todo su interior venía a ser como una serie de reflejos que se multiplicaban y perdían en el infinito.
Solsticio fue la primera en despertarse.
—¡Padre! ¡Cuánto me alegro de que no estés muerto!
—Calma, muchacha, calma —dijo Pantalín.
Silvestre despertó también, diciendo que tenía hambre, y se puso a hurgar alegremente en la cesta de provisiones, que su padre había izado después de subir.
—¡Grito! —exclamó Solsticio a continuación—. ¿Qué es eso?
—Una caja inútil que he encontrado en el agujero —dijo Pantalín—. Aunque, no sé, me recuerda algo…
Sus pensamientos se vieron interrumpidos por la llegada de Mentolina, que venía a ver cómo andaban las cosas.
—Ah, esposo mío —dijo—. No estás muerto. Cuánto me alegro. Bueno, ¿quiere explicarme alguien qué pasa aquí, eh? Estoy esperando…
Fue Solsticio la que respondió, embarcándose en un largo y confuso relato que incluía piernas de cordero, hombres lobo, profesores peludos, cuerdas, trampillas, un odio mortal a los deberes de geografía y un perro colado de extranjis.
Mentolina asimiló impasible todo aquel embrollo, limitándose a arquear una ceja, y al final formuló una sola pregunta.
—¿Has dicho que el señor Brandish ha metido en secreto un perro enorme y peludo en su habitación?
Solsticio asintió.
—¡Muy bien! —dijo Mentolina. De repente, tenía un aspecto terrorífico con su camisón—. Ya conocéis las normas sobre mascotas. No permitiré la presencia de polizones caninos en este castillo. ¡Hemos sido engañados!
Y se puso a aporrear con saña la puerta del profesor.
—¡Señor Brandish! ¡Señor Brandish! ¡Hágame el favor de abrir ahora mismo! Voy a tener que pedirle que abandone el castillo. ¡De inmediato! Señor Brandish, ¿quiere abrir de una vez?
Ante lo cual, Solsticio y Silvestre se miraron y empezaron a dar gritos de alegría.
Aquellos alaridos ya fueron demasiado para Pantalín y Fermín, que se volvieron con paso cansino hacia el laboratorio.
—¡Sí! —gritaba Solsticio—. ¡Lo conseguimos!
El lenguaje de los
cuervos es un idioma
extraño y difícil que, a
pesar de sus esfuerzos,
Solsticio no ha logrado
descifrar. Cosa que
puede explicarse, no
obstante, porque Edgar
tiene tendencia a
inventárselo sobre la
marcha.
M
entolina le dio al señor Brandish hasta la hora del almuerzo para recoger sus cosas y marcharse. Ahora todo encajaba. El gran baúl con el que había llegado no contenía ropa y libros de texto, sino una perra enorme: una cazadora de alces noruega. El señor Brandish explicó avergonzado su problema.
—Es… mi esposa, ¿sabe? —dijo—. Ya no está dispuesta a aguantar a Felicity.
Ese era, entendí, el nombre de la perra.
—Se puso hecha una fiera… no sabe usted cómo es —dijo, temblando como un pajarito—. Me dijo que Felicity tenía que marcharse. O ella o yo, dijo. Así que nos marchamos y hemos andado de aquí para allá desde entonces.
Contó que habían ido a muchos sitios y que en todas partes pasaba lo mismo: Felicity le acababa complicando la vida. Por eso había decidido mantenerla en secreto cuando se presentó en el castillo de Otramano.
Así pues, la mitad de la crisis había sido superada. Pero quedaba la cuestión de los extravagantes brotes de mala suerte que seguían produciéndose cada vez con más frecuencia.
También ese peliagudo asunto, sin embargo, habría de quedar resuelto muy pronto y, bueno, debo aclarar con cierta inmodestia que tu viejo amigo Edgar desempeñó un papel nada desdeñable para encontrar la solución.
La cosa fue así.