Casa desolada (85 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

BOOK: Casa desolada
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—¡Mi querida Esther! —dijo—. ¡Mi mejor amiga! —y verdaderamente estuvo tan cariñoso y tan atento, que con la primera sorpresa y el placer de su saludo fraternal apenas si encontré aliento para decirle que Ada estaba bien.

—Te adelantas a mis propios pensamientos, ¡siempre eres la misma, querida mía! —exclamó Richard, llevándome hacia una silla y sentándose a mi lado.

Me levanté el velo, pero no del todo.

—¡Siempre eres la misma, querida mía! —repitió Richard, igual que antes.

Me levanté el velo del todo, puse una mano en el brazo de Richard y, mirándole a los ojos, le dije cuánto le agradecía su amable acogida y cuánto me alegraba de verlo, tanto más dada la decisión que había adoptado durante mi enfermedad, que ahora le comuniqué.

—Encanto —dijo Richard—, tú eres la persona a quien más deseo hablar, porque quiero que me comprendas.

—Y yo, Richard —dije con un gesto de la cabeza—, quiero que comprendas a otra persona.

—Como siempre, te refieres inmediatamente a John Jarndyce —dijo Richard—, supongo que es él.

—Naturalmente.

—Entonces, permíteme qué te diga inmediatamente que lo celebro, porque ése es el tema en el que quiero que se me comprenda. ¡Pero, fíjate, que me comprendas tú, hija! ¡No tengo que dar cuentas al señor Jarndyce ni a ningún señor!

Me dolió que hablara en aquel tono, y él lo observó.

—Bueno, bueno, hija mía —dicho Richard—, no entremos en eso ahora. Quiero aparecer tranquilamente en tu casa de campo, contigo del brazo, y dar una sorpresa a mi encantadora prima. ¿Supongo que tu lealtad a John Jarndyce te lo permite?

—Mi querido Richard —repliqué—, sabes que él te acogería encantado en su casa, que es la tuya si tú lo deseas, e igualmente te acogemos en ésta.

—¡Has hablado como la mejor de las mujercitas! —exclamó Richard, alegre.

Le pregunté qué le parecía su profesión.

—¡Bueno, no me disgusta! —contestó Richard—. No está mal. De momento, vale igual que otra. No sé si me va a gustar mucho cuando me asiente, pero entonces puedo vender el despacho de oficial y…, pero todas estas bobadas no importan ahora.

¡Tan joven y tan guapo, y exactamente todo lo contrario de la señorita Flite en todos los respectos! ¡Y, sin embargo, en la mirada nublada, ansiosa, preocupada que tenía ahora, tan terriblemente parecido a ella!

—Ahora estoy en la ciudad, de permiso.

—¿Ah, sí?

—Sí. He venido a cuidar de…, de mis intereses en la Cancillería, antes de las vacaciones de verano —dijo Richard, fingiendo una risa despreocupada—. Te aseguro que vamos a darle un nuevo impulso a ese viejo pleito.

¡No es de extrañar que yo negara con la cabeza!

—Como dices tú, no es un tema agradable —dijo Richard, mientras le pasaba por la cara la misma sombra que antes—. Que se vaya a los cuatro vientos por ahora. ¡Paf! ¡Fuera! ¿Con quién crees que he venido?

—¿No era la voz del señor Skimpole la que he oído antes?

—¡Exactamente! Me es más útil que nadie. ¡Qué niño tan fascinante!

Pregunté a Richard si alguien sabía que habían venido juntos. Dijo que no, que nadie. Había ido a ver a aquel simpático niño viejo (así llamaba al señor Skimpole), y el simpático niño viejo le había dicho dónde estábamos, y él le había dicho al simpático niño viejo que quería venir a vernos, y el simpático niño viejo había dicho inmediatamente que también él quería venir, así que lo había traído consigo.

—Y la verdad es que vale, no digamos sus sórdidos gastos, sino tres veces su peso en oro —dijo Richard—. Es tan animado. No conoce el mundo. ¡Es tan inocente y de un corazón tan virginal!

Desde luego, yo no veía que el hacer que Richard le pagara sus gastos demostrase que el señor Skimpole fuera tan inocente, pero no dije nada. De hecho, entonces entró él e hizo cambiar el tono de nuestra conversación. Se manifestó encantado de verme; dijo que se había pasado seis semanas derramando lágrimas deliciosas de compasión y de alegría, según el momento, en relación conmigo, que nunca se había sentido tan feliz como cuando se enteró de que iba recuperándome; que ahora empezaba a comprender la mezcla del bien y el mal en el mundo; que consideraba que apreciaba tanto más la buena salud cuando alguien se ponía enfermo; que no sabía si quizá estuviera preordenado que A tuviera que ser bizco para que B se sintiera más feliz por tener bien los ojos, o que C tuviera que tener una pata de palo para que D se sintiera más satisfecho de llevar su pierna envuelta en una media de seda.

—Mi querida señorita Summerson, fíjese en nuestro amigo Richard —dijo el señor Skimpole—, henchido de perspectivas brillantes para el futuro, que él hace salir de las tinieblas de Cancillería. ¡Qué cosa más deliciosa, más estimulante, más llena de poesía! En los viejos tiempos, los bosques y las soledades se alegraban a los ojos del pastorcillo gracias a las melodías y las danzas imaginarias de Pan y de las ninfas. El pastorcillo de hoy, nuestro pastor Richard, ilumina las sombrías salas de los Tribunales al hacer que la Fortuna y su séquito dancen en ellas a los tonos melodiosos de un fallo emitido por el Presidente. ¡Eso es muy agradable, sépalo! Un tipo malhumorado y gruñón puede decirme: «¿De qué valen todos esos abusos del Derecho y la Equidad? ¿Cómo puede usted defenderlo?». Y yo le contesto: «Mi gruñón amigo, yo no los defiendo, pero me resultan muy agradables. Ahí tiene usted a un pastorcillo, un amigo mío, que los convierte en algo demasiado fascinante para mi sencillez. No digo que existan para eso, porque yo soy como un niño en su mundo de gruñidos y no tengo que explicar a usted ni explicarme a mí mismo nada, pero quizá sea así».

Empecé a pensar en serio que difícilmente podía Richard haber encontrado un amigo peor. Me inquietaba que en un momento así, cuando más necesitaba unos principios y unos objetivos decentes, tuviera a su lado esta fascinante soltura y este dejarlo todo de lado, esta prescindencia despreocupada de todo principio y todo objetivo. Creía que yo podía comprender cómo un carácter como el de mi Tutor, experto en las cosas del mundo y obligado a contemplar las lamentables evasiones y los tristes enfrentamientos de la desgracia familiar, encontraba un enorme alivio en la forma en que el señor Skimpole confesaba sus debilidades y exhibía su candor inocente, pero no podía convencerme de que aquello fuera tan candoroso como parecía, o que no resultara tan favorable como cualquier otro papel a la pereza del señor Skimpole, y con menos problemas para representarlo.

Ambos volvieron conmigo, y cuando el señor Skimpole se despidió de nosotros a la puerta, seguí andando en silencio con Richard, y dije:

—Ada, cariño, he traído a un caballero de visita. No fue nada difícil leer en aquella cara ruborosa y asombrada. Lo amaba mucho, y él lo sabía, y yo también. Era transparente que no se veían como meros primos.

Casi desconfié de mí misma por abrigar sospechas demasiado infames, pero no estaba tan segura de que Richard la amara igual a ella. La admiraba mucho (¿y quién podía no admirarla?), y me atrevo a decir que hubiera reiterado su compromiso de adolescentes con gran orgullo y ardor, salvo que sabía que ella respetaría la promesa dada a mi Tutor. Pero yo tenía la torturadora idea de que la influencia bajo la que estaba él llegaba incluso hasta aquí, que estaba aplazando la verdad y la seriedad, en esto igual que en todo, hasta que pudiera quitarse de encima a Jarndyce y Jarndyce. ¡Ay, Dios mío! ¡Ya no sabré jamás lo que hubiera podido ser de Richard sin aquella maldición!

Dijo a Ada, con su aire más franco, que no había venido para cometer ninguna infracción secreta de las condiciones que había aceptado ella (de manera excesivamente implícita y confiada, a juicio de Richard) del señor Jarndyce, que había venido abiertamente a verla y a justificarse por su situación actual con respecto al señor Jarndyce. Como dentro de poco estaría con nosotros aquel simpático niño viejo, me rogó a mí que le diera hora para la mañana siguiente, con objeto de aclarar su posición mediante una conversación sin reservas conmigo. Le propuse que a las siete nos diéramos un paseo por el parque, y así convinimos. Poco después apareció el señor Skimpole, que nos divirtió durante una hora. Pidió en especial ver a la pequeña Coavinses (es decir, a Charley), y le dijo con aire patriarcal que había dado a su padre todo el trabajo que había podido, y que si alguno de sus hermanitos se apresuraba a dedicarse a la misma profesión, todavía podría conseguirle bastante trabajo.

—Porque siempre me encuentro atrapado en esas redes —dijo el señor Skimpole, mirándonos sonriente por encima de un vaso de vino con agua— y constantemente me están sacando de ellas, como a un pez. O me están sacando a flote, igual que a un barco. Siempre hay alguien que lo hace por mí. Ya saben ustedes que yo no puedo hacerlo, porque nunca tengo dinero. Pero siempre hay Alguien que lo hace. Salgo de ellas gracias a Alguien. Yo no soy como el estornino enjaulado; yo siempre salgo. Si me preguntaran ustedes quién es ese Alguien, les doy mi palabra de que no podría decírselo. Bebamos a la salud de Alguien. ¡Que Dios lo bendiga!

Por la mañana Richard llegó un poco tarde, pero no me hizo esperar demasiado, y salimos al parque. El aire estaba luminoso y húmedo del rocío, y no había ni una nube en el cielo. Los pájaros cantaban deliciosamente, y resultaba exquisito ver cómo brillaban los helechos, la hierba y los árboles; la riqueza de las plantas parecía haberse multiplicado por 20 desde ayer, como si en el silencio de la noche, cuando parecían unánimemente cobijadas en el sueño, la Naturaleza, en todos los detalles diminutos de cada hoja maravillosa, hubiera estado más despierta que de costumbre preparando la gloria de aquel día.

—Este sitio es precioso —dijo Richard, mirando en su derredor—. ¡Aquí no llegan los enfrentamientos y las discordias de los pleitos!

Pero había otros problemas.

—Te voy a decir una cosa, Esther —dijo Richard—: cuando logre arreglar las cosas en general, creo que me voy a venir aquí a descansar.

—¿No sería mejor descansar ahora?

—Bueno, en cuanto a descansar
ahora
—respondió Richard—, o a hacer algo claro
ahora
, no resulta fácil. En resumen, es imposible; por lo menos,
para mí
.

—¿Por qué no? —pregunté.

—Ya sabes por qué no, Esther. Si estuvieras viviendo en una casa sin acabar, donde lo mismo te pueden poner el tejado que quitártelo, donde lo mismo pueden empezarte a construir por arriba que derribarlo todo hasta los cimientos, mañana, pasado, la semana que viene, el mes que viene, te resultaría muy difícil descansar ni asentarte. Eso es lo que me pasa a mí. ¿Ahora? Los pleiteantes no tenemos un ahora.

Casi hubiera podido creer yo en aquel momento lo del atractivo que mencionaba mi pobre amiga divagante, de no haberle vuelto a ver aquella mirada sombría de anoche. Por terrible que sea pensarlo, también recordaba en algo a aquel pobre hombre que había muerto.

—Mi querido Richard —dije—, éste es un mal principio para nuestra conversación.

—Ya sabía que me ibas a decir eso, señora Durden.

—Y no seré yo la única, querido Richard. No fui yo quien te aconsejó una vez que nunca buscaras esperanzas en la maldición de la familia.

—¡Ya vuelves otra vez a John Jarndyce! —exclamó Richard, impaciente—. ¡Bien! Tarde o temprano teníamos que llegar a él, pues se halla en la clave de lo que tengo que decir, y más vale que sea temprano. Mi querida Esther, ¿cómo puedes estar tan ciega? ¿No ves que es parte interesada, y que quizá a él le venga muy bien desear que yo no sepa nada del pleito ni me interese por éste, pero que quizá a mí no me venga tan bien?

—Ay, Richard —le contesté—, ¿es posible que puedas haberlo visto y oído, que puedas haber vivido bajo su techo y que, sin embargo, puedas insinuarme, ni siquiera aquí, en este lugar solitario, donde nadie puede oírnos, sospechas tan indignas?

Se ruborizó hasta las orejas, como si su generosidad natural sintiera una punzada de reproche. Se quedó callado un momento, antes de replicarme con voz mansa:

—Esther, estoy seguro de que sabes que no soy un mezquino, y que comprendo que la sospecha y la desconfianza son malas cualidades en alguien de mi edad.

—Lo sé perfectamente —dije—. Estoy totalmente segura de ello.

—Eres una buena amiga —comentó Richard—, y me agrada, porque me reconfortas. Necesitaba a alguien que me reconfortara en todo este asunto, porque, en el mejor de los casos, es un mal asunto, como no hace falta que te explique.

—Lo sé perfectamente —dije—. Lo sé tan bien, Richard…, ¿cómo podría decírtelo? Igual de bien que tú. Y sé igual de bien que tú qué es lo que te hace cambiar tanto.

—Vamos, hermanita, vamos —dijo Richard en torio más alegre—, sé justa conmigo en todo caso. Si yo tengo la desgracia de hallarme bajo esa influencia, también él la tiene. Si me ha cambiado en algo, quizá lo haya cambiado en algo también a él. No digo que no sea hombre honorable, aparte de todas estas complicaciones e incertidumbres; estoy seguro de que lo es. Pero esto nos ensucia a todos. Tú sabes que nos ensucia a todos. Se lo has oído decir a él más de cincuenta veces. Entonces, ¿por qué va él a escapar?

—Porque —dije— es una persona extraordinaria, y porque se ha mantenido resueltamente fuera de ese círculo, Richard.

—¡Tantos porqués! —replicó Richard, con su tono vivaz—. No estoy seguro, querida mía, de que sea prudente y acertado mantener esa indiferencia externa. Puede llevar a otras partes interesadas a descuidar sus intereses, y la gente puede irse muriendo y las cosas pueden irse olvidando, y pueden pasar en silencio muchas cosas que resultan muy cómodas.

Me sentí tan llena de compasión por Richard, que no pude hacerle otro reproche, ni siquiera con la mirada. Recordé lo comprensivo que había sido mi Tutor con sus errores, y la falta total de resentimiento con que los había mencionado.

—Esther —continuó diciendo Richard—, no vayas a suponer que he venido aquí a hacer acusaciones subrepticias contra John Jarndyce. No he venido más que a justificarme. Lo que digo es que todo estaba muy bien, y nos llevábamos muy bien, cuando yo era un muchacho, independientemente de este mismo pleito; pero en cuanto empecé a interesarme en él y a estudiarlo, entonces todo cambió. Después, John Jarndyce descubre que Ada y yo tenemos que romper, y que si yo no cambio esa conducta reprensible, no soy digno de ella. Pues, bueno, Esther, no tengo intención de modificar esa conducta reprensible: no quiero obtener la buena opinión de John Jarndyce en esas condiciones tan injustas que no tiene ningún derecho a dictar. Le guste o no, tengo que mantener mis derechos, y los de Ada. He estado pensando mucho al respecto, y ésa es la conclusión a la que he llegado.

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