Casa desolada (87 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

BOOK: Casa desolada
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Era inútil decir nada más, así que propuse que fuéramos a reunirnos con Ada y Richard, que iban un poco por delante de nosotros, y renuncié, desesperada, al señor Skimpole. Aquella mañana él había ido a la Mansión, y a lo largo del paseo nos describió ingeniosamente los cuadros de familia. Entre las ladies Dedlock del pasado había unas pastoras tan portentosas que en sus manos los pacíficos cayados se convertían en armas de asalto. Cuidaban de sus ganados ataviadas severamente de tafetán y cuidadosamente empolvadas, y se colocaban sus lunares artificiales para aterrar a los campesinos, igual que los jefes de otras tribus se ponían su pintura de guerra. Había un Sir Nosequé Dedlock en medio de una batalla, se veía estallar una mina, había mucho humo, relámpagos, una ciudad incendiada y un fuerte atacado, todo lo cual se apercibía entre las patas traseras de su caballo, lo cual demostraba, suponía el señor Skimpole, la poca importancia que atribuía un Dedlock a tamañas futesas. Nos contó que, evidentemente, toda aquella raza había sido en vida lo que él calificaba de «gente disecada»: una gran colección de personas con ojos de cristal, asentada de forma perfectamente correcta en sus diversas ramas y perchas, sin ningún movimiento, y siempre metidas en fanales de cristal.

Ahora yo ya no me sentía nada cómoda cuando alguien mencionaba aquel apellido, de forma que me sentí aliviada cuando Richard, con una exclamación de sorpresa, se fue corriendo al encuentro de un desconocido, a quien vio acercándose lentamente hacia nosotros.

—¡Dios mío! —dijo Skimpole—. ¡Vholes!

Todos preguntamos si era un amigo de Richard.

—Amigo y asesor jurídico —dijo Skimpole—. Bueno, mi querida señorita Summerson, si busca usted sentido común, responsabilidad y respetabilidad, todo junto; si busca usted un hombre ejemplar,
ese
hombre es Vholes.

Dijimos que no sabíamos que Richard contara la asistencia de nadie que se llamara así.

—Cuando salió de la infancia legal —nos explicó el señor Skimpole—, se separó de nuestro convencional amigo Kenge y se unió, según creo, a Vholes. De hecho, sé que fue así, porque fui yo quien se lo presentó a Vholes.

—¿Lo conocía usted desde hacía mucho tiempo? —preguntó Ada.

—¿A Vholes? Mi querida señorita Clare, he tenido el mismo trato con él que con varios caballeros de la misma profesión. Había hecho algo de forma muy agradable y cortes: actuado contra mí, creo que es la expresión, y todo aquello terminó en que me llegó una orden de detención. Alguien tuvo la bondad de intervenir y pagar la suma…, era algo con cuatro peniques; no recuerdo cuántas libras ni cuántos chelines, pero recuerdo los cuatro peniques, porque entonces me pareció sorprendente que yo pudiera deberle a alguien cuatro peniques, y después lo presenté el uno al otro. Vholes me pidió que los presentara, y lo hice. Ahora que lo pienso —dijo, mirándonos interrogante, y con la más franca de sus sonrisas al descubrirlo—, Vholes quizá me sobornó. Me dio algo y dijo que era mi comisión. ¿Fue un billete de cinco libras? ¡La verdad es que creo que
debe
de haber sido un billete de cinco libras!

No pudo seguir reflexionando sobre el asunto, porque se nos volvió a unir Richard, muy agitado, y nos presentó a Vholes: individuo cetrino con labios apretados como si tuviera frío, erupciones rojizas en distintos puntos de la cara, alto y delgado, de unos cincuenta años, la cabeza metida entre los hombros y un poco jorobado. Iba vestido de negro, con guantes negros, y estaba abotonado hasta la barbilla, pero lo más notable en él eran sus modales desganados y la forma en que contemplaban fijamente a Richard.

—Espero no molestarlas, señoras —dijo el señor Vholes, y entonces observé que tenía otra cosa de notable, y era que hablaba como para sus adentros—. Había quedado con el señor Carstone en que estuviera siempre informado de cuándo aparecía su causa en el diario del Canciller, y como anoche uno de mis pasantes me informó después del correo de que había aparecido, de forma un tanto inesperada, en el diario de mañana, me metí en la diligencia a primera hora de hoy, y he venido a conferenciar con él.

—Sí —dijo Richard, acalorado y mirándonos triunfal a Ada y a mí—, ahora no hacemos las cosas lentamente, como antes. ¡Ahora vamos a toda velocidad! Señor Vholes, hemos de alquilar algo para llegar al pueblo de las postas y atrapar la diligencia de esta noche, a fin de llegar a la capital a tiempo.

—Como usted diga, señor mío —contestó el señor Vholes—. Estoy a su servicio.

—Veamos —dijo Richard mirando el reloj—. Si voy corriendo a las Armas y cierro mi portamantas y pido y consigo una tartana o una silla de posta, o lo que haya, dispondremos de una hora antes de ponernos en marcha. Prima Ada, ¿querréis tú y Esther atender al señor Vholes durante mi ausencia?

Se marchó inmediatamente, acalorado y apresurado, y pronto desapareció en la luz del atardecer. Los que quedábamos seguimos paseando hacia la casa.

—Caballero, ¿es necesario que el señor Carstone esté presente mañana? —pregunté—. ¿Sirve de algo?

—No, señorita —replicó el señor Vholes—. No que yo sepa.

Tanto Ada como yo manifestamos pesar porque en tal caso tuviera que irse, sólo para llevarse una desilusión.

—El señor Carstone ha establecido el principio de vigilar sus propios intereses —dijo el señor Vholes—, y cuando un cliente establece sus propios principios, y no son inmorales, me incumbe a mí obedecerlos. En los negocios pretendo ser exacto y abierto. Soy viudo con tres hijas: Emma, Jane y Caroline, y deseo cumplir con todos mis obligaciones en esta vida, a fin de dejarles un buen nombre. Este lugar parece muy agradable, señorita.

Como esta observación iba dirigida a mí, por ser yo quien iba a su lado en nuestro paseo, asentí y enumeré sus principales atractivos.

—¿Verdaderamente? —comentó el señor Vholes—. Tengo el privilegio de mantener a mi anciano padre en el Valle de Taunton, que es donde nació, y me agrada mucho aquella comarca. No sabía que hubiera nada tan agradable por aquí.

A fin de mantener la conversación, pregunté al señor Vholes si le gustaría vivir siempre en el campo.

—Al decir eso, señorita —me contestó—, toca usted una fibra muy sensible. Mi salud no es buena (pues tengo graves problemas digestivos), y si no tuviera que pensar más que en mí mismo, me refugiaría en los hábitos rurales, dado especialmente que las preocupaciones del trabajo me han impedido siempre entrar en contacto con la sociedad en general, y especialmente con la sociedad femenina, que era con la que más aspiraba yo a tratar. Pero con mis tres hijas: Emma, Jane y Caroline, y con mi anciano padre, no puedo permitirme ser egoísta. Es cierto que ya no estoy obligado a mantener a mi querida abuela, que murió cuando tenía ciento dos años, pero sigo teniendo suficientes obligaciones como para que resulte indispensable seguir manteniendo la maquinaria en marcha.

Yo tenía que estar muy atenta para oír lo que decía, dada la forma que tenía de hablar para sus adentros y sus modales desganados.

—Les pido disculpas por mencionar a mis hijas —añadió—. Son mi debilidad. Quiero dejar a mis hijas una cierta independencia, además de un buen nombre.

Llegábamos ya a la casa del señor Boythorn, donde nos esperaba la mesa completamente preparada para el té. Volvió Richard, inquieto y apresurado, poco después, e inclinándose sobre la silla del señor Vholes le susurró algo al oído. El señor Vholes replicó en voz alta, o todo lo alta, supongo, que pudiera emplear para contestar a nadie:

—Me lleva usted, ¿verdad, señor mío? A mí me da igual. Como usted guste. Estoy enteramente a su servicio.

Por lo que siguió, colegimos que el señor Skimpole se quedaría hasta la mañana siguiente para ocupar las dos plazas que ya estaban pagadas. Como Ada y yo estábamos tristes por Richard, y lamentábamos mucho separarnos de él, aclaramos en toda la medida que la cortesía nos permitía que llevaríamos al señor Skimpole a Las Armas de Dedlock y nos retiraríamos cuando se hubieran marchado los viajeros.

Ambas nos sentimos sorprendidas cuando nos levantamos para acompañar a Richard a la posada y éste nos dijo que prefería ir solo.

—La verdad es —nos explicó por fin, con una carcajada—, aunque resulta ridículo, pero como hay que decirlo…, que allí no tienen nada, no había nada que alquilar más que coche de entierros que tiene que volver al punto de partida, y voy a llevar en él al señor Vholes.

Ada palideció y se preocupó mucho. Debo decir que yo también me sentí inquieta, y de nada me sirvió la gran disposición del señor Vholes a viajar en aquel carruaje.

Como el buen humor de Richard resultaba contagioso, subimos juntos a la colina que había encima del pueblo, donde había ordenado esperar un carricoche, y allí nos encontramos con un hombre que llevaba un farol y estaba en pie junto a un caballo blancuzco y flaco enganchado al vehículo.

Jamás me olvidaré de aquellos dos sentados juntos a la luz del farol: Richard, todo encendido, animado y reidor, con las riendas en la mano; el señor Vholes, completamente inmóvil, con sus guantes negros y abotonado hasta el cuello, mirándolo como si estuviera contemplando a su presa e hipnotizándola. Se presenta ante mí toda la imagen de la noche oscura y cálida, los relámpagos del verano, el tramo polvoriento de carretera cercado de setos y altos árboles, el caballo blancuzco y flaco con las orejas enhiestas y la marcha a toda velocidad hacia Jarndyce y Jarndyce.

Mi niña me dijo aquella noche que para ella el que en adelante Richard prosperase o se arruinase, estuviera lleno de amigos o solo, no le significaría más que, cuanto más necesitara el amor de un corazón firme, más amor le tendría que dar ese firme corazón; que él pensaba en ella pese a sus errores de aquellos momentos, y que ella pensaría siempre en él; nunca en sí misma, si podía consagrarse a él, nunca en sus propios gustos si podía satisfacer los de él.

¿Y mantuvo su palabra?

Ahora miro el camino que se extiende ante mí, cuando la distancia ya se está acortando y se empieza a ver el final del viaje, y por encima del mar muerto del pleito de la Cancillería y de toda la fruta cenicienta que lanzó a las playas
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, creo que veo a mi ángel, fiel y buena hasta el final.

38. Un combate

Cuando llegó el momento de que volviéramos a Casa Desolada, fuimos de una puntualidad exacta, y se nos hizo objeto de una bienvenida abrumadora. Yo había recuperado toda mi salud y mis fuerzas, y al ver que mis llaves estaban ya puestas en mi habitación, las sacudí como si se tratara de recibir alegremente el Año Nuevo. «Una vez más, a tus obligaciones, a tus obligaciones, Esther», me dije, «y si no te llena de alegría el tenerlas, y no estás colmada de contento y satisfacción, deberías estarlo. ¡Y eso es todo lo que tengo que decirte, querida mía!».

Las primeras mañanas fueron tan agitadas y ocupadas, dedicadas a pagar cuentas, a hacer tantos viajes de ida y vuelta al Gruñidero y a todas las demás partes de la casa, a volver a ordenar tantos cajones y armarios, y volverlo a empezar todo de nuevo, que no tuve ni un momento libre. Pero una vez ordenado y organizado todo, hice una visita de unas horas a Londres, visita que había decidido mentalmente hacer, debido a algo que contenía la carta que había destruido yo en Chesney Wold.

El pretexto para aquella visita fue Caddy Jellyby (me resultaba tan natural llamarla por su nombre de soltera, que así la llamaba siempre), y antes le escribí una nota en la que le pedía el favor de su compañía en una pequeña expedición de negocios. Salí de casa a primera hora de la mañana, y llegué a Londres tan temprano en la diligencia, que cuando arrivé a Newman Street todavía tenía todo el día por delante.

Caddy, que no me había visto desde el día de su boda, estuvo tan alegre y tan afectuosa conmigo, que casi me dio miedo de que su marido sintiera celos. Pero él, en su propio estilo, estuvo igual de mal, quiero decir de bien, y en resumen fue igual que siempre, y nadie me dejó la menor posibilidad de hacer nada meritorio.

El señor Turveydrop padre estaba en la cama, me dijeron, y Caddy le estaba moliendo el chocolate, y que un muchachito melancólico que era aprendiz (me pareció muy curioso que se pudiera ser aprendiz del oficio del baile) estaba esperando para llevárselo al piso de arriba. Caddy me dijo que su suegro era sumamente amable y considerado, y que vivían muy contentos juntos (cuando ella decía vivir juntos, quería decir que el anciano caballero se quedaba con todas las cosas buenas y los apartamentos buenos, mientras que ella y su marido se quedaban con lo que podían y estaban apretadísimos en dos habitaciones que daban encima de los establos).

—¿Y cómo está tu mamá, Caddy?

—Bueno, Esther, tengo noticias suyas —respondió Caddy— por Papá, pero la veo muy poco. Celebro decir que nos llevamos muy bien, pero Mamá cree que es algo absurdo que me haya casado con un maestro de baile, y teme que se le contagie algo a ella.

Pensé que si la señora Jellyby hubiera cumplido con sus obligaciones y deberes naturales, antes de contemplar el horizonte con un telescopio en busca de otros, habría tomado todas las precauciones posibles contra el contagio del absurdo, pero huelga decir que no se lo comenté a nadie.

—¿Y tu papá, Caddy?

—Viene todas las tardes —me dijo Caddy—, y le gusta tanto quedarse sentado en ese rincón, que da gusto verle.

Miré al rincón, y vi marcada claramente la huella de la cabeza del señor Jellyby en la pared. Resultaba un consuelo saber que había encontrado ese lugar en que reposarla.

—¿Y tú, Caddy —pregunté—, siempre ocupada, estoy segura?

—Bueno, querida mía —me contestó—, la verdad es que sí, porque voy a decirte un gran secreto: estoy aprendiendo a dar lecciones. Prince no tiene una salud muy fuerte, y quiero ayudarle. Entre la escuela y las clases de aquí y los alumnos particulares y los aprendices, el pobre la verdad es que tiene mucho que hacer.

La idea de los aprendices me seguía pareciendo tan rara, que pregunté a Caddy si eran muchos.

—Cuatro —dijo Caddy—. Uno interno y tres externos. Son unos niños muy buenos, sólo que cuando se juntan, se
empeñan
en ponerse a jugar, como niños que son, en lugar de dedicarse a su trabajo. Así que ahora el muchachito que acabas de ver valsea a solas en la cocina, y a los otros los repartimos por la casa como podemos.

—Sólo para aprender los pasos, ¿no? —pregunté.

—Sólo los pasos —me aclaró Caddy—. Así practican un número determinado de horas seguidas, sean los que sean los pasos que les tocan. Bailan en la academia, y en esta época del año hacemos Figuras todas las mañanas a las cinco.

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