Casa desolada (94 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

BOOK: Casa desolada
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¿Es miedo o es ira? Él no puede estar seguro. Ambos podrían reflejarse en la misma palidez, en la misma decisión.

—¿Lady Dedlock?

Al principio ella no habla, ni siquiera tras dejarse caer lentamente en la butaca que hay junto a la mesa. Se miran el uno al otro, como dos cuadros.

—¿Por qué ha contado usted mi historia a tanta gente?

—Lady Dedlock, tenía que comunicarle a usted que la conocía.

—¿Cuánto tiempo hace que la conoce?

—La sospecho desde hace mucho tiempo; la conozco completamente desde hace muy poco.

—¿Unos meses?

—Unos días.

Se queda en pie ante ella, con una mano en el respaldo de una silla y la otra entre su chaleco anticuado y la pechera de la camisa, en la postura que siempre ha adoptado ante ella desde el día en que se casó. La misma cortesía formal, la misma deferencia compuesta, que igual podría ser un gesto de desafío; todo el hombre es el mismo objeto oscuro y frío, y se mantiene a la misma distancia, que nada ha disminuido jamás.

—¿Es verdad lo que ha dicho de la pobre muchacha?

Él se inclina levemente y baja la cabeza, como si no acabara de comprender la pregunta.

—Ya sabe usted lo que ha relatado. ¿Es verdad? ¿También los amigos de ella saben mi historia? ¿Es ya objeto de chismorreo? ¿Es algo que escriben por las paredes y pregonan por las calles?

¡Vaya! Ira, temor y vergüenza. Todo al mismo tiempo. ¡Qué fuerte es esta mujer si sabe tener a raya estas tres pasiones! Ésa es la forma que adoptan los pensamientos del señor Tulkinghorn cuando la mira, con las cejas grises e hirsutas contraídas un pelo más de lo habitual, bajo la mirada de ella.

—No, Lady Dedlock. Ése era un caso hipotético, provocado por la forma en que Sir Leicester trataba inconscientemente del asunto de forma tan arrogante. Pero sería un caso real si supieran… lo que nosotros sabemos.

—Entonces, ¿todavía no lo saben?

—No.

—¿Puedo evitarle problemas a la muchacha antes de que se enteren?

—Verdaderamente, Lady Dedlock —responde el señor Tulkinghorn—, no puedo darle una opinión satisfactoria a ese respecto.

Y piensa, con el interés de una curiosidad atenta, al observar la lucha que se desarrolla en el seno de ella: «¡La fuerza y el poder de esta mujer son asombrosos!».

—Señor mío —dice ella, obligada de momento a aplicar todas sus energías a comprimir los labios, si quiere hablar comprensiblemente—, voy a decírselo con más claridad. No pongo en tela de juicio su caso hipotético. Ya lo tenía previsto, y advertí su autenticidad con tanta claridad como usted cuando vi aquí al señor Rouncewell. Comprendí perfectamente que si él hubiera tenido la facultad de verme tal cual he sido, consideraría que la pobre muchacha estaba manchada por haber sido durante un momento, aunque fuera con toda inocencia, el objeto de mi grande y distinguida protección. Pero me intereso por ella, o más bien debería decir (dado que mi lugar ya no está aquí) que lo sentía, y si puede usted encontrar suficiente consideración por la mujer que tiene usted a su merced como para recordarlo, ésta agradecerá mucho su compasión.

El señor Tulkinghorn, que escucha muy atento, desecha la frase con un encogimiento de hombros para quitarse importancia, y frunce un poco más el ceño.

—Me ha preparado usted para la denuncia, y eso también se lo agradezco. ¿Quiere usted algo más de mí? ¿Hay algún derecho al que deba renunciar, o algún problema o alguna acusación que pueda ahorrarle a mi marido para que él quede exonerado, si certifico la exactitud de lo que usted ha descubierto? Estoy dispuesta a escribir ahora mismo lo que quiera usted dictarme. Estoy preparada.

¡Y lo haría!, piensa el abogado, contemplando la firmeza de la mano con que toma ella la pluma.

—No se moleste, Lady Dedlock. Le ruego que no haga nada.

—Llevo mucho tiempo esperando esto, como sabe usted muy bien. No deseo evitarme sufrimientos ni que me los eviten. No puede usted hacerme nada peor de lo que ya ha hecho. Ahora, haga lo que le quede por hacer.

—Lady Dedlock, no me queda nada por hacer. Le ruego autorización para decirle unas palabras cuando haya terminado usted.

Debería haber pasado ya la necesidad de observarse el uno al otro, pero siguen haciéndolo, y las estrellas observan a ambos por la ventana abierta. A lo lejos, a la luz de la luna, yacen los campos y los bosques, en paz, y la gran mansión está tan silenciosa como la última morada. ¡La última! ¿Dónde están el sepulturero y la pala en esta noche tranquila, destinada a añadir el último gran secreto a los múltiples secretos de la existencia de Tulkinghorn? ¿Ha nacido ya el sepulturero, se ha fabricado ya la pala? Curiosa pregunta que contemplar, quizá más curiosa que no contemplar, bajo las estrellas que lo observan todo en una noche de verano.

—No diré una palabra de arrepentimiento, ni de remordimiento, ni de ninguno de mis sentimientos —continúa diciendo Lady Dedlock al cabo de un momento—. Si yo no fuera muda, usted sería sordo. Dejémoslo. No es para los oídos de usted.

Él hace un amago de protesta, pero ella lo descarta con una mano desdeñosa.

—He venido a hablarle de cosas distintas y muy diferentes. Todas mis joyas se hallan en su sitio de siempre. Allí se encontrarán. Lo mismo digo de mis vestidos. Y de todo lo que tengo de valor. Llevo encima algo de dinero liquido, celebro comunicarle, pero no es una gran suma. No me he puesto uno de mis vestidos para que no me vean. Me marcho para desaparecer a partir de este momento. Comuníquelo. Es el único encargo que le hago.

—Disculpe, Lady Dedlock —dice el señor Tulkinghorn, imperturbable—; no estoy seguro de comprenderla. ¿Se marcha usted…?

—Para desaparecer de la vista de todos. Esta noche me marcho de Chesney Wold. Ahora mismo.

El señor Tulkinghorn menea la cabeza. Ella se levanta; pero él, sin apartar la mano que tiene en el respaldo de la silla ni la que ha colocado entre el chaleco anticuado y la pechera de la camisa, niega con la cabeza.

—¿Cómo? ¿Que no me marche como he dicho?

—No, Lady Dedlock —replica muy tranquilo él.

—¿Sabe usted qué alivio significará mi desaparición? ¿Ha olvidado usted la mancha y la deshonra para esta mansión, y dónde están, y quién los representa?

—No, Lady Dedlock; en absoluto.

Ella, sin dignarse replicar, va hacia la puerta interior y pone la mano en ella cuando Tulkinghorn le dice, sin mover mano ni pie ni elevar la voz:

—Lady Dedlock, tenga la bondad de detenerse y escucharme, o antes de que llegue usted a la escalera toco el timbre y levanto a toda la casa. Y entonces habré de hablar delante de todos los invitados y todos los criados, delante de todos los hombres y todas las mujeres que hay en ella.

La ha vencido. Ella titubea, tiembla y, confusa, se lleva la mano a la cabeza. Serían leves indicios en cualquier otra persona, pero cuando un ojo tan experto como el del señor Tulkinghorn ve la indecisión un solo momento en una persona así, advierte perfectamente lo que vale.

Repite inmediatamente:

—Tenga la bondad de escucharme, Lady Dedlock —y hace un gesto hacia la silla de la que se acaba de levantar ella, que titubea, pero él vuelve a hacer el mismo gesto, y ella se sienta.

—Las relaciones entre nosotros son poco gratas, Lady Dedlock, pero como no son culpa mía, no me voy a disculpar por ellas. Usted conoce tan bien cuál es mi posición con Sir Leicester que no puedo por menos de imaginar que desde hace mucho tiempo debe usted de haber considerado que yo era la persona natural para hacer este descubrimiento.

—Señor mío —responde ella, sin levantar la vista del suelo en el que ahora la tiene fija—, más vale que me vaya. Hubiera sido mucho mejor no detenerme. No tengo nada más que decirle.

—Discúlpeme, Lady Dedlock, si le digo que tiene algo más que escuchar.

—Entonces deseo escucharlo junto a la ventana. Aquí me estoy sofocando.

La mirada de sospecha que le lanza él cuando ella va a la ventana revela la aprensión momentánea de que se le haya ocurrido dar un salto, aplastarse contra la balaustrada y la cornisa y caer sin vida a la terraza de abajo. Pero un momento de observación de su figura cuando se queda parada junto a la ventana, sin ningún apoyo, contemplando las estrellas que tiene delante (no las de arriba), contemplando sombría esas estrellas que están bajas, lo tranquiliza. Como él giró cuando se desplazó ella, ahora él está un poco tras Lady Dedlock.

—Lady Dedlock, todavía no he podido deducir una solución que me parezca satisfactoria acerca de lo que debo hacer. No tengo claro lo que he de hacer ni cómo actuar. Entre tanto, he de pedirle que mantenga usted su secreto, igual que lo ha mantenido durante tanto tiempo, y que no se extrañe si yo también lo mantengo.

Hace una pausa, pero no recibe respuesta.

—Discúlpeme, Lady Dedlock. Es una cuestión importante. ¿Me honra usted con su atención?

—Sí.

—Gracias. Hubiera debido saberlo, por lo que he podido comprender de su fuerza de carácter. No debería haberlo preguntado, pero tengo la costumbre de asegurarme del terreno que piso, paso a paso, según voy avanzando. La única persona a la que se ha de tener en cuenta en este lamentable caso es a Sir Leicester.

—Entonces —pregunta ella en voz baja, y sin apartar la mirada melancólica de las estrellas lejanas—, ¿por qué me retiene usted en esta casa?

—Porque él es a quien debemos tener en cuenta, Lady Dedlock. Huelga decirle que Sir Leicester es un hombre muy orgulloso, que tiene confianza implícita en usted, que si esa luna se cayera del cielo, no le sorprendería más que si cayera usted de su elevada posición como esposa de él.

Ella respira rápidamente y jadeante, pero se mantiene tan impávida como siempre la ha visto, incluso en medio de la compañía de más elevada condición.

—Le declaro, Lady Dedlock, que si no dispusiera de un caso tan firme como éste hubiera tenido tantas esperanzas de arrancar por mis propias fuerzas y con mis propias manos el árbol más añoso de este parque como de quebrantar la confianza de Sir Leicester en usted y la influencia de usted sobre él. E incluso ahora, con este caso, titubeo. No es que él pudiera dudarlo (eso es imposible, incluso para él), pero sí que no hay duda que pueda prepararlo para tamaño golpe.

—¿Ni mi huida? —pregunta ella—. Píenselo otra vez.

—Su huida, Lady Dedlock, revelaría toda la verdad, y cien veces toda la verdad, al mundo entero. Sería imposible salvar ni por un día el prestigio de la familia. Es inconcebible.

Esta réplica revela una decisión tranquila que no admite discusión.

—Cuando digo que Sir Leicester es la única persona a quien tener en cuenta me refiero a él y a toda la familia. Sir Leicester y el título de baronet, Sir Leicester y Chesney Wold, Sir Leicester y sus antepasados y su patrimonio —dice el señor Tulkinghorn, que habla sin inflexiones— son, no necesito decírselo a usted, Lady Dedlock, inseparables.

—¡Continúe!

—En consecuencia —añade el señor Tulkinghorn, que sigue exponiendo su caso con su monotonía habitual—, son muchas las cosas que he de tener en cuenta. Esto debe mantenerse en silencio, si es posible. ¿Cómo lograrlo si Sir Leicester pierde el control o muere? Si mañana por la mañana le sometiera yo a este escándalo, ¿cómo podría explicarse un cambio inmediato en él? ¿Qué podría haberlo causado? ¿Qué podría haberlos separado a ustedes? Lady Dedlock, los letreros de las paredes y los pliegos de cordel comenzarían inmediatamente, y ha de recordar usted que no se referirían a usted únicamente (a quien no puedo tener en cuenta para nada en este asunto), sino a su marido, Lady Dedlock, a su marido.

A medida que va avanzando se expresa con más claridad, pero sin un ápice más de énfasis ni de animación.

—Existe otro punto de vista —continúa— para contemplar el caso. Sir Leicester la ama usted casi hasta la sinrazón. Es posible que no pudiera superar esa sinrazón, ni siquiera después de saber lo que sabemos. Estoy llevando las cosas al extremo, pero podría ocurrir. En tal caso, mejor es que no sepa nada. Mejor para el sentido común, mejor para él y mejor para mí. He de tener todo esto en cuenta, y todo ello se suma para hacer que resulte muy difícil adoptar una decisión.

Ella se queda mirando a las mismas estrellas sin decir una palabra. Están empezando a palidecer, y da la sensación de que su frialdad la ha helado a ella.

—Mi experiencia me enseña —dice el señor Tulkinghorn, que ahora se ha metido las manos en los bolsillos y sigue estudiando de modo práctico el asunto, como una máquina—. Mi experiencia me enseña, Lady Dedlock, que casi toda la gente que conozco haría mejor en no contraer matrimonio. El matrimonio se halla en la base de las tres cuartas partes de sus problemas. Es lo que pensé cuando se casó Sir Leicester, y eso es lo que sigo pensando ahora. Basta ya de eso. Ahora debo guiarme por las circunstancias. Entre tanto, he de rogarle que guarde usted su secreto, y yo guardaré el mío.

—¿He de seguir arrastrando mi vida actual y seguir sufriendo para mayor placer de usted un día tras otro? —pregunta ella, que sigue mirando al cielo distante.

—Sí, eso me temo, Lady Dedlock.

—¿Considera usted necesario que yo siga atada al poste del suplicio?

—Estoy seguro de que lo que recomiendo es lo necesario.

—¿He de seguir en esta plataforma de oropel en la que se lleva representando mi engaño desde hace tanto tiempo, y que ha de caer bajo mí cuando dé usted la señal? —pregunta ella lentamente.

—Pero no sin advertírselo, Lady Dedlock; no adoptaré ninguna medida sin advertírselo antes.

Ella formula todas sus preguntas como si las repitiera de memoria, como si las dijera en sueños.

—¿Cuando nos veamos será igual que antes?

—Exactamente igual que antes, se lo ruego.

—¿He de seguir ocultando mi culpa, como he hecho durante tantos años?

—Como ha hecho usted durante tantos años. Yo no hubiera aludido a ello, Lady Dedlock, pero ahora puedo recordarle que su secreto no puede resultarle más gravoso que antes, y no está ni mejor ni peor guardado que antes. Yo lo sé con toda seguridad, pero creo que nunca hemos confiado totalmente el uno en el otro.

Ella sigue absorta en la misma postura congelada durante un tiempo antes de preguntar:

—¿Queda algo más que decir esta noche?

—Bueno —replica metódicamente el señor Tulkinghorn mientras se frota silenciosamente las manos—, me gustaría contar con la seguridad de su aquiescencia con mis disposiciones, Lady Dedlock.

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