Casa desolada (92 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

BOOK: Casa desolada
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Doodle ha concluido que debía entregarse al país, entrega que se efectúa, sobre todo, en forma de monedas de a soberano y de jarras de cerveza. En este estado metamorfoseado se halla disponible en muchas partes a la vez y puede entregarse a una parte considerable del país al mismo tiempo. Como Britannia está muy ocupada en embolsarse a Doodle en forma de monedas de a soberano y en tragarse a Doodle en forma de cerveza, y en jurar y perjurar que no está haciendo ninguna de las dos cosas (evidentemente, como contribución a su gloria y su moralidad), la temporada de Londres termina repentinamente porque todos los Coodleístas y todos los Doodleístas se dispersan para ayudar a Britannia en esos ejercicios piadosos.

En consecuencia, la señora Rouncewell prevé, aunque todavía no le han enviado instrucciones, que cabe esperar en breve a la familia, junto con un buen séquito de primos y otros que puedan ayudar de un modo u otro en la gran Tarea Constitucional. Y de ahí que esa anciana majestuosa aproveche al máximo el tiempo disponible para subir y bajar las escaleras, pasar por galerías y pasillos y por los aposentos para presenciar, antes de pasar más adelante, que todo está listo, que los pisos están encerados y brillantes, las alfombras extendidas, las cortinas desempolvadas, las camas hechas y las almohadas ahuecadas, las alacenas y cocinas listas para la acción, y todo dispuesto como corresponde a la dignidad de los Dedlock.

Esta tarde de verano, cuando se pone el sol, han terminado los preparativos. La casa presenta un aspecto serio y solemne, con todo dispuesto para que la habiten, pero sin más habitantes que los retratados en las paredes. Así vivieron y murieron éstos, podría cavilar un Dedlock en residencia al pasar a su lado; así vieron esta galería callada y en calma, como la veo yo ahora; así pensarían, como pienso yo ahora, en el hueco que dejarían en este reino cuando se fueran; así les parecería, como me parece a mí, difícil de creer que pudiera existir sin ellos; así se alejarían de mi mundo, como me alejo yo del de ellos y cierro ahora la puerta que resuena; así pasearían sin dejar un hueco tras ellos, y así morirían.

La luz, rica, lujuriante, abundante como la abundancia que da el verano al país, la misma luz que está excluida de otras ventanas, entra por algunas de las ventanas a las que hace brillar, tan bellas desde fuera y que a esta hora del atardecer no están enmarcadas en piedra de un gris monótono, sino en una casa gloriosa de oro. Y entonces, los Dedlock congelados se deshielan. Sus rasgos se llenan de extraños movimientos cuando juegan en ellos las sombras de las hojas. Un estólido Justicia Mayor que hay en una esquina hace un guiño caprichoso. Un baronet contemplativo, con un bastón de mando, adquiere un hoyuelo en la barbilla. Por el seno de una pastora de piedra entra un brillo de luz y calor que le hubiera venido bien hace cien años. Una antepasada de Volumnia, con zapatos muy altos, igual que los de esta última (como si proyectara ante ella la sombra virginal de esa doncella con doscientos años de antelación) se dota de un halo y se convierte en una santa. Una dama de honor de la corte de Carlos II, con grandes ojos redondos (y otros encantos en consonancia), parece estar bañada en agua brillante, que hace ondulaciones con la luz.

Pero va apagándose el fuego del sol. Ahora, incluso el piso empieza a caer en la sombra, y ésta va ascendiendo lentamente por las paredes y va abatiendo a los Dedlock, como la edad y la muerte. Y ahora, sobre el retrato de Milady que hay encima de la gran chimenea, cae de algún árbol añoso una extraña sombra, que le hace ponerse pálido y tembloroso, y da la sensación de que un gran brazo sostuviera un velo o un capuchón en espera de echárselo encima. La sombra de la pared va subiendo y ennegreciéndose, ya hay un brillo rojizo en el techo, y por fin se apaga el fuego.

Toda la perspectiva, que tan próxima parecía desde la terraza, se, ha ido alejando solemnemente y ha cambiado (no es la primera ni será la última de las cosas hermosas que parecían tan cercanas y que cambian) para transformarse en un fantasma distante. Se levantan unas leves nieblas, va cayendo el rocío y el aire se llena de los dulces aromas del jardín. Ahora los bosques se asientan en grandes bloques, como si cada uno de ellos se resolviera en un solo árbol profundo. Y ahora se levanta la luna, que los separa y que brilla acá y acullá en líneas horizontales tras sus troncos, y convierte a la avenida en un pavimento de luz entre altos arcos catedralicios fantásticamente rotos.

Ya está alta la luna, y la gran casa, que necesita más que nunca estar habitada, es como un cuerpo sin vida. Ahora resulta incluso terrible deslizarse por su interior, pensar en los seres vivientes que han dormido en sus solitarios dormitorios, por no decir nada de los muertos. Ya es el momento de las sombras, en el que cada rincón es una caverna y cada paso de bajada es como un pozo, cuando las vidrieras de colores se reflejan en tonos pálidos y desvaídos en los suelos, cuando se puede ver en las grandes vigas de la escalera todo, cualquier cosa, salvo sus verdaderas formas, cuando las armaduras emiten reflejos oscuros que no se pueden distinguir fácilmente de un movimiento cauteloso, y cuando los cascos con celada sugieren temerosamente que hay cabezas en su interior. Pero, de todas las sombras que hay en Chesney Wold, la sombra que en el salón largo se cierne sobre el retrato de Milady es la primera en llegar y la última en verse perturbada. A esta hora y con esta luz se convierte en unas manos que se levantan amenazantes y que se dirigen contra la hermosa faz con cada soplo de aire.

—No está bien, señora —dice un lacayo en la sala de audiencias de la señora Rouncewell.

—¡Que no está bien Milady! ¿Qué le pasa?

—Bueno, señora, la verdad es que Milady no está bien desde la última vez que vino. No quiero decir con la familia, señora, sino cuando vino aquí como ave de paso, digamos. Milady no ha salido mucho para su costumbre, y ha pasado mucho tiempo en sus aposentos.

—Thomas, ¡Chesney Wold hará que Milady se sienta bien! —replica el ama de llaves con complacencia orgullosa—. No hay aire más sano ni tierra más saludable en el mundo.

Es posible que Thomas tenga sus propias opiniones a estos respectos; es probable que las sugiera por la forma en que se atusa el pelo repeinado desde la nuca hasta las cejas, pero se abstiene de expresarlas de otro modo y se retira a la sala de la servidumbre para regalarse con una empanada de carne y una cerveza.

Este lacayo es el pez piloto que viene antes del noble tiburón. A la tarde siguiente llegan Sir Leicester y Milady con el mayor de sus séquitos, y con ellos llegan los primos y otros personajes procedentes de todos los puntos de la rosa de los vientos. Durante varias semanas seguirán llegando y marchándose hombres misteriosos y anónimos que pululan por todas las partes del país por las que Doodle se esparce ahora cual chaparrón dorado y acervezado, pero que no son sino personas de ánimo inquieto y que nunca hacen nada en ninguna parte.

En esas ocasiones nacionales, Sir Leicester encuentra útiles a sus primos. Imposible encontrar a nadie mejor que el Honorable Bob Stables para invitar a cenar a los miembros de la Partida de Caza. Dificilísimo sería encontrar caballeros más presentables que los otros primos para cabalgar hasta los centros de votación y los mítines a demostrar que son los defensores de Inglaterra. Volumnia es un poco lenta, pero de buen linaje, y son muchos los que aprecian su animada conversación, sus adivinanzas francesas (tan antiguas que gracias al paso del tiempo casi se han vuelto a hacer nuevas), así como el honor de llevar a la bella Dedlock a cenar o incluso el privilegio de sostener su mano en el baile. En esas ocasiones patrióticas, el baile puede ser un servicio patriótico, y a Volumnia se la ve dar saltitos constantemente, en aras de un país desagradecido y que no le confiere una pensión.

Milady no se toma demasiadas molestias para atender a sus múltiples invitados, y como todavía no se siente bien, es raro verla aparecer hasta el final del día. Pero durante todas las cenas aburridas, los almuerzos soporíferos, los bailes mortíferos y otros festejos melancólicos, su mera aparición es un alivio para todos. En cuanto a Sir Leicester, considera totalmente imposible que a nadie que tenga la buena fortuna de verse recibido bajo su techo le pueda faltar nada de nada, y en un estado de sublime satisfacción se pasea entre la concurrencia con majestuosa impavidez.

A diario, los primos trotan por el polvo y galopan por la hierba de los caminos, van a los mítines y a las cabinas de votación (con guantes de cuero y látigos de caza a las sedes del condado, y con guantes de cabritilla y bastones de montar a los pueblos), y a diario vuelven con informes sobre los que pensará Sir Leicester después de cenar. A diario, los hombres inquietos que no tienen una ocupación en la vida presentan el aspecto de estar muy ocupados. A diario, Volumnia celebra una conversación entre primos con Sir Leicester sobre el estado de la nación, por la que Sir Leicester está dispuesto a concluir que Volumnia es más reflexiva de lo que pensaba él.

—¿Qué tal nos va? —pregunta la señorita Volumnia con una palmadita—. ¿Entramos seguros?

Ya está casi terminada la gran empresa, y dentro de unos días Doodle dejará de clamar al país. Sir Leicester acaba de aparecer en el salón largo después de la cena, como una estrella brillante rodeada de nubes de primos.

—Volumnia —replica Sir Leicester, que lleva una lista en una mano—, nos va tolerablemente bien.

—¡Sólo tolerablemente!

Aunque es verano, Sir Leicester siempre tiene encendida su propia chimenea. Ocupa su asiento de costumbre cerca de la pantalla, y repite, con gran firmeza y algo de desagrado, como quien dice: «Yo no soy un hombre corriente, y cuando digo «tolerablemente» no se debe entender en el sentido corriente»:

—Volumnia, nos va tolerablemente bien.

—Por lo menos tú no tendrás oposición —afirma Volumnia con seguridad.

—No, Volumnia. Lamento decir que este país desquiciado ha perdido el sentido en muchos respectos, pero…

—No ha llegado a ese grado de locura. ¡Celebro saberlo!

La forma en que Volumnia termina su frase la devuelve al favor. Sir Leicester, con una graciosa inclinación de cabeza, parece decirse a sí mismo: «Esta mujer es sensata, a fin de cuentas, aunque a veces sea una precipitada».

De hecho, en cuanto a esta cuestión de la oposición, la observación de la bella Dedlock era superflua, pues en estas ocasiones Sir Leicester siempre hace triunfar su propia candidatura, como una especie de magnífico pedido al por mayor, que se le ha de entregar inmediatamente. Hay otras dos circunscripciones que le pertenecen y a las que trata como pequeños pedidos sin importancia, pues se limita a enviar a ellas sus candidatos y decir a los comerciantes: «Tengan la bondad de hacerme con estos materiales dos Miembros del Parlamento y mandármelos a casa cuando estén hechos».

—Lamento decir, Volumnia, que en muchas partes la gente ha dado muestras de ánimo avieso, y que esta oposición al Gobierno ha sido del carácter más decidido e implacable.

—¡Malvados! —exclama Volumnia.

—Incluso —continúa Sir Leicester, contemplando a los primos circunyacentes, tendidos en sofás y otomanas—, incluso en muchos (de hecho en casi todos) de los lugares en los que el Gobierno ha triunfado contra una facción…

(Obsérvese, dicho sea de paso, que para los doodleístas los coodleístas siempre son una facción, y que los coodleístas ocupan exactamente la misma posición respecto de los doodleístas.)

—Incluso allí me siento escandalizado, y lo digo como buen inglés, al verme obligado a deciros que el Partido no ha podido triunfar sino a costa de grandes gastos —y Sir Leicester contempla a los primos con una indignación cada vez mayor y una mayor dignidad—. ¡Cientos, cientos de miles de libras!

Si Volumnia tiene un defecto, es el de ser un poquito inocente, dado que esa inocencia, que iría muy bien con un delantal y un babero, está un poco fuera de tono con el colorete y el collar de perlas. En todo caso, impulsada por su inocencia, pregunta:

—¿Para qué?

—Volumnia —le reprocha Sir Leicester con la mayor severidad—. ¡Volumnia!

—No, no, si no quería preguntar para qué —exclama Volumnia con su gritito favorito—. ¡Qué tonta soy! ¡Quería decir que qué pena!

—Celebro —replica Sir Leicester— que quisieras decir qué pena.

Volumnia se apresura a expresar su opinión de que a esa gente horrible habría que juzgarla por traición y obligarla a dar su apoyo al Partido.

—Celebro, Volumnia —repite Sir Leicester, sin tener en cuenta esos dulces sentimientos—, que quisieras decir qué pena. Pero, como sin darte cuenta y sin pretender hacer esa impertinente pregunta, has preguntado «¿Para qué?», permíteme que te responda. Para los gastos necesarios. Y confío, Volumnia, en que tengas el buen sentido de no seguir con el tema, ni aquí ni en ninguna parte.

Sir Leicester se considera obligado a mirar a Volumnia con aire aplastante, porque se ha rumoreado por ahí que esos gastos necesarios figurarán en desagradable relación con el soborno en 200 solicitudes de anulación de las elecciones, y porque algunos bromistas de mal gusto han sugerido, en consecuencia, que en los servicios religiosos se suprima en adelante la oración ordinaria por las intenciones del Alto Tribunal Parlamentario, y en su lugar han recomendado que se pidan las oraciones de la congregación por 658 caballeros en muy mal estado de salud
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—Supongo —observa Volumnia, que ha tardado algo en recuperar la tranquilidad tras su reciente reprimenda— que el señor Tulkinghorn se ha estado matando a trabajar.

—No sé —dice Sir Leicester, abriendo los ojos— por qué iba el señor Tulkinghorn a matarse a trabajar. No sé cuáles son las obligaciones del señor Tulkinghorn. No es candidato.

Volumnia pensaba que quizá le hubieran encargado algún trabajo. Sir Leicester desearía saber por quién y para qué. Volumnia, decaída una vez más, sugiere que por Alguien, para dar su consejo y tomar disposiciones. Sir Leicester no sabe que ningún cliente del señor Tulkinghorn haya necesitado de su ayuda.

Lady Dedlock, sentada junto a una ventana abierta con el brazo apoyado en un cojín en el alféizar, y contemplando cómo caen en el parque las sombras del atardecer, parece estar prestando atención desde que se mencionó el nombre del abogado.

Un primo lánguido y bigotudo, en estado de suma debilidad, observa ahora desde su sofá que «una persona le ha dicho ayer que Tulkinghorn había ido, ya sabéis, a la fábrica esa, y que como la elección termina hoy, ya sabéis, sería divino que Tulkinghorn viniera con la noticia, ya sabéis, de que el candidato de Coodle ha perdido; sería divino».

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