De manera que, tras dejarlo a solas un rato con Ada, entré yo y me encontré con que mi tesoro (como ya estaba segura yo) estaba dispuesta a considerar que él tenía razón en todo lo que dijera.
—Y ¿qué tal te va, Richard? —le pregunté. Siempre me sentaba a su lado. Me trataba exactamente igual que a una hermana.
—¡Bueno! ¡No está mal! —respondió Richard.
—Más no puede decir, ¿verdad, Esther? —exclamó triunfante mi encanto.
Traté de contemplarla con el aire más severo del mundo, pero, claro, no lo logré.
—¿No está mal? —repetí.
—Sí —dijo Richard—, no está mal. Es todo un tanto monótono y rutinario. ¡Pero da lo mismo hacer eso que otra cosa!
—¡Vamos, querido Richard! —protesté.
—¿Qué tiene de malo? —preguntó Richard.
—¡Decir que da lo mismo hacer eso que otra cosa!
—No creo que eso tenga nada de malo, señora Durden —dijo Ada, que me miraba confiada desde el otro lado de Richard—, porque si da lo mismo hacer eso que otra cosa estoy segura de que lo hará muy bien, espero.
—Sí, yo también lo espero —replicó Richard retirándose despreocupado un mechón de la frente—. Después de todo, quizá no sea más que un intermedio hasta que nuestro pleito quede… ¡Ay, se me olvidaba que no debo hablar del pleito, que es terreno vedado! Sí, no está mal. Vamos a hablar de otra cosa.
Ada hubiera estado dispuesta a acceder de buena gana, y plenamente convencida de que habíamos dejado la cuestión en un estado de lo más satisfactorio. Pero a mí me parecía inútil dejar las cosas así, de modo que volví a la carga.
—No, pero Richard —dije—, y mi querida Ada. Considerad lo importante que es para los dos, y hasta qué punto tu primo, Richard, tiene empeño en que estudies en serio y sin ninguna reserva. De verdad, Ada, creo que más vale hablar del asunto en serio. Si no, dentro de poco será demasiado tarde.
—¡Sí, sí! Tenemos que hablar de ello —dijo Ada—. Pero creo que Richard tiene razón.
¿De qué me valía tratar de hablar razonablemente, cuando ella estaba tan guapa, y tan encantadora, y tan enamorada de él?
—Ayer vinieron el señor y la señora Badger, Richard —dije—, y parecían dispuestos a pensar que no te agrada demasiado la profesión.
—¿Ah, sí? —preguntó Richard—. ¡Bueno! Eso más bien cambia las cosas, porque no tenía ni idea de que lo pensaran, y no querría desencantarlos ni molestarlos. La verdad es que no me gusta demasiado. ¡Pero, vamos, no tiene importancia! ¡Lo mismo da eso que otra cosa!
—¡Ya lo oyes, Ada! —dije.
—La verdad es —dijo Richard, mitad en serio, mitad en broma— que no es exactamente lo mío… No logro interesarme. Y estoy harto de oír hablar del primero y el segundo de la señora de Bayham Badger.
—¡Estoy convencida de que eso es lo más natural del mundo! —exclamó Ada, encantada—. ¡Es exactamente lo mismo que dijimos nosotras ayer, Esther!
—Además —prosiguió Richard— es demasiado monótono, y lo de hoy es igual que lo de ayer y mañana haremos lo mismo que hoy.
—Pero me temo —observé— que eso es lo que pasa con todas las profesiones, y con la vida misma, salvo en circunstancias muy extraordinarias.
—¿Tú crees? —preguntó Richard, que seguía pensativo—. ¡Quizá! ¡Ja! Bueno, pues entonces acabamos de trazar un círculo y hemos vuelto a lo que decía yo al principio. Da lo mismo eso que cualquier otra cosa. ¡No está mal, de verdad! Vamos a hablar de otra cosa.
Pero incluso Ada, pese a su expresión enamorada —y si había parecido inocente y confiada la primera vez que la vi en medio de aquella memorable niebla de noviembre, cuanto más lo parecía ahora, cuando ya conocía yo lo inocente y confiada que era su alma—; incluso Ada, digo, negó con la cabeza y puso un gesto serio. Por eso me pareció una buena oportunidad de sugerir a Richard que si a veces era irresponsable por lo que a él mismo respectaba, yo estaba segura de que nunca querría ser un irresponsable para con Ada y que parte del afecto considerado que le tenía lo obligaba a no quitar importancia a una etapa que podía influir en las vidas de ambos. Eso le hizo ponerse casi grave.
—Mi querida Madre Hubbard —dijo—. ¡Has dado en el clavo! He pensado en eso varias veces, y me he irritado mucho conmigo mismo por proponerme tantas cosas en serio y luego… no sé por qué… no me salen nunca. No sé qué es lo que pasa. Es como si me faltara algo en lo que apoyarme. Ni siquiera tú puedes saber cuánto quiero a Ada (¡primita mía, te quiero tanto!), pero no puedo actuar con constancia en otras cosas. ¡Resulta todo tan difícil, y lleva tanto tiempo! —dijo Richard con aire contrariado.
—Quizá sea —le sugerí— porque no te gusta lo que has escogido.
—¡Pobre chico! —dijo Ada—. ¡A mí, desde luego, no me extraña!
No. De nada valía que yo intentara adoptar un aire severo. Volvía a intentarlo, pero ¿cómo iba yo a lograrlo ni cómo podía tener ningún efecto aunque lo lograse cuando Ada le ponía las manos en los hombros y él contemplaba aquellos ojos azules tan tiernos, que le devolvían la mirada?
—Ya ves, querida mía —dijo Richard mientras le acariciaba los rizos dorados una vez tras otra—; quizá he sido demasiado apresurado, o quizá es que he interpretado mal mis propias inclinaciones. No parece que vayan en ese sentido. Pero no podía saberlo hasta intentarlo. Ahora de lo que se trata es de si merece la pena deshacer todo lo que ya se ha hecho. Parece que es armar demasiado jaleo por una nadería.
—Mi querido Richard —le pregunté—, ¿cómo
puedes
decir que es una nadería?
—No es eso lo que quiero decir exactamente —me replicó—. Lo que quiero decir es que quizá sea una nadería porque quizá nunca me haga falta.
Tanto Ada como yo le respondimos que no sólo era evidente que merecía la pena deshacer lo que ya estaba hecho, sino que era preciso deshacerlo. Después yo pregunté a Richard si había pensado en otra profesión que le conviniera más.
—Bueno, mi querida señora Shipton —dijo Richard—. Vuelves a acertar. Sí que lo he pensado. He estado pensando que lo mío es el derecho.
—¡El derecho! —repitió Ada como si la palabra le diera miedo.
—Si entrase en el bufete de Kenge —explicó Richard—, y si Kenge me hiciera pasante suyo, podría mantenerme al tanto del (¡ejem!), del terreno vedado, y podría estudiarlo y dominarlo, y convencerme de que no estaba descuidado, y de que se llevaba correctamente. Podría proteger los intereses de Ada y los míos (¡que son los mismos!), y podría dedicarme a estudiar el Blackstone y esos asuntos con todas mis fuerzas.
Yo no estaba en absoluto tan segura de ello, y advertí cómo su obsesión con las cosas indefinidas que podrían salir de aquellas esperanzas tanto tiempo frustradas hacía que a Ada se le ensombreciera el rostro. Pero creí que lo mejor sería darle alientos en cualquier proyecto que requiriese un trabajo constante, y me limité a advertirle que estuviera bien seguro de que ahora verdaderamente estaba decidido.
—Mi querida Minerva —replicó Richard—, soy tan firme como tú. He cometido un error; todos podemos cometerlos; no voy a cometer más, y me voy a convertir en un abogado como hay pocos. Claro que eso será —añadió Richard, volviendo a sumirse en dudas— si verdaderamente merece la pena, después de todo, armar tanto jaleo por una nadería.
Esto nos llevó a nosotras a repetir, con toda gravedad, todo lo que ya habíamos dicho antes, y a llegar otra vez a una conclusión muy parecida. Pero aconsejamos con tanta firmeza a Richard que fuera franco y abierto con el señor Jarndyce, y que no lo aplazara ni un minuto más, y él era de un talante tan opuesto a todo disimulo, que inmediatamente fue a buscarlo (llevándonos consigo) e hizo una confesión general.
—Rick —dijo mi Tutor tras escucharlo atentamente—, podemos efectuar una retirada honorable y es lo que vamos a hacer. Pero hemos de actuar con cuidado (en aras de nuestra prima, Rick, en aras de nuestra prima) para no volver a equivocarnos. Por tanto, en el asunto de estudiar leyes debemos hacer una prueba completa antes de decidirnos. Vamos a estudiar el terreno con toda calma.
La energía de Richard era de un tipo tan impaciente y errático que él hubiera preferido ir inmediatamente a la oficina del señor Kenge e iniciar su pasantía con él. Sin embargo, se sometió de buen grado a la cautela que le habíamos demostrado era necesaria, y se contentó con quedarse con nosotros, muy animado y charlando como si desde su más tierna infancia no hubiera tenido otra idea que la que ahora lo poseía. Mi Tutor estuvo muy amable y cordial con él, aunque un tanto grave, lo suficiente para que Ada, cuando se marchó Richard e íbamos a subir a dormir, le dijera:
—Primo John, espero que Richard no te haya dejado mal impresionado.
—No, amor mío —fue la respuesta.
—Porque era muy natural que Richard se equivocara en algo tan difícil. No es nada raro.
—No, no, amor mío —le dijo él—. No te pongas triste.
—¡No, no estoy triste, primo John! —dijo Ada, con una sonrisa animada, mientras seguía apoyándose con una mano en su hombro, donde la había puesto al desearle las buenas noches—. Pero sí que me pondría un poquito triste si te hubieras quedado con una mala impresión de Richard.
—Hija mía —dijo el señor Jarndyce—. No tendría una mala impresión de él más que si te causara la menor tristeza. E incluso entonces estaría más dispuesto a reprochármelo a mí mismo que al pobre Rick, pues fui yo quien os reunió. Pero basta, esto no es nada. Tiene mucho tiempo por delante y mucho camino por recorrer. ¿Tener yo una mala impresión de él? ¡No, mi querida prima! ¡Y seguro que tú tampoco!
—Desde luego que no, primo John —dijo Ada—. Y estoy segura de que no podría, ni querría, pensar mal de Richard aunque lo pensara todo el mundo, ¡y entonces es cuando lo estimaría más que nunca!
Lo dijo con tanta calma y sinceridad, con las manos apoyadas en los hombros del señor Jarndyce (las dos ahora), y mirándolo a la cara, como si fuera la imagen misma de la Verdad.
—Creo —dijo mi Tutor, mirándola pensativo—, creo que debe de estar escrito en alguna parte que las virtudes de las madres recaerán algunas veces sobre las hijas, igual que ocurre con los pecados de los padres. Buenas noches, capullito de rosa. Buenas noches, mujercita. ¡Que durmáis bien, y felices sueños!
Aquélla fue la primera vez que lo vi seguir a Ada con la mirada, mientras una especie de sombra nublaba su expresión benévola. Recordé bien cómo los había mirado a ella y a Richard cuando Ada cantaba a la luz de la chimenea; hacía poco tiempo que los había contemplado pasar por la sala en la que daba el sol, mientras ellos se dirigían hacia la sombra, pero ahora su mirada había cambiado, e incluso la expresión de confianza silenciosa en mí que ahora me volvía a dirigir no era tan esperanzada ni tan tranquila como antes.
Aquella noche, Ada me hizo más elogios de Richard que jamás. Se quedó dormida con una pulserita, regalo de él, apretada en la mano. Me imaginé que estaría soñando con él cuando le di un beso en la mejilla, una hora después de que se quedara dormida, y vi lo tranquila y feliz que parecía sentirse.
Porque aquella noche yo me sentía tan poco inclinada a dormir que me quedé bordando. No merecería la pena mencionarlo por sí mismo, pero me sentía desvelada y bastante baja de ánimos. No sé por qué. Por lo menos, creo que no sé por qué. Por lo menos, quizá sí, pero no creo que importe.
En todo caso, decidí ser tan enormemente industriosa que no me quedara ni un momento libre para sentirme baja de ánimos. Porque, naturalmente, me dije: «¡Esther! ¡Estás demasiado baja de ánimos! ¡Tú!». Y, verdaderamente, ya era hora de que me lo dijera, porque… ¡Sí! Verdaderamente, me vi en el espejo, casi llorando. «¡Como si tuvieras algún motivo para sentirte desgraciada, corazón ingrato!», me dije.
Si hubiera podido forzarme a dormir, lo hubiera hecho inmediatamente, pero como no lo lograba, saqué de mi cesto unos adornos para nuestra casa (me refiero a la Casa Desolada) que me tenían ocupada por aquel entonces, y me puse a ello con gran determinación. En aquella labor había que contar todos los puntos, y resolví seguir en ello hasta que se me cayeran los ojos, y después acostarme.
Pronto me encontré bien ocupada. Pero me había dejado un trozo de seda abajo, en el cajón de la mesa de trabajo del Gruñidero provisional, y cuando hube de detenerme porque me faltaba aquello, tomé la palmatoria y bajé en silencio a buscarlo. Para gran sorpresa mía, cuando entré me encontré con que allí seguía mi Tutor, sentado en contemplación de las brasas. Estaba perdido en sus pensamientos, con un libro olvidado a su lado, y con el pelo gris plateado todo revuelto encima de la frente, como si se hubiera estado pasando la mano por él mientras pensaba en otra cosa, y con un gesto de cansancio. Casi me asusté al encontrármelo de manera tan inesperada, y me quedé inmóvil un momento; y me habría retirado sin decir nada de no haber sido porque, cuando él se volvió a pasar la mano, distraído, por la cabeza, me vio y se sobresaltó.
—¡Esther!
Le dije por qué había bajado.
—¿Tan tarde trabajando, hija mía?
—Trabajo tan tarde esta noche —le dije— porque no podía quedarme dormida, y quería irme cansando. Pero, mi querido Tutor, también usted está levantado a esta hora tardía, y parece cansado. Espero que no tenga problemas que lo mantengan desvelado.
—No tengo ninguno, mujercita, que puedas comprender tú fácilmente —me respondió.
Hablaba con un tono de pesar que me resultaba nuevo, de manera que me repetí para mis adentros, como si aquello me ayudara a comprenderlo:
—¿Que pudiera yo comprender fácilmente?
—Quédate un momento, Esther —me dijo—. Estaba pensando también en ti.
—Espero no ser yo el problema, Tutor.
Hizo un gesto leve con la mano y recuperó su tono acostumbrado. El cambio fue tan notable, y pareció hacerlo a costa de tamaño dominio de sí mismo, que me encontré volviendo a repetir para mis adentros: «¡Nada que pudiera yo comprender fácilmente!».
—Mujercita —dijo mi Tutor—. Estaba pensando (es decir, estoy pensando desde que vine a sentarme aquí) que deberías saber todo lo que sé yo de tu propia historia. Es muy poco. Casi nada.
—Querido Tutor —repliqué—, cuando me habló usted antes de ese tema…
—Pero desde entonces —me interrumpió gravemente, previendo lo que iba a decir yo— he reflexionado que una cosa es que no tengas nada que preguntarme y otra muy distinta que yo tenga algo que contarte, Esther. Quizá tenga la obligación de impartirte lo poco que sé.