—¡Calla! ¡Habla en voz baja! Sí. Dime: ¿cuando vivía te pareció que estaba muy enfermo y era muy pobre?
—¡Y tanto! —replica Jo.
—Estaba… ¿como tú? —pregunta la mujer con gesto de repugnancia.
—Bueno, no estaba tan mal como yo —dice Jo—. ¡Es que a mí me va muy mal! Usted lo conocía, ¿verdad?
—¿Cómo osas preguntarme si lo conocía?
—Preguntar no es ofender, señora —dice Jo con gran humildad, porque hasta él sospecha que se trata de una señora.
—No soy una señora. Soy una criada.
—¡Pero una criada muy guapa! —dice Jo sin la menor idea de decir nada ofensivo, meramente como un homenaje de admiración.
—Calla y escucha. ¡No digas nada y apártate un poco! ¿Me puedes enseñar todos esos sitios que decían en el periódico que he leído? La tienda que le daba los manuscritos, donde murió, donde te llevaron a ti y donde está enterrado. ¿Sabes dónde está enterrado?
Jo responde con un gesto de la cabeza, igual que ha hecho respecto de todos los demás sitios mencionados.
—Ve delante de mí y enséñame todos esos sitios horribles. Te paras delante de cada uno de ellos y no me dices nada hasta que te hable yo. No vuelvas la cabeza. Si haces lo que te digo te daré una buena propina.
Jo escucha atentamente mientras le dicen esas cosas; las va contando en voz baja junto al mango de la escoba, porque le parecen un tanto difíciles de comprender; se para a reflexionar lo que significan, considera que son satisfactorias y asiente con un gesto de su desgreñada cabeza.
—Ya
guipo
—dice Jo—. Pero
ná
de largarse, ¿eh? ¡
Ná
de hacerme rabona!
—¿Qué quieres decir, bribón? —exclama la criada, que se aparta de él.
—¡Que ni hablar de hacer rabona! —exclama Jo.
—No te comprendo. ¡Enséñame el camino! Te voy a dar más dinero que has visto en tu vida.
Jo se pone a silbar, se frota la cabeza desgreñada, se coloca la escoba debajo del brazo y abre camino; sortea las duras piedras diestramente con los pies descalzos y elude el barro y el lodo.
Cook’s Court. Jo se para. Una pausa.
—¿Quién vive aquí?
—El que le daba de escribir y me dio media corona —dice Jo, en un susurro, sin mirar hacia atrás.
—Sigue adelante.
La casa de Krook. Jo vuelve a detenerse. Una pausa más larga.
—¿Quién vive aquí?
—Él vivía aquí —responde Jo igual que antes. Tras un silencio oye la pregunta:
—¿En qué cuarto?
—En el de ahí atrás. Desde la esquina se ve la ventana. ¡Ahí arriba! Ahí es donde le vi
acostao
. Ésa es la taberna a la que le llevaron.
—¡Sigue adelante!
Ahora hay más que andar, pero Jo, que ya no tiene las mismas sospechas que al principio, sigue las órdenes que se le han dado y no vuelve la cabeza. Por una serie de caminos tortuosos, que apestan a todo género de suciedades, llegan a un callejón como un túnel, al farol de gas (que ya está encendido) y a la puerta de hierro.
—Aquí es donde le dejaron —dice Jo agarrándose a los barrotes y mirando al interior.
—¿Dónde? ¡Ah, qué lugar más horrible!
—¡Ahí! —indica Jo—. Ahí mismo. En medio de esos montones de huesos al lado de la ventana de esa cocina. Le pusieron casi arriba del todo. Tuvieron que apisonar
pá
dejarle sitio. Si estuviera abierta la puerta, podría destaparles con mi escoba. Creo que por eso la cierran con llave —dice dándole una sacudida—. Siempre está cerrada. ¡Mire esa rata! —grita Jo, excitado—. ¡Eh! ¡Mire! ¡Ahí va! ¡Eh, se mete en la tierra!
La sirvienta se refugia en una esquina, en la esquina de ese arco horrible cuyas manchas mortíferas se le quedan en el vestido, y después alarga las manos, le dice apasionadamente que se aparte de ella, porque le da asco, y permanece inmóvil un momento. Jo se queda contemplándola y todavía sigue haciéndolo cuando la mujer se recupera.
—¿Es tierra consagrada este horrible lugar?
—Yo no sé
ná
de eso de que agrada —dice Jo, que la sigue contemplando.
—¿Es camposanto?
—¿Qué? —pregunta Jo, estupefacto.
—Si es camposanto.
—Yo del campo no sé
ná
—dice Jo, que la contempla con más atención que nunca—, pero creo que no es campo de
ná
. Y de santos menos —repite Jo, un tanto inquieto—. Si es muy santo, no se le nota. Yo diría más bien lo contrario. ¡Pero yo no sé
ná
de
ná
!
La criada no le hace mucho caso, ni tampoco de lo que ella misma ha dicho. Se quita un guante para sacar algo de dinero del bolso. Jo observa en silencio lo blanca y pequeña que tiene la mano, y se dice que debe de ser una criada de gran categoría para llevar unos anillos tan brillantes.
Le pone una moneda en la mano, sin tocársela, y con un temblor cuando las dos manos se aproximan.
—Ahora —añade—, ¡vuelve a indicarme el mismo sitio!
Jo mete el mango de la escoba entre los barrotes de la verja, y lo señala con todos sus recursos expresivos. Cuando por fin vuelve la cabeza para ver si se ha hecho entender se encuentra solo.
Lo primero que hace es levantar la moneda hacia la luz de gas y se queda atónito al ver que es amarilla: oro. Lo segundo es darle un mordisco de lado en uno de los bordes, para ver si es buena. Luego se la mete en la boca para ponerla a buen recaudo y se pone a barrer los escalones y el pasaje con gran cuidado. Una vez hecho su trabajo, se dirige a Tomsolo y se va parando a la luz de innumerables faroles de gas a sacar la moneda de oro y darle otro mordisco de lado, para reasegurarse de que es de verdad.
El Mercurio empolvado no es necesario a la sociedad esta noche, pues Milady sale a una cena de gala y a tres o cuatro bailes. Sir Leicester está nervioso, allá en Chesney Wold, sin más compañía que la gota; se queja a la señora Rouncewell de que la lluvia hace un tableteo tan molesto en la terraza que no puede leer el periódico, ni siquiera junto a la chimenea de su cómodo vestidor.
—Sir Leicester hubiera debido probar el otro lado de la casa, querida mía —dice a Rosa la señora Rouncewell—. Su vestidor está del lado de Milady. ¡Y en toda mi vida he oído los pasos del Paseo del Fantasma con tanta claridad como hoy!
Richard venía a vernos a menudo durante nuestra estancia en Londres (aunque pronto dejó de escribir cartas), y con su rapidez mental, su buen humor, su ánimo, su alegría y su vivacidad siempre resultaba encantador. Pero aunque cada vez me agradaba más, cuanto más lo conocía, también apreciaba cada vez más cuán era de lamentar que no lo hubieran educado en los hábitos de la aplicación y la concentración. El sistema que se había ocupado de él exactamente igual que se había ocupado de centenares de otros muchachos, todos ellos de diversos caracteres y capacidades, le había permitido realizar con facilidad sus tareas, siempre con notas breves y a veces excelentes, pero de forma esporádica e intermitente, lo que había confirmado su confianza en aquellas de sus cualidades que precisamente más necesitaban de formación y guía. Eran buenas cualidades, sin las cuales no se puede conseguir meritoriamente una buena posición, pero, al igual que el agua y el fuego, aunque eran excelentes servidores, eran pésimos amos. Si Richard las hubiera dominado, hubieran sido sus amigas, pero como era Richard el que estaba dominado por ellas, se convertían en sus enemigas.
Si escribo estas opiniones no es porque crea que tal o cual cosa haya de ser así porque yo lo piense, sino únicamente porque era lo que pensaba, y quiero ser totalmente sincera acerca de todo lo que pensaba y hacía. Eso era lo que pensaba yo de Richard. Además, muchas veces me parecía observar cuánta razón había tenido mi Tutor en lo que había dicho, y que las incertidumbres y los retrasos en el pleito de la Cancillería habían impartido a su carácter algo de ese ánimo despreocupado del jugador, que se consideraba parte de una gran partida de azar.
Una tarde que mi Tutor no estaba en casa vinieron de visita el señor Bayham Badger y su esposa, y en el curso de la conversación, naturalmente, les pregunté por Richard.
—Pues el señor Carstone —dijo la señora Badger— está muy bien, y le aseguro que es una gran adquisición para nosotros. El Capitán Swosser solía decir de mí que en el comedor de los guardiamarinas yo era una influencia mejor que la vista de tierra y el viento en popa cuando la carne que compraba el sobrecargo se ponía más dura que las empuñaduras de barlovento de la cofa del trinquete. Era su forma marinera de decir en general que yo era una buena adquisición para cualquier compañía. Estoy segura de que lo mismo puedo decir yo del señor Carstone. Pero… ¿no me creerá usted demasiado prematura si le digo una cosa?
Dije que no, ya que el tono insinuante de la señora Badger parecía requerir esa respuesta.
—¿Y la señorita Clare tampoco? —preguntó con voz dulce la señora Badger.
Ada también dijo que no, con aire intranquilo.
—Pues verán, amigas mías —dijo la señora Badger—. ¿Me permiten que las llame amigas mías?
Rogamos a la señora Badger que no se preocupara.
—Porque verdaderamente lo son ustedes, si me permiten tomarme esa libertad —continuó diciendo la señora Badger—; son ustedes encantadoras. Pues verán, amigas mías, como todavía soy joven, o por lo menos el señor Badger me hace el cumplido de decírmelo…
—¡No! —exclamó el señor Badger como el que interviene para interrumpir en una reunión pública—. ¡En absoluto!
—Muy bien —sonrió la señora Badger—, digamos que todavía soy joven.
—Sin duda alguna —dijo el señor Badger.
—Amigas mías, aunque todavía soy joven, he tenido muchas oportunidades de observar a los jóvenes del sexo opuesto. Les aseguro que a bordo del viejo Crippler había muchos. Y después, cuando estuve en el Mediterráneo con el Capitán Swosser, aproveché todas las oportunidades que tuve de conocer y hacer amistad con los guardiamarinas que estaban a las órdenes del Capitán Swosser. Ustedes, amigas mías, nunca oyeron cómo los llamaban «jóvenes caballeros», y probablemente no entenderían las alusiones a la forma en que cancelaban sus cuentas semanales, pero conmigo es distinto, porque para mí los océanos son como una segunda casa, y he sido muy marinera. Lo mismo pasó con el Profesor Dingo.
—Persona de reputación europea —murmuró el señor Badger.
—Cuando perdí a mi primer y querido marido y me casé con el segundo —dijo la señora Badger, que se refería a sus antiguos maridos como si fueran sílabas de una charada— seguí gozando de oportunidades de observar a la juventud. A las clases que daba el Profesor Dingo asistían muchos alumnos, y yo me enorgullecía, como esposa de un eminente hombre de ciencia, de buscar en la ciencia todos los consuelos que ésta puede impartir, y tener la casa siempre abierta para los estudiantes, como una especie de Bolsa Científica. Todos los martes se sacaban limonada y tarta mixta para los que querían venir a compartirlas con nosotros. Y se hablaba de ciencia sin ningún límite.
—Unas asambleas notables, señorita Summerson —dijo el señor Badger en tono reverente—. ¡Debía de ser un intercambio intelectual maravilloso, bajo los auspicios de tan gran hombre!
—Y ahora —continuó diciendo la señora Badger—, ahora que soy la esposa de mi querido tercero, el señor Badger, sigo manteniendo los hábitos de observación que se formaron en vida del Capitán Swosser y se adaptaron a fines nuevos e imprevistos en vida del Profesor Dingo. En consecuencia, no soy una neófita cuando observo al señor Carstone. Y, sin embargo, tengo la firme impresión, amigas mías, de que no ha escogido su profesión de manera reflexiva.
Ada parecía estar ya tan preocupada que pregunté a la señora Badger en qué fundaba esa opinión.
—Mi querida señorita Summerson —replicó—, en el carácter y la conducta del señor Carstone. Tiene tan buen ánimo que probablemente nunca consideraría que merece la pena mencionar lo que opina de verdad, pero tiene una opinión lánguida de la profesión. No tiene ese interés positivo por ella que la convierte en una vocación. Si es que tiene una opinión decidida al respecto, yo diría que opina que se trata de algo aburrido. Y eso no es de buen augurio. Los jóvenes como el señor Allan Woodcourt, que se interesan mucho por todos sus aspectos, encontrarán alguna compensación en ella aunque trabajen mucho por muy poco dinero, con largos años de duras pruebas y decepciones. Pero estoy convencida de que no es eso lo que pasaría con el señor Carstone.
—¿Opina lo mismo del señor Badger? —preguntó tímidamente Ada.
—Pues —dijo el señor Badger— a decir verdad, señorita Clare, no se me había ocurrido contemplar así el asunto hasta que lo mencionó la señora Badger. Pero cuando la señora Badger lo expuso así, naturalmente, pensé mucho en ello, por saber que la mente de la señora Badger, además de sus ventajas naturales, ha tenido la rara ventaja de estar formada por dos personalidades tan distinguidas (yo diría que incluso ilustres) como el Capitán Swosser de la Marina Real y el Profesor Dingo. La conclusión a la que he llegado, en resumen, es la misma que la de la señora Badger.
—El Capitán Swosser tenía una máxima —dijo la señora Badger—, en su lenguaje marinero figurado, y era que cuando se calienta brea nunca se la puede calentar demasiado, y que cuando hay que fregar una plancha hay que fregarla como si tuviera uno al propio Pedro Botero a la espalda. Creo que esa máxima es tan aplicable a la profesión médica como a la naval.
—A todas las profesiones —observó el señor Badger—. Era una frase muy feliz del Capitán Swosser. Admirablemente feliz.
—La gente objetó al Profesor Dingo, cuando fuimos al norte de Devon, tras nuestro matrimonio —añadió la señora Badger—, que desfiguraba algunas de las casas y otros edificios con los golpes de su martillito de geólogo. Pero el Profesor replicaba que él no conocía más edificios que el Templo de la Ciencia. Es el mismo principio, ¿no?
—Exactamente el mismo —dijo el señor Badger—. ¡Muy bien dicho! El Profesor observó lo mismo, señorita Summerson, durante su última enfermedad, cuando (en un momento en que divagaba) insistió en que le dejaran el martillito debajo de la almohada y en martillearles en la cara a quienes lo cuidaban. ¡Una pasión dominante!
Aunque hubiéramos podido pasarnos sin todos los detalles con los que el señor y la señora Badger continuaron la conversación, ambas consideramos que era desinteresado por su parte el expresar la opinión que nos habían comunicado, y que muy probablemente fuera cierta. Convinimos en no decir nada al señor Jarndyce hasta después de hablar con Richard, y como iba a venir a vernos a la tarde siguiente, resolvimos tener una conversación muy seria con él.