—Lo raro del caso —dijo el señor Skimpole, con un sentido agudizado del ridículo— es que mis sillas y mis mesas no estaban pagadas, y sin embargo mi casero se las lleva con la mayor tranquilidad del mundo. ¡A mí eso me parece de lo más divertido! Tiene algo de grotesco. El que me vendió las sillas y las mesas nunca se comprometió a pagarle la renta a mi casero. ¿Por qué va mi casero a pelearse con él? Si tengo en la nariz un grano que resulta desagradable a la extraña idea de la belleza que tenga mi casero, éste no tiene por qué ponerse a apretarle la nariz al que me ha vendido las sillas y las mesas, porque él no es el que tiene el grano. ¡Me parece un razonamiento defectuoso!
—Bueno —dijo mi Tutor bienhumorado—, es evidente que quien saliera fiador de esas sillas y mesas, tendrá que pagarlas.
—¡Exactamente! —replicó el señor Skimpole—. ¡Ése es el máximo absurdo de todo este asunto! Ya le he dicho a mi casero: «Amigo mío, ¿no comprende usted que mi excelente amigo Jarndyce tendrá que pagar todo lo que se está usted llevando de manera tan poco delicada? ¿No tiene usted ningún respeto por su propiedad?». Pues no tuvo ninguno.
—Y rechazó todas tus propuestas —dijo mi Tutor.
—Rechazó todas mis propuestas —respondió el señor Skimpole—. Le hice propuestas de negocios. Le hice entrar en mi habitación y le dije: «Usted es un hombre de negocios, ¿no?». Replicó: «Eso es». «Muy bien», le dije, «pues hablemos de negocios». Aquí tiene usted un tintero, plumas y papel y lacres. ¿Qué quiere? Ocupo su casa desde hace un tiempo considerable, creo que con satisfacción mutua hasta que surgió este desagradable malentendido; seamos amigos y, al mismo tiempo, prácticos. ¿Qué quiere usted?». En respuesta, hizo uso de una figura de dicción (que creo debe de proceder del Oriente) en el sentido de que nunca había visto qué color tenía mi dinero. «Mi querido amigo», le dije, «yo nunca tengo dinero. No sé nada de dinero». «Bien, señor mío», me dijo, «¿qué me ofrece usted si le doy más tiempo?». «Amigo mío», le dije, «no tengo ni idea del tiempo, pero usted dice que es hombre de negocios, y yo estoy dispuesto a hacer lo que me sugiera usted que se haga tal y como se hace en los negocios, con pluma, tinta, papel y lacres. No se lucre usted a expensas de otro (lo cual sería una bobada) y, por el contrario, actúe como hombre de negocios!». Pero no quiso actuar así, y ahí acabó todo.
Si bien el infantilismo del señor Skimpole presentaba algunas inconveniencias, también tenía algunas ventajas. Durante el viaje estuvo de buen apetito para todo lo que encontramos (comprendido un cesto de excelentes melocotones de invernadero), pero nunca se le ocurrió pagar nada. Por ejemplo, cuando vino el cochero a cobrar el recorrido, le preguntó amablemente qué suma consideraría adecuada —o incluso generosa—, y cuando le replicó que media corona por pasajero, dijo que no era demasiado, después de todo, y dejó que el señor Jarndyce le diera el dinero.
Hacía un tiempo delicioso. ¡El trigo verde ondulaba de forma tan bonita, las alondras cantaban con tanta alegría, los setos estaban tan llenos de flores silvestres, los árboles estaban tan poblados, los campos de hortalizas llenaban el aire de una fragancia tan suave cuando el viento soplaba sobre ellos! A media tarde llegamos a la ciudad de mercado donde teníamos que apearnos: un pueblecito tranquilo con un campanario, una plaza de mercado, un crucero y una calle muy soleada, y un estanque en el cual se refrescaba las patas un caballo viejo, y unos cuantos hombres recostados o en pie, todos con aspecto somnoliento bajo las pocas sombras que había. Tras el susurro de las hojas y el roce del trigo por el camino, aquello parecía el pueblo más callado, más caluroso y más inmóvil que se pudiera encontrar en toda Inglaterra.
Al llegar a la posada, nos encontramos con el señor Boythorn, que nos esperaba a caballo, junto a un coche descubierto, para llevarnos a su casa, que estaba a unas millas de distancia.
—¡Santo cielo! —exclamó, tras saludarnos cortésmente—. Esta diligencia es horrible. Es el ejemplo más flagrante de vehículo público abominable que jamás haya afeado la faz de la tierra. Esta tarde llega con veinticinco minutos de retraso. ¡Habría que decapitar al cochero!
—¿De verdad que llegamos con retraso? —preguntó el señor Skimpole, a quien se estaba dirigiendo—. Ya sabe usted que yo esas cosas…
—¡Veinticinco minutos! ¡Veintiséis minutos! —replicó el señor Boythorn mirando su reloj—. ¡Con dos damas en su coche y este bribón ha retrasado deliberadamente la llegada veintiséis minutos! ¡Deliberadamente! ¡Es imposible que sea por casualidad! Pero ya su padre (y su tío) eran los cocheros más sinvergüenzas que jamás hayan blandido un látigo.
Mientras decía todo aquello con tono de la mayor indignación, nos iba introduciendo en el pequeño faetón con suma delicadeza, lleno de sonrisas y de amabilidad.
—Lamento, señoritas —continuó diciendo, sombrero en mano junto a la portezuela del coche cuando todo estuvo dispuesto—, verme obligado a hacerles dar un rodeo de dos millas. Pero el camino recto pasa por el parque de Sir Leicester Dedlock, y he jurado no pisar jamás, y que una caballería mía no pisará jamás, las propiedades de ese individuo mientras dure el actual estado de relaciones entre nosotros, ¡mientras me quede un soplo de vida!
Y entonces, al tropezar su mirada con la de mi Tutor, estalló en una de sus enormes carcajadas, que pareció conmover incluso aquel pueblecito adormilado.
—Entonces, ¿están aquí los Dedlock, Lawrence? —preguntó mi Tutor cuando nos pusimos en marcha, con el señor Boythorn trotando a nuestro lado por el verde césped de la cuneta.
—Aquí está Sir Arrogante el Necio —replicó el señor Boythorn—. ¡Ja, ja, ja! Aquí está Sir Arrogante, y celebro decir que está en cama. Milady —y al hablar de ella siempre hacía un gesto de cortesía, como si deseara especialmente excluirla de toda participación en la disputa— ha de llegar un día de estos, según creo. No me sorprende en absoluto que retrase su llegada todo lo posible. Qué es lo que puede haber inducido a una mujer tan trascendente a casarse con ese figurón, con esa caricatura de baronet, es uno de los misterios más impenetrables que jamás hayan intrigado la curiosidad humana. ¡Ja, ja, ja!
—Supongo —dijo mi Tutor, riéndose— que nosotros sí podemos pisar el parque durante nuestra estancia, ¿verdad? ¿No se extenderá a nosotros la prohibición?
—Yo no puedo imponer prohibición alguna a mis invitados —dijo Boythorn, inclinando la cabeza en dirección a Ada y a mí, con aquella cortesía sonriente que le era tan característica—, salvo la de que se marchen de mi casa. Lo único que lamento es no tener el placer de acompañaron por Chesney Wold, que es un lugar hermosísimo. Pero te aseguro por la luz de este día de verano, Jarndyce, que si vas a visitar al propietario mientras estás en mi casa, es probable que te reciba más que fríamente. Se comporta siempre como un reloj de pared, como si perteneciera a una raza de esos relojes de pared de cajas magníficas que jamás funcionan ni van a funcionar, ¡ja, ja, ja! ¡Pero te aseguro que más tieso estaría todavía con los amigos de su amigo y vecino Boythorn!
—No lo someteré a tamaña prueba —dijo mi Tutor—. Estoy seguro de que me interesa tan poco a mí conocerlo como a él conocerme a mí. Me basta y me sobra con ver el parque, y quizá la parte de la casa que pueda ver cualquier turista.
—¡Bueno! —exclamó el señor Boythorn—. Pues me alegro. Es lo más correcto. Por aquí me consideran como si fuera un segundo Ayax que desafía al rayo. ¡Ja, ja, ja! Cuando voy a nuestra iglesita, los domingos, una parte considerable de la poco considerable congregación espera verme caer, calcinado y reducido a cenizas sobre las losas, debido a mi enemistad con Dedlock. ¡Ja, ja, ja! Y no me cabe duda de que a él le sorprende que no ocurra precisamente eso. ¡Porque juro por el Cielo que es el asno más autosatisfecho, más fatuo, más vanidoso y más tonto que he visto en mi vida!
Cuando llegamos a la cresta de la loma que habíamos estado subiendo, nuestro amigo nos pudo indicar Chesney Wold, lo cual desvió su atención del propietario de la finca.
Era una casa antigua y pintoresca, situada en medio de un magnífico parque con muchos árboles. Entre éstos, y no lejos de la residencia, nos indicó el campanario de la iglesita de la que nos había hablado. ¡Ah, qué hermosos eran aquellos bosques solemnes entre los cuales se desplazaban fugaces luces y sombras, como si unas alas celestiales los recorrieran en cumplimiento de misiones benignas en medio del aire del verano! ¡Qué ondulaciones tan verdes y blandas; qué agua tan centelleante; qué jardín, en el que las flores estaban ordenadas con tanta simetría en racimos de brillantes colores! La mansión, con sus buhardillas y chimeneas, con sus torres y torretas, con su pórtico oscuro y su amplio paseo en la terraza, entre cuyas balaustradas se retorcían frondosos rosales, que iban a reposar en jarrones; apenas si parecía real en su airosa solidez y en medio del silencio sereno y apacible que la circundaba. Sobre todo, a Ada y a mí nos pareció que aquel silencio era lo más impresionante. Todo: casa, jardín, terraza, verdes praderas, agua, viejos robles, helechos, musgo, más bosque y a lo lejos en los claros de la perspectiva, hasta el horizonte que yacía ante nosotros con un brillo púrpura; todo parecía irradiar un reposo imperturbable.
Cuando llegamos al pueblecito y pasamos junto a una pequeña posada con el letrero de las Armas de Dedlock balanceándose en la fachada, el señor Boythorn cambió un saludo con un joven caballero sentado en un banco junto a la puerta de la posada, a cuyos pies había artes de pesca.
—Es el hijo del ama de llaves; se llama Rouncewell —nos informó—, y está enamorado de una chica muy guapa que trabaja en la mansión. Lady Dedlock se ha aficionado a la muchachita y va a quedársela en calidad de doncella personal, honor que a mi joven amigo no le agrada en absoluto. Pero todavía no puede casarse, aunque su capullo de Rosa quisiera, de manera que tiene que aguantarse. Entre tanto, viene por aquí bastante a menudo, y se pasa uno o dos días… pescando. ¡Ja, ja, ja!
—¿Está comprometido con esa muchacha tan guapa, señor Boythorn? —preguntó Ada.
—Mi querida señorita Clare —le respondió—, creo que quizá se entiendan, pero estoy seguro de que pronto los verá usted, y en eso tendrá que ser usted quien me informe a mí a ese respecto, y no al revés.
Ada se sonrojó, y el señor Boythorn, que se nos adelantó trotando en su bonito caballo tordo, desmontó a su propia puerta y cuando llegamos ya estaba dispuesto, sombrero en una mano y alargándonos la otra, a darnos la bienvenida.
Vivía en una casa muy bonita, que anteriormente había sido la vicaría de la iglesia, con una pradera delante, un jardín lleno de hermosas flores a un lado y un huerto y una arboleda muy poblados en la trasera, todo ello circundado por una cerca venerable, teñida de la pátina que imprimen los años. Pero, de hecho, allí todo daba la impresión de solidez y abundancia. El paseo bordeado de tilos era como un claustro verde, y hasta las sombras de los cerezos y los manzanos estaban llenas de fruta, los groselleros estaban tan cargados que sus ramas se inclinaban para descansar en tierra, las fresas y las moras crecían en igual profusión, y en la cerca se veían melocotones a centenares. Entre las redes tendidas y entre los marcos de cristal que brillaban y centelleaban al sol, se veían tales montones de guisantes, calabacines y pepinos, que cada pie de tierra parecía un tesoro de verdura, y el aroma de las hierbas de olor y todo género de sana vegetación (por no decir nada de los prados circundantes, donde se estaba recogiendo el heno) hacía que todo el aire oliese como un ramillete. En el ordenado interior de la vieja cerca reinaban tal orden y compostura, que incluso las plumas que colgaban en guirnaldas para espantar a los pájaros apenas se movían, y la cerca tenía una influencia tan propicia, que donde todavía aparecía, acá o acullá, una punta o un trapo, resultaba fácil imaginar
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que habían ido madurando con el paso de las estaciones, y que se habían ido oxidando y destiñendo conforme al destino común de todas las cosas.
Aunque la casa estaba un poco desordenada en comparación con el huerto, era una casa muy antigua, con bancos en la chimenea de la cocina, de suelo enladrillado y grandes vigas en el techo. A un lado estaba la terrible parcela del pleito, donde el señor Boythorn mantenía constantemente un centinela vestido con un guardapolvos, que en caso de agresión estaba encargado de tañer inmediatamente una gran campana que había puesto allí con ese fin, quitarle la cadena a un gran bulldog establecido en una perrera para que lo ayudara y, en general, causar la destrucción del enemigo. No satisfecho con aquellas precauciones, el propio señor Boythorn había compuesto y colocado, en una tabla en la cual figuraba su nombre inscrito en grandes caracteres: «Cuidado con el perro. Es muy feroz. Lawrence Boythorn». «El trabuco está cargado de posta gruesa. Lawrence Boythorn». «Hay trampas y armas de muelle cargadas que disparan a todas las horas del día y de la noche. Lawrence Boythorn». «Atención. A toda persona o personas que tengan la imprudencia de entrar en esta propiedad se les aplicará todo el rigor de la ley. Lawrence Boythorn». Nos lo enseñó todo desde su salón, mientras su pájaro le saltaba por la cabeza y él se reía: «¡Ja, ja, ja!», y con tanto vigor al señalar cada letrero, que verdaderamente temí que le pasara algo.
—Pero ¿no se está usted tomando una molestia excesiva cuando no lo dice usted en absoluto en serio? —preguntó el señor Skimpole con su tono despreocupado de costumbre.
—¡Que no lo digo en serio! —respondió el señor Boythorn, con ira incontenible—. ¡Que no lo digo en serio! Si hubiera sabido educarlo, me habría comprado un león, en lugar de ese perro, y se lo hubiera echado encima al primer ladrón intolerable que osara infringir mis derechos. ¡Que venga Sir Leicester aquí a decidir la cuestión en singular combate, y me enfrentaré a él con cualquier arma por hombre conocida en cualquier época o país! ¡No digo más!
El día en que llegamos a su casa era sábado. El domingo por la mañana fuimos todos a pie a la iglesita del parque. Al entrar en el parque, casi al lado de la parcela en disputa, seguimos un sendero muy agradable, que iba serpenteando entre el verde césped y aquellos árboles tan hermosos, hasta llegar al pórtico de la iglesia.
Los feligreses eran muy pocos, y todos rústicos, con la excepción de un gran complemento de criados de la Mansión, algunos de los cuales ya estaban en sus bancos, mientras seguían llegando otros. Había algunos lacayos de porte imponente, y un modelo perfecto de viejo cochero, que parecía un representante oficial de todas las pompas y vanidades que jamás se hubieran desplazado en su vehículo. Había buen número de muchachas jóvenes, y sobre todas ellas reinaba la faz anciana y hermosa y la figura imponente y responsable del ama de llaves. La agraciada chica de la que nos había hablado el señor Boythorn estaba a su lado. Era tan guapa que yo podría haber sabido que era ella por su belleza, aunque no me hubiera dado cuenta de la conciencia ruborosa que tenía ella de las miradas del joven pescador, a quien descubrí a escasa distancia. Una cara, y no de las agradables, aunque era de facciones correctas, parecía vigilar maliciosamente a la muchacha agraciada, y de hecho a todo y a todos los presentes. Era la de una francesa.