—¿Y quién hay aquí esta noche? —comenta el señor Bucket, abriendo otra puerta, que ilumina con su linterna sorda—. Dos borrachos, ¿eh? ¿Y dos mujeres? Los hombres están bien —añade, tras apartar a cada uno de ellos el brazo con que se tapa la cara para contemplarla—. ¿Son vuestros hombres, chicas?
—Sí, señor —responde una de las mujeres—. Son nuestros maridos.
—Ladrilleros, ¿eh?
—Sí, señor.
—¿Qué hacéis aquí? No sois de Londres.
—No, señor. Somos de Hertfordshire.
—¿De qué parte de Hertfordshire?
—Saint Albans.
—¿Y os dedicáis a vagabundear?
—Llegamos a pie ayer. Allí no hay trabajo, pero con venir aquí no hemos sacado nada, y me creo que no vamos a sacar nada en limpio.
—Desde luego, aquí no —dice el señor Bucket, volviendo la cabeza hacia las figuras que yacen inconscientes en el suelo.
—Y tanto que no —replica la mujer, con un suspiro—. Jenny y yo lo sabemos de sobras.
Aunque el cuarto tiene dos o tres pies más de altura que la puerta, tiene el ennegrecido techo tan bajo, que el más alto de los visitantes lo tocaría con la cabeza si se irguiera. Es ofensivo para todos los sentidos; incluso el velón arde con una llama pálida y enfermiza en ese aire contaminado. Hay dos bancos alargados y otro más alto que hace de mesa. Los hombres yacen dormidos en el mismo punto en el que cayeron, pero las mujeres están sentadas al lado del velón. La mujer que ha hablado lleva en brazos un niño muy pequeño.
—¿Qué edad tendrá esa criatura? —pregunta Bucket—. No parece tener más de un día —y ahora habla sin ninguna aspereza al iluminar suavemente al bebé con la linterna. Al señor Snagsby le trae un recuerdo extraño de otro niño, envuelto en un halo de luz, al que ha visto en los cuadros.
—Todavía no ha cumplido las tres semanas, señor —dice la mujer.
—¿Es hijo tuyo?
—Mío.
La otra mujer, que se inclinaba hacia el bebé cuando entraron ellos en el cuarto, vuelve a inclinarse y le da un beso mientras él sigue durmiendo.
—Pareces quererlo tanto como si fuera hijo tuyo —dice el señor Bucket.
—Tuve uno igual que él, señor, y murió.
—¡Ay, Jenny, Jenny! —le dice la otra mujer—. Más vale así. ¡Más le vale haber muerto que seguir vivo, Jenny! ¡Mucho más!
—Bueno, no serás tan antinatural como para desear que muera tu propio hijo, ¿verdad? —exclama el señor Bucket severamente.
—Bien sabe Dios que no, señor —le responde ella—. Le defendería con mi propia vida si pudiera, igual que cualquier señorona.
—Entonces no digas esas cosas —dice el señor Bucket, que vuelve a ablandarse—. ¿Por qué las dices?
—Me vino a la cabeza, señor —replica la mujer, cuyos ojos se llenan de lágrimas—, al ver cómo duerme el pobrecito. Si no se volviera a despertar, me daría una que me tomarían por loca. Eso lo sé muy bien. Yo estaba con Jenny cuando ella perdió al suyo, ¿no es verdad, Jenny?, y sé la pena que le dio. Pero mire usted este sitio. Míreles —contemplando a los que duermen en el suelo—. Mire al chico que están buscando, que ha salido a hacer una buena obra. ¡Piense en los chicos que tanto trabajo le dan a usted, y cómo los ve usted crecer!
—Bueno, bueno —dice el señor Bucket—, si le educas para que sea honrado, será la alegría de tu vida y el báculo de tu vejez, ya verás.
—Es lo que pienso intentar —responde ella, secándose los ojos—. Pero esta noche, como estaba tan cansada y con los dolores de la fiebre, he estado pensando en todas las cosas con que va a tropezar. Mi hombre se opondrá, y le pegará, y verá cómo me pega a mí, y tendrá miedo de venir a casa, y se puede desviar del buen camino. Aunque yo me mate a trabajar por él con todas mis fuerzas, no tengo a nadie que me ayude, y si se hace malo, haga yo lo que haga, y si llega un día en que cuando le esté velando el sueño le veo cambiado y endurecido, ¿no le parece normal que cuando le veo dormido en mis brazos piense que más le valdría morirse, igual que se murió el de Jenny?
—¡Vamos, vamos! —dice Jenny—. Liz, estás cansada y enferma. Déjamele a mí.
Y al tomarlo en brazos desplaza la pañoleta de la madre, pero se la vuelve a arreglar rápidamente sobre el seno herido y contusionado en el que reposaba el bebé.
—Es mi hijo muerto —dice Jenny, que se pasea arriba y abajo arrullando al bebé— el que me hace querer tanto a este niño, y es mi hijo muerto el que hace que ella también le quiera tanto y hasta pensar que se le pueden quitar. Mientras ella piensa en eso, yo pienso en la suerte que sería si pudiera recuperar a mi cariñín. ¡Pero las dos pensamos en lo mismo, aunque no lo sepamos decir bien, porque somos unas pobres desgraciadas!
Mientras el señor Snagsby se suena la nariz y emite una tosecilla de solidaridad, se oyen pisadas fuera. El señor Bucket ilumina la puerta con su linterna y pregunta al señor Snagsby:
—¿Y qué dice usted del Chico Duro? ¿Es éste?
—Es Jo —dice el señor Snagsby.
Jo aparece estupefacto e inmóvil en medio del círculo de luz, como una figura harapienta en el centro de una linterna mágica, tembloroso al pensar que ha infringido la ley por no haber circulado lo suficiente. Sin embargo, como el señor Snagsby lo consuela con la seguridad de que «no se trata más que de un trabajo que te van a pagar, Jo», se recupera, y cuando el señor Bucket se lo lleva afuera para sostener una pequeña conversación en privado, cuenta su historia satisfactoriamente, aunque sin aliento.
—Ya lo he arreglado con el chico —dice el señor Bucket a su regreso—, y todo está en orden. Ahora estamos pendientes de usted, señor Snagsby.
Primero, Jo tiene que terminar su buena obra y entregar la medicina que ha ido a buscar, cosa que hace con las lacónicas instrucciones siguientes: «Hay que tomarlo de golpe». Después, el señor Snagsby tiene que dejar en la mesa media corona, su panacea universal para una variedad inmensa de aflicciones. En tercer lugar, el señor Bucket tiene que tomar a Jo por el brazo, un poco encima del codo, para que ande un poco por delante de él, sin cuyo ritual no se podría llevar profesionalmente al Chico Duro ni a ningún otro sujeto a Lincoln’s Inn Fields. Una vez adoptadas esas disposiciones, desean buenas noches a las dos mujeres y vuelven a salir a la oscuridad y la fetidez de Tomsolo.
Salen de allí gradualmente por los mismos caminos malolientes por los que descendieron a aquel abismo; rodeados de una multitud que va y viene y silba y los acecha, hasta llegar al límite donde devuelven las linternas al agente. Allí, la multitud, cual un grupo de demonios enjaulados, se da la vuelta dando gritos, y desaparece. Van primero a pie y luego en coche por calles más despejadas y más frescas, por calles que jamás hasta ahora le habían parecido al señor Snagsby tan claras y tan frescas, hasta llegar a la puerta del señor Tulkinghorn.
Mientras suben las sombrías escaleras (pues las oficinas del señor Tulkinghorn están en el primer piso), el señor Bucket menciona que lleva en el bolsillo la llave de la puerta de fuera, y que no hace falta llamar. Para una persona tan experta en este género de cosas, Bucket tarda en abrir la puerta, y además hace bastante ruido. Quizá esté advirtiendo de su llegada.
En todo caso, por fin llegan al vestíbulo, donde arde una lámpara, y pasan al despacho habitual del señor Tulkinghorn, donde estaba bebiendo su vino añejo esta noche. No está él, pero sí están sus dos anticuados candelabros, y el aposento está medianamente iluminado.
El señor Bucket, que sigue agarrando profesionalmente a Jo, y parece al señor Snagsby estar dotado de un número ilimitado de ojos, da unos pasos por el interior del despacho cuando Jo da un respingo y se para.
—¿Qué pasa? —pregunta Bucket, en susurros.
—¡Ahí está! —exclama Jo.
—¿Quién?
—¡La señora!
En medio del aposento, donde cae la luz sobre ella, hay una figura femenina, envuelta en velos. Está inmóvil y en silencio. La figura está frente a ellos, pero no hace caso de su entrada y sigue erguida como una estatua.
—Ahora, dime cómo sabes que es esa señora —inquiere el señor Bucket, en voz alta.
—Conozco ese velo —replica Jo, mirando fijamente—, y el sombrero, y el
vestío
.
—No te vayas a equivocar, Duro —advierte Bucket, que lo observa atento—. Fíjate bien.
—Me estoy fijando
tó
lo que puedo —dice Jo con los ojos desorbitados— y es el mismo velo, el mismo sombrero y el mismo vestío.
—¿Y los anillos que me dijiste? —pregunta Bucket.
—Son ésos que le brillan —dice Jo, frotándose los dedos de la mano izquierda con los nudillos de la derecha, sin apartar la mirada de la figura.
Ésta se quita el guante derecho y muestra la mano.
—Y ahora, ¿qué dices? —pregunta Bucket.
Jo niega con la cabeza:
—No son esos anillos, ni
ná
. No es la misma mano.
—¿Qué dices? —repite Bucket, aunque evidentemente se siente complacido, y mucho.
—La otra tenía la mano mucho más blanca, mucho más
delicá
y mucho más chica.
—Bueno, y a la próxima me vas a decir que yo soy mi madre —dice el señor Bucket—. ¿Te acuerdas de la voz de la señora?
—Creo que sí —dice Jo.
La figura habla:
—¿Era mi voz? Seguiré hablando todo el tiempo que quieras, si no estás seguro. ¿Era mi voz, o se parecía a mi voz?
Jo contempla, sorprendido, al señor Bucket.
—¡No se parece
ná
!
—Entonces, ¿por qué dijiste que ésta era la señora? —replica el temible personaje, señalando a la figura.
—Pues —dice Jo, con una mirada perpleja, pero sin sentir su confianza quebrantada en lo más mínimo—, pues porque es el velo, y el sombrero y el
vestío
. Es ella y no es ella. No es la misma mano, ni los anillos, ni la voz. Pero es el mismo velo, y el sombrero y el
vestío
, y le caen igual que le caían a ella, y es igual de alta que ella, y me dio un soberano y se fue.
—¡Bueno! —dice el señor Bucket pausadamente—, no nos has valido de gran cosa. Pero, en todo caso, ten cinco chelines. Ten cuidado cómo los gastas, y no te metas en líos. —Cuenta furtivamente las monedas que tiene en una mano y se las pasa a la otra como si fueran fichas de juego, cosa que es costumbre en él, pues las usa a menudo para hacer pequeños juegos de prestidigitación, y después se las pone al chico en la mano en un montoncito y lo lleva hasta la puerta, dejando al señor Snagsby, muy poco tranquilo en tan misteriosas circunstancias, a solas con la figura velada. Pero cuando el señor Tulkinghorn entra en el despacho, se levanta el velo y aparece una francesa de bastante buen aspecto, aunque con una expresión muy tensa.
—Gracias, Mademoiselle Hortense —dice el señor Tulkinghorn con su habitual ecuanimidad—. No la molestaré más con esta pequeña apuesta.
—¿Tendrá usted la amabilidad de recordar, señor, que actualmente estoy sin empleo? —pregunta mademoiselle.
—¡Desde luego, desde luego!
—¿Y de hacerme el favor de darme su influyente recomendación?
—Evidentemente, Mademoiselle Hortense.
—La palabra del señor Tulkinghorn vale mucho.
—No le faltará a usted, Mademoiselle.
—Tenga usted la seguridad de que le quedo muy agradecida, señor.
—Buenas noches.
Mademoiselle se marcha con una elegancia innata, y el señor Bucket, a quien, en caso de necesidad, el papel de maestro de ceremonias también le resulta muy natural, la acompaña hasta el piso de abajo, no sin una cierta galantería.
—¿Qué le parece, Bucket? —le pregunta Tulkinghorn cuando regresa.
—Todo coincide, señor, tal como había previsto yo que coincidiría. No cabe duda de que era la otra con el vestido de ésta. El chico fue muy preciso en cuanto a los colores y todo lo demás. Señor Snagsby, le di mi palabra de que podría marcharse tranquilo. ¡No me diga que no la he cumplido!
—La ha cumplido usted, señor —contesta el papelero—, y si ya no le hago falta, señor Tulkinghorn, creo que mi mujercita se estará poniendo nerviosa y…
—Gracias, Snagsby; ya no lo necesito —dice el señor Tulkinghorn—. Le estoy muy agradecido por las molestias que se ha tomado.
—No hay de qué, señor. Muy buenas noches.
—Mire usted, señor Snagsby —dice el señor Bucket cuando lo acompaña a la puerta y mientras le estrecha la mano reiteradamente—, lo que me agrada de usted es que es muy discreto; eso es lo que me agrada. Cuando sabe usted que ha actuado correctamente, lo olvida; acabó el asunto, y no hay más que hablar. Eso es lo que me agrada.
—Desde luego, es como me gusta actuar —responde el señor Snagsby.
—No, no se hace usted justicia. No es como le gusta a usted actuar, sino como actúa. Eso es lo que más aprecio yo en las personas de su profesión.
Snagsby da una respuesta adecuada, y se va a su casa tan confuso por los acontecimientos de la velada, que no sabe si está despierto o no, duda de la realidad de las calles que recorre, duda de la realidad de la luna que brilla sobre su cabeza. Deja de dudar de todas esas cosas al enfrentarse con la realidad indiscutible de la señora Snagsby, que está sentada en medio de una perfecta colmena formada por bigudíes y gorro de dormir, que ha enviado Guster a la comisaría de policía a informar oficialmente de que han secuestrado a su marido y que en las dos últimas horas ha pasado con el mayor decoro por todo género de desvanecimientos. Pero, como dice con sentimiento la mujercita, ¡nadie se lo agradece!
Volvimos a casa después de pasar seis semanas muy agradables en la del señor Boythorn. Salíamos a menudo al parque, y raras veces pasábamos junto al Pabellón en el que nos habíamos refugiado, sin entrar a hablar con la mujer del guardabosques, pero no volvimos a ver a Lady Dedlock más que los domingos, en la iglesia. En Chesney Wold había invitados, y aunque ella estaba rodeada de caras hermosas, la suya seguía manteniendo para mí la misma fascinación que la primera vez. Ni siquiera ahora estoy del todo segura de si aquello era doloroso o agradable; de si me atraía a ella o me alejaba de ella. Creo que la admiraba con una especie de temor, y sé que en su presencia mis ideas siempre retrocedían, igual que la primera vez, a aquellos tiempos de mis primeros años.
En más de uno de aquellos domingos llegó a ocurrírseme que lo mismo que tan curiosamente representaba aquella dama para mí, lo representaba yo para ella; quiero decir que yo inquietaba sus pensamientos tanto como ella influía en los míos, aunque de forma diferente. Pero cuando la miraba a hurtadillas y la veía tan compuesta, tan distante e inaccesible, pensaba que aquello era una debilidad tonta de mi parte. De hecho, consideraba que todo mi estado de ánimo a su respecto era débil e irracional, y trataba de corregirlo en todo lo posible.