Odrade consideraba el plato demasiado exótico, pero nunca había expresado su juicio en voz alta.
Cuando consiguió toda la atención de Salat (tras una breve interrupción para corregir una salsa), Odrade dijo:
—Tengo hambre de algo especial, Plácido.
El hombre reconoció la insinuación. Así era como ella empezaba siempre su petición de su «plato especial».
—Quizá un guiso de ostras —sugirió.
Es una comedia,
pensó Odrade. Ambos sabían lo que ella deseaba.
—¡Excelente! —admitió, y siguió con la comedia—. Pero tienen que ser tratadas suavemente, Plácido, las ostras no muy cocidas. Y algo de nuestro propio apio en polvo en el caldo.
—¿Y quizá un poco de pimentón picante?
—Siempre lo prefiero así. Ten mucho cuidado con la melange. Un suspiro y no más.
—¡Por supuesto, Madre Superiora! —Haciendo girar los ojos ante el pensamiento de que podía utilizar demasiada melange—. Es demasiado fácil dejar que la especia lo domine todo.
—Cuece las ostras en néctar de almejas, Plácido. Preferiría que te cuidaras tú mismo de ello, agitándolas suavemente hasta que los bordes de las ostras empiecen a curvarse.
—Ni un segundo más, Madre Superiora.
—Caliéntame al lado un poco de leche con toda su crema. ¡No la hiervas!
Plácido evidenció una dolida sorpresa ante el hecho de que ella pudiera pensar que él iba a hervir la leche para su guiso de ostras.
—Un poco de mantequilla en el bol de servir —dijo Odrade—. Echa el combinado del caldo sobre ella.
—¿Nada de jerez?
—Cuánto me alegra que te ocupes tú personalmente de mi plato especial, Plácido. Había olvidado el jerez. (La Madre Superiora nunca olvidaba nada y los dos lo sabían, pero era un acto requerido en la comedia.)
—Tres onzas de jerez en el caldo de la cocción —dijo él.
—Caliéntalo para que desprenda el alcohol.
—¡Por supuesto! Pero no debemos arañar los sabores. ¿Deseáis daditos de pan tostado o galletitas saladas?
—Daditos, por favor.
Sentada ante una mesa en un reservado, Odrade comió dos tazones de guiso de ostras, recordando cómo lo había saboreado la Hija del Mar. Papá le había hecho probar por primera vez aquel plato cuando ella era apenas capaz de llevarse la cuchara a la boca. Había hecho él mismo el guiso, su propia especialidad. Odrade se lo había enseñado luego a Salat.
Lo felicitó por el vino.
—Me ha encantado particularmente tu elección de un chablis para acompañamiento.
—Un chablis un poco afrutado, Madre Superiora. Una de nuestras mejores cosechas. Realza admirablemente el sabor de las ostras.
Tamalane la encontró en el reservado. Siempre sabían dónde encontrar a la Madre Superiora cuando la necesitaban.
—Estamos listas. —¿Había desagrado en el rostro de Tam?
—¿Dónde nos pararemos esta noche?
—En Eldio.
Odrade sonrió. Le gustaba Eldio.
¿Tam complaciéndome porque estoy de un humor crítico? Quizá tengamos un poco de diversión.
Siguiendo a Tamalane a los muelles de transporte, Odrade pensó en lo poco característico que era que Tam prefiriera viajar por tubo. Los viajes por superficie la irritaban.
—¿Quién desea perder el tiempo a mi edad?
A Odrade no le gustaban los tubos para el transporte personal. ¡Estabas tan encerrada ahí dentro, tan indefensa! Ella prefería la superficie y el aire y utilizaba los tubos únicamente cuando la urgencia requería un medio veloz. No dudaba en absoluto en utilizar tubos más pequeños para comunicaciones y notas.
A las notas no les importa mientras lleguen a su destino.
Este pensamiento siempre le hacía tomar consciencia de la invisible red que se ajustaba a sus movimientos fuera donde fuese.
En algún lugar en el corazón de las cosas (siempre había un «corazón de las cosas»), un sistema automatizado conducía las comunicaciones y se aseguraba (la mayor parte de las veces) de que las misivas importantes llegaran allá donde eran dirigidas.
Cuando no era necesario el Despacho Privado (todas lo llamaban el DP), podía disponerse de líneas de sonido y visión a través de redes derivadas y líneas de luz. Las comunicaciones fuera del planeta eran otro asunto, especialmente en estos tiempos de persecución. Lo más seguro era enviar a una Reverenda Madre con el mensaje memorizado o un implante distrans. Todos los mensajeros tomaban enormes dosis de shere en estos días. Las Sondas-T podían leer incluso una mente muerta no protegida por el shere. Cada mensaje fuera del planeta iba cifrado, pero un enemigo podía descubrir la clave de un solo uso que lo protegía. Los mensajes fuera del planeta eran un gran riesgo. Quizá era por eso que el Rabino guardaba silencio.
¿Por qué estoy pensando en tales cosas en este momento?
—¿Ninguna noticia todavía de Dortujla? —preguntó, mientras Tamalane se preparaba para entrar en la sala de Despacho donde aguardaban los demás miembros de su grupo. Tanta gente. ¿Por qué tanta?
Odrade vio a Streggi allá delante, al borde del muelle, hablando con una acólita de Comunicaciones. Había al menos otras seis personas de Comunicaciones cerca.
Tamalane se volvió, a todas luces picada.
—¡Dortujla! ¡Todas te hemos dicho que te lo notificaríamos apenas supiéramos algo de ella!
—Sólo estaba preguntando, Tam. Sólo preguntando. Mansamente, Odrade siguió a Tamalane al Despacho.
Debería instalar un monitor en mi mente y preguntar acerca de todo lo que aparece por ahí.
Las intrusiones mentales siempre tenían tras ellas una buena razón. Aquella era la manera Bene Gesserit, como le recordaba a menudo Bellonda.
Odrade se sorprendió ligeramente entonces, al darse cuenta de que estaba algo más que harta de la manera Bene Gesserit.
¡Dejemos que Bell se preocupe un poco de estas cosas para variar!
Aquél era un momento para flotar libre, para responder como un fuego fatuo a las corrientes que se movían a su alrededor.
La Hija del Mar sabía mucho de corrientes.
El tiempo no se cuenta a sí mismo. Sólo tenéis que contemplar un círculo, y eso se hace evidente.
Leto II (El Tirano)
—¡Mira! ¡Mira a lo que hemos llegado! —gimió el Rabino. Permanecía sentado con las piernas cruzadas sobre el frío suelo curvado, con su chal echado por encima de su cabeza y casi ocultando su rostro.
La habitación a su alrededor era tan tenebrosa y resonaba con tales ruidos de pequeña maquinaria que lo hacían sentirse débil. ¡Si esos sonidos se detuvieran!
Rebecca permanecía en pie frente a él, las manos apoyadas en las caderas, una expresión de cansada frustración en su rostro.
—¡No te quedes aquí de este modo! —ordenó el Rabino. Alzó la vista hacia ella desde debajo del chal.
—Si te desesperas, ¿no estaremos perdidos? —preguntó ella.
El sonido se su voz enfureció al hombre, y pasó un momento echando la indeseada emoción a un lado.
¿Se atreve a darme instrucciones? Aunque, ¿no han dicho los hombres sabios que el conocimiento puede llegar de una mala hierba?
Un enorme y estremecido suspiro lo agitó, y dejó caer el chal sobre sus hombros. Rebecca lo ayudó a ponerse en pie.
—Una no-cámara —murmuró el Rabino—. Aquí dentro nos ocultamos de… —Su mirada registró el oscuro techo encima de su cabeza—. Mejor no pronunciarlo ni siquiera aquí.
—Nos ocultamos de lo inexpresable —dijo Rebecca.
—La puerta no puede ser dejada abierta ni siquiera por la Pascua hebrea —dijo él—. ¿Cómo entrará el Extranjero?
—Algunos extranjeros no los queremos —dijo ella.
—Rebecca. —Inclinó la cabeza—. Eres más que una prueba y un problema. Esta pequeña célula del Israel Secreto comparte tu exilio debido a que comprendemos que…
—¡Deja de decir eso! No comprendes nada de lo que me ha ocurrido. ¿Mi problema? —Se inclinó para acercarse un poco más a él—. Mi problema es seguir siendo humana mientras estoy en contacto con todas esas vidas pasadas.
El Rabino retrocedió.
—¿Ya no eres una de nosotros? Entonces, ¿eres una Bene Gesserit?
—Cuando sea una Bene Gesserit, lo sabrás. Me verás mirándome a mi misma como yo me miro a mí misma.
El hombre frunció interrogadoramente las cejas.
—¿Qué estás diciendo?
—¿A qué se parece un espejo, Rabino?
—Hummm. Ahora acertijos. —Pero una débil sonrisa retorció su boca. Una mirada de determinación regresó a sus ojos. Observó la estancia a su alrededor. Eran ocho allí…, más de los que aquel espacio podía contener.
¡Una no-cámara!
Había sido construida penosamente con piezas y elementos contrabandeados. Demasiado pequeña. Doce metros y medio de largo. Él mismo la había medido. Una forma como la de un antiguo barril puesto de lado, ovalada en corte transversal y con cierres en forma de medio globo a los extremos. El techo no estaba a más de un metro sobre su cabeza. El punto más amplio allí en el centro tenía tan sólo cinco metros, y la curvatura del suelo y techo lo hacían parecer aún más angosto. Comida seca y agua reciclada. ¿De eso tenían que vivir, y durante cuánto tiempo? Un Año Standard quizá, si no eran hallados. No confiaba en la seguridad de aquel dispositivo. Aquellos sonidos peculiares en la maquinaria.
Había sido a última hora del día cuando se habían arrastrado dentro de aquel agujero. Ahora debía ser oscuro fuera, sin duda. ¿Y quiénes eran el resto de aquella gente? Huidos a cualquier refugio que pudieran encontrar, apelando a antiguas deudas y honorables compromisos por pasados servicios. Algunos sobrevivirían. Quizá ellos sobrevivieran mejor que los demás que había ahí dentro.
La entrada de la no-cámara permanecía oculta debajo de un foso de cenizas con una chimenea autoestable a su lado. El metal de refuerzo de la chimenea contenía hilos de cristal riduliano para transmitir escenas del exterior a aquel lugar. ¡Cenizas! La estancia olía aún a cosas quemadas, y había empezado a adquirir ya un hedor a cloaca de la pequeña cámara de reciclado. ¡Vaya eufemismo para un retrete!
Alguien se acercó por detrás del Rabino.
—Los buscadores se están marchando. Afortunadamente, fuimos avisados a tiempo.
Era Joshua, el que había construido aquella cámara. Era un hombre bajo y delgado con un severo rostro triangular que se estrechaba en una puntiaguda barbilla. Un oscuro pelo caía sobre su amplia frente. Poseía unos ojos castaños muy separados que miraban a aquel mundo con una meditativa reserva que al Rabino no le producía ninguna confianza.
Parece demasiado joven para saber tanto acerca de estas cosas.
—Así que están marchándose —dijo el Rabino—. Pero volverán. Entonces no pensarás que somos tan afortunados.
—No sospecharán que estamos tan cerca de la granja —dijo Rebecca—. Lo que hacían los buscadores en realidad era saquear.
—Escuchad a la Bene Gesserit —dijo el Rabino.
—Rabino. —¡Había un tono de censura en la voz de Joshua!—. ¿No te he oído decir muchas veces que los bendecidos son aquellos que ocultan las imperfecciones de los demás incluso de ellos mismos?
—¡Hoy en día todo el mundo es un maestro! —dijo el Rabino—. ¿Pero quién puede decirnos lo que ocurrirá a continuación?
Tenía que admitir la veracidad de las palabras de Joshua, sin embargo.
Es la angustia de nuestra huida lo que me trastorna. Nuestra pequeña diáspora. Pero no nos dispersamos de Babilonia. Nos ocultamos en… ¡en el sótano de un ciclón!
Aquel pensamiento lo tranquilizó.
Los ciclones pasan.
—¿Quién está a cargo de la comida? —preguntó—. Debemos racionarla desde un principio.
Rebecca lanzó un suspiro de alivio. El Rabino se hallaba en su peor momento de sus enormes oscilaciones… demasiado emocional o demasiado intelectual. Volvía a dominarse de nuevo. Pronto volvería a ser intelectual. Eso también habría que atemperarlo. La consciencia Bene Gesserit le dio una nueva visión de la gente que la rodeaba.
Nuestra susceptibilidad judía. ¡Mira a los intelectuales!
Era un pensamiento peculiar de la Hermandad. Las desventajas de alguien confiando demasiado en los logros intelectuales eran amplias. No podía negar toda aquella evidencia de la horda de Lampadas. La portavoz se apresuraba a alardearlo cada vez que ella vacilaba.
Rebecca había llegado casi a gozar de la persecución de esos caprichos de la memoria, ahora que pensaba en ello. Conocer tiempos anteriores la obligaba a negar sus propios tiempos anteriores. Se le había requerido que creyera en demasiadas cosas que ahora sabía que eran tonterías. Mitos y quimeras, impulsos de comportamiento extremadamente infantiles.
—Nuestros dioses deben madurar a medida que maduramos nosotros.
Rebeca reprimió una sonrisa. La portavoz hacía aquello tan a menudo con ella… un ligero golpecito en las costillas de alguien que sabía que ibas a apreciarlo.
Joshua había vuelto a sus instrumentos. Vio que alguien estaba revisando el listado de alimentos almacenados. El Rabino observaba todo aquello con su habitual intensidad. Otros se habían envuelto en mantas y estaban durmiendo en los camastros en el extremo más oscuro de la cámara. Viendo todo aquello, Rebecca supo cuál debía ser su función. Librarnos del aburrimiento.
—¿La conductora de los juegos?
A menos que tengas algo mejor que sugerir, no intentes enseñarme acerca de mi propia gente, Portavoz.
Fuera lo que fuese lo que pudiera decir acerca de aquellas conversaciones internas, no había la menor duda de que todas las piezas estaban conectadas… el pasado con esta habitación, esta habitación con sus proyecciones de las consecuencias. Y eso era un gran don de la Bene Gesserit.
No pienses en «El Futuro». ¿Predestinación? Entonces, ¿qué le ocurre a la libertad que te es dada al nacimiento?
Rebecca contempló su propio nacimiento bajo una nueva luz. Se había embarcado en un movimiento hacia un destino desconocido. Cargado con peligros y alegrías no vistos. Así habían girado un meandro en el río y se habían encontrado con los atacantes. El siguiente meandro podía revelar una catarata o un tramo de pacífica belleza. Y aquí residía la máxima seducción de la presciencia, la tentación ante la cual habían sucumbido Muad’Dib y su Tirano.
¡El oráculo sabe lo que ha de venir!
La horda de Lampadas la había enseñado a no buscar oráculos. Lo conocido podía acosarla más que lo desconocido. La dulzura de lo nuevo residía en sus sorpresas. ¿Podía ver eso el Rabino?