Cada vez que reconocía aquel cambio Bene Gesserit se sentía triste.
Cada vez está más cerca el día de nuestra separación.
Pero Murbella estaba hablando.
—Ella —(Odrade era a menudo «ella») no deja de pedirme que evalúe mi amor por ti.
Recordando aquello, Idaho se permitió volver atrás.
—Ha intentado lo mismo conmigo.
—¿Y tú qué le dijiste?
—Odi et amo. Escrucior.
Ella se alzó sobre un codo y le miro.
—¿Qué idioma es ese?
—Uno muy antiguo que Leto me enseñó una vez.
—Traduce. —Perentorio. Su viejo yo de Honorada Matre.
—La odio y la amo. Desgarrador.
—¿Realmente me odias? —Incrédula.
—Lo que odio es sentirme atado de esta forma, no el dominio sobre mi
yo
.
—¿Me abandonarías si pudieras?
—Deseo que la decisión se presente momento a momento. Quiero control sobre ella.
—Es un juego en el que una de las piezas no puede ser movida.
¡Ahí estaba! Sus palabras.
Recordándolo, Idaho no sintió ninguna exaltación, sino como si bruscamente acabara de abrir los ojos tras un largo sueño.
Un juego en el que una de las piezas no puede ser movida. Un juego.
Su visión de la no-nave y lo que la Hermandad hacía allí.
Había más en el cambio.
—La nave es nuestra escuela especial —dijo Murbella.
Tuvo que estar de acuerdo. La Hermandad reforzaba sus capacidades Mentat para reflejar datos y exhibir los conflictivos. Captó a dónde podía conducir aquello, y sintió un terrible miedo.
—Despejas los pasos nerviosos. Bloqueas fuera distracciones e inútiles vagabundeos mentales.
Redirigías tus respuestas hacia aquel peligroso modo que a todo Mentat se le advertía que debía evitar. «Puedes perderte ahí.»
Los estudiantes eran llevados a ver vegetales humanos «Mentats fracasados», mantenidos con vida para demostrar el peligro.
Qué tentador, sin embargo. Podías captar el poder en aquel modo.
Nada oculto. Todas las cosas conocidas.
Conocidas para aquellos desperdiciados cuerpos humanos inmóviles en sus colchones, con un débil olor a úlceras y orines en torno a ellos.
En medio de aquel miedo, con Murbella volviéndose hacia él en la cama, sintió las tensiones sexuales volverse casi explosivas.
Todavía no. ¡Todavía no!
Uno de ellos había dicho algo más. ¿Qué? Había estado pensando acerca de los límites de la lógica como una herramienta para exponer los motivos de la Hermandad.
—¿Intentas analizarlas a menudo? —preguntó Murbella.
Era extraño que preguntara aquello, como haciéndose eco de sus pensamientos no expresados. Negaba que leyera las mentes.
—Tan sólo te leo a ti, ghola mío. Porque tú eres mío, ¿sabes?
—Y viceversa.
—Cierto también. —Casi burlándose, pero cubriendo algo mucho más profundo y convulsionado.
Había un peligro latente en cualquier análisis de la psique humana, y así lo dijo.
—Pensar que saber por qué te comportas como lo haces te proporciona todo tipo de excusas para comportarte de una forma extraordinaria.
¡Excusas para comportarte de una forma extraordinaria!
He ahí otra pieza en su mosaico. Más parte del juego, pero esos tantos eran culpables y censurables.
La voz de Murbella era casi meditativa.
—Supongo que puedes racionalizar casi cualquier cosa basándola en algún trauma.
—¿Racionalizar cosas como quemar planetas enteros?
—Hay una especie de autodeterminación brutal en eso.
Ella
dice que efectuar determinadas elecciones afirma la psique y te proporciona una sensación de identidad en la que puedes confiar bajo tensión. ¿No estás de acuerdo, Mentat mío?
—El Mentat no es tuyo. —Sin fuerza en su voz.
Murbella se echó a reír y se dejó caer sobre su almohada.
—¿Sabes lo que desean las Hermanas de nosotros, Mentat mío?
—Desean nuestros hijos.
—Oh, mucho más que eso. Desean nuestra participación voluntaria en su sueño.
¡Otra pieza del mosaico!
¿Pero qué otra que una Bene Gesserit conocía ese sueño?
Las Hermanas eran actrices, siempre representando, permitiendo que muy poco que fuera real se asomara a través de sus máscaras. La auténtica persona estaba encerrada dentro y era reclamada al exterior tan sólo cuando era necesario.
—¿Por qué conservará ella esa vieja pintura? —preguntó Murbella.
Idaho sintió que los músculos de su estómago se contraían. Odrade le había traído una holograbación de la pintura que conservaba en su dormitorio.
Casitas en Cordeville, por Vincent Van Gogh.
Despertándole en su cama a alguna hora intempestiva de la noche, haría casi un mes.
—Me preguntaste por mi contacto con la humanidad, y aquí está. —Depositando el holo frente a sus ojos nublados por el sueño. Él se sentó en la cama y contempló aquello, intentando comprender. ¿Qué le ocurría a Odrade? Sonaba tan excitada.
Ella dejó el holo entre sus manos mientras encendía todas las luces, dando a la habitación una realidad de formas duras e inmediatas, todo vagamente mecánico, en la forma en que uno lo esperaría en una no-nave. ¿Dónde estaba Murbella? Se habían ido a dormir juntos.
Se concentró en el holo y lo sujetó de una forma inexplicable, como fuera un vínculo de unión con Odrade.
¿Su contacto con su humanidad?
El holo estaba frío bajo sus manos. Ella lo volvió a tomar y lo apoyó en la mesilla de noche, donde él siguió contemplándolo mientras ella encontraba una silla y se sentaba a su cabecera. ¿Sentarse? ¡Algo la impulsaba a estar cerca de él!
—Fue pintado por un loco en la Vieja Tierra —dijo Odrade, acercando su mejilla a él mientras ambos contemplaban la copia del cuadro—. ¡Míralo! Un momento humano encapsulado.
¿En un paisaje? Si, maldita sea. Ella tenía razón.
Siguió contemplando el holo.
¡Esos maravillosos colores!
No eran simplemente los colores. Era la totalidad.
—La mayor parte de los artistas modernos se reirían de la forma en que creó eso —dijo Odrade.
¿No podía guardar silencio mientras él lo miraba?
—Fue un ser humano el que efectuó el registro definitivo de esta escena —dijo Odrade—. La mano humana, el ojo humano, la esencia humana, enfocados en la consciencia de una persona que probaba sus límites.
¡Probaba sus límites!
Más para el mosaico.
—Van Gogh hizo eso con los materiales y el equipo más primitivos. —Sonaba casi ebria—. ¡Pigmentos que un hombre de las cavernas hubiera reconocido! Pintado sobre una tela que pudo haber sido tejida con sus propias manos. Es posible que construyera él mismo sus pinceles con unos cuantos pelos de la piel de un animal y ramillas recogidas del bosque. —Tocó la superficie del holo, y su dedo puso una sombra entre los altos árboles—. El nivel cultural era burdo según nuestros estándares, pero ¿ves lo que produjo?
Idaho tuvo la sensación de que tenía que decir algo, pero las palabras no brotaron. ¿Dónde estaba Murbella? ¿Por qué no estaba allí?
Odrade se echó hacia atrás, y sus siguientes palabras ardieron dentro de él.
—Esa pintura dice que no puedes suprimir lo incontrolado, lo único, que
siempre
ocurrirá entre los humanos, no importa lo que intentemos evitarlo.
Idaho extirpó su mirada del holo y la fijó en los labios de Odrade mientras ésta hablaba.
—Vincent nos dijo algo importante acerca de nuestros semejantes en la Dispersión.
¿Ese pintor muerto hace tanto tiempo? ¿Acerca de la Dispersión?
—Han hecho cosas ahí afuera y están haciendo cosas que nosotros ni siquiera podemos imaginar. ¡Cosas sorprendentes! El tamaño explosivo de esa población Dispersa lo garantiza.
Murbella entró en la habitación detrás de Odrade, atándose el cinturón de una ligera bata blanca, descalza. Su pelo estaba húmedo de la ducha. De modo que ahí era donde había ido.
—¿Madre Superiora? —La voz de Murbella era soñolienta.
Odrade habló por encima de su hombro, sin volverse del todo.
—Las Honoradas Matres piensan que pueden anticipar y controlar todo lo que se aparte de la norma. Qué tontería. Ni siquiera pueden controlarlo en ellas mismas.
Murbella se dirigió a los pies de la cama y miró interrogativamente a Idaho.
Cree que ha entrado en medio de una conversación.
—Equilibrio, esa es la clave —dijo Odrade.
Idaho mantuvo su atención en la Madre Superiora.
—Los humanos pueden mantener su equilibrio sobre extrañas superficies —dijo Odrade—. Incluso en las impredecibles. A eso le llaman «mantener el tono». Los grandes músicos saben de eso. Los que practicaban el surf en Gammu cuando yo era niña sabían de eso. Algunas olas los volcaban, pero estaban preparados para ello. Volvían a subir, y seguían.
Sin ninguna razón que pudiera explicar, Idaho pensó en otra cosa que Odrade había dicho:
—No tenemos cosas guardadas en la buhardilla. Lo reciclamos todo.
R
eciclo. Ciclo. Fragmentos de círculo. Piezas de mosaico.
Estaba cazando al azar, y lo sabía. No a la manera Mentat. Reciclar, sin embargo… las otras Memorias no eran pues una buhardilla llena de trastos, sino algo que ellas consideraban como algo que se reciclaba constantemente. Eso significaba que utilizaban su pasado tan sólo para cambiarlo y renovarlo.
Mantener el tono.
Una extraña alusión por parte de alguien que afirmaba que evitaba la música.
Recordando, captó aquel mosaico mental. Se había convertido en un desorden. Nada encajaba en ninguna parte. Piezas al azar que probablemente no encajarían nunca en absoluto.
¡Pero lo hicieron!
La voz de la Madre Superiora seguía sonando en su memoria.
Así que hay más.
—La gente que sabe esto va hasta su mismo corazón —dijo Odrade—. Te advierten que no puedes pensar en lo que estás haciendo. Esa es una forma segura de fracasar. ¡Simplemente hazlo!
No pienses. Hazlo. Captó la anarquía. Aquellas palabras lo arrojaron de vuelta a recursos distintos a los del adiestramiento Mentat.
¡El engaño Bene Gesserit!
Ella había hecho aquello deliberadamente, sabiendo el efecto. ¿Dónde estaba el afecto que él sentía a veces irradiar de ella? ¿Podía esa mujer sentir preocupación por el bienestar de alguien al que trataba de esta forma?
Cuando Odrade los dejó (apenas se dio cuenta de su marcha), Murbella se sentó en la cama y alisó su bata en torno a sus rodillas.
Los humanos pueden mantenerse en equilibrio sobre extrañas superficies.
Movimientos en su mente: las piezas del mosaico intentando hallar relaciones.
Captó una nueva marejada en el universo. ¿Aquellas dos personas desconocidas en su visión? Formaban parte de él. Lo sabía sin ser capaz de decir por qué. ¿Era eso lo que afirmaba la Bene Gesserit? «Modificamos viejas modas y antiguas creencias.»
—¡Mírame! —dijo Murbella.
¿La Voz?
No, pero ahora estaba seguro de que ella la había intentado, y que no le había dicho que ellas estaban adiestrándola en su brujería.
Vio la extraña mirada en los verdes ojos de ella, una mirada que le decía lo que pensaba de sus antiguas asociadas.
—Nunca intentes ser más listo que la Bene Gesserit, Duncan.
¿Hablando para los com-ojos?
No podía estar seguro. Era la inteligencia tras los ojos de ella lo que lo atraía esos días. Podía sentirla crecer allí, como si sus maestras estuvieran hinchando un balón y el intelecto de Murbella se expandiera de la misma forma que un abdomen se expandía con una nueva vida.
¡La Voz!
¿Qué le estaban haciendo?
Aquella era una pregunta estúpida. Sabía lo que le estaban haciendo. Estaban apartándola de él, haciendo de ella una Hermana.
Ya no más mi amante, mi maravillosa Murbella.
Una Reverenda Madre, remotamente calculadora en todo lo que hiciera. Una
bruja
. ¿Quién podía amar a una bruja?
Yo podría. Y siempre lo haré.
—Te sujetan por tu lado ciego para utilizarte para sus propósitos —dijo Duncan.
Pudo ver que sus palabras causaban efecto. Ella había despertado a aquella trampa tras el hecho. ¡Las Bene Gesserit eran tan malditamente listas! La habían seducido atrayéndola a su trampa, ofreciéndole pequeños destellos de cosas tan magnéticas como la fuerza que la ataba a él. Aquello no podía producir más que irritación a una Honorada Matre.
¡Atrapamos a otras! ¡Ellas no nos atrapan a nosotras!
Pero esto había sido hecho por la Bene Gesserit. Se hallaban en una categoría distinta. Casi Hermanas. ¿Por qué negarlo? Y ella deseaba sus habilidades. Deseaba pasar la prueba y adquirir todas las enseñanzas que podía sentir latiendo justo al otro lado de las paredes de la nave. ¿No se daba cuenta del porqué ellas aún la seguían sometiendo a prueba?
Saben que aún sigue debatiéndose en su trampa.
Murbella se quitó la bata y se deslizó dentro de la cama a su lado. Sin tocarse. Pero manteniendo esa cálida sensación de proximidad entre sus cuerpos.
—Originalmente pretendían que yo controlara a Sheeana para ellas —dijo Duncan.
—¿Como me controlas a mí?
—¿Te controlo?
—A veces pienso que eres un cómico, Duncan.
—Si no puedo reírme de mí mismo estoy realmente perdido.
—¿Reírte de tus pretensiones humorísticas también?
—Esas las primeras. —Se volvió hacia ella y apoyó su mano formando copa sobre el pecho izquierdo de ella, sintiendo endurecerse el pezón bajo su palma—. ¿Sabes?, nunca fui destetado.
—¿Nunca, en todas esas…?
—Ni una sola vez.
—Debí haberlo sospechado. —Una sonrisa aleteó en sus labios, y bruscamente los dos estaban riendo a carcajadas, aferrándose fuertemente el uno al otro, incapaces de contenerse.
Finalmente, Murbella dijo:
—Maldito sea, maldito sea, maldito sea.
—¿Maldito sea quién? —mientras su risa menguaba y se apartaban el uno del otro, forzando la separación.
—No quién, qué. ¡Maldito sea el destino!
—No creo que al destino le importe.
—Te quiero, y no se supone que tenga que ser así si quiero ser una Reverenda Madre como corresponde.