Carolina se enamora (41 page)

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Authors: Federico Moccia

Tags: #Romántico

BOOK: Carolina se enamora
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¿«Te quiero»? ¡No puede ser! ¡Menuda frase! ¿Y yo? ¿Cuándo diré a alguien que lo quiero? Después, el tipo en cuestión se ha sacado del bolsillo un candado, lo han enganchado a la cadena que había sujeta a la farola y han tirado las llaves al río. «¡¡Eso es!!» Ha estallado un aplauso general mientras esos dos se besaban felices. ¿Y nosotras? ¿Qué pasa con nosotras, las pobres desgraciadas? ¿Nosotras, que llevamos el candado en el bolsillo desde hace no sé cuántos meses y no tenemos un nombre, una esperanza, un sueño donde engancharlo? ¿Por qué no hay una farola también aquí, en el ponte Milvio, para nosotras? ¡La farola de las solteras! Y con este último pensamiento en la cabeza, me despido del año… ¡Adióóós!

Pues bien, eso fue más o menos lo que sucedió durante los primeros meses de colegio. En mi opinión, sin embargo, lo bonito de la vida cuando se echa la vista atrás es que te das cuenta de lo mal que has estado por ciertas cosas que luego olvidas por completo y que, en cambio, recuerdas siempre los momentos de felicidad. Y, sobre todo, cuando repasas lo que has hecho te percatas de que tal vez podrías haber entendido algo. Entonces sientes la tentación de volver sobre tus pasos, de regresar a ese momento y, quizá, cambiar la decisión que tomaste, optar por una diferente, algo así como lo que sucede en
Dos vidas en un instante
, una película preciosa en la que sale Gwyneth Paltrow, o también en
Hombre de familia
, con Nicolás Cage; ambas te dan la posibilidad de ver cómo los dos protagonistas, un chico y una chica, podrían haber vivido dos vidas distintas. Sólo que, exceptuando esas películas, todos sabemos que eso no es posible.

Por eso, en ocasiones sólo tenemos una opción de elegir guiados por el corazón, por el instinto, por la confianza, sin posibilidad de volver atrás. Y yo espero de verdad que mi decisión sea la justa. Pero ¿qué hora es? No me lo puedo creer, apenas son las nueve y media.

Todavía estará durmiendo. Ha dicho a las once, pero ¿y si se despierta a mediodía? Lo he intentado antes por si acaso, pero tenía el móvil apagado. Más claro, agua. Está en casa solo, el sábado por la mañana, sus padres llevan de viaje una semana, la asistenta hoy no viene, ¿qué más se le puede pedir a la vida? Dormir. Dormir, a veces, es una cosa magnífica. Cuando estás en paz con el mundo, cuando has estudiado y te has esforzado, cuando no has discutido con nadie, cuando has echado una mano en casa y has comido cosas ligeras. Entonces sólo te resta ir a dormir… Y soñar. También eso resulta precioso cuando estás en ese estado. Y casi obligado. Es como entrar en un cine con los ojos cerrados. Alguien ha pagado la entrada por ti, pero sabes que no te decepcionará, que no será un disparate, que sonreirás, te divertirás y al final saldrás conmovida… Bueno, pues dulces sueños, Massi, hasta luego. A fin de cuentas, el capuchino en julio se lo toma frío, y en cuanto a los cruasanes, lo importante es que sean frescos.

—¡Buenos días, Erminia!

Me sonríe, pero no recuerda mi nombre. Venimos aquí de vez en cuando con mi madre y yo compro un ramillete de flores, uno de esos que tienen ya expuestos y que valen diez euros. Mi madre dice que en ocasiones, para las fiestas, es bonito que haya un poco de color en casa. Erminia siempre ha estado en esta esquina de la calle. Al principio su local era poco menos que un agujero, tenía alguna que otra planta que colocaba fuera, delante de la fuente, y un chico que la ayudaba. Ahora los chicos son tres, las plantas innumerables, y el tugurio se ha convertido en una auténtica tienda.

—¿Puedo ayudarte?

—No… Gracias.

Luego reflexiono por un momento. No obstante… la verdad es que nunca le he regalado flores a un hombre. Por lo general, son ellos los que nos las regalan a nosotras. Venga, ¿por qué no? Es algo raro, lo reconozco, pero es también un detalle precioso, para un día único, especial, que no tiene… Que será incomparable. Quiero decir que nada volverá a ser igual después de que lo haya hecho. Después de que haya hecho el amor.

—¡Sí! ¡He cambiado de opinión!

Erminia sonríe divertida al ver mi repentino entusiasmo.

—Bien, acabo de atender a este señor y luego me ocupo de ti.

—Vale, gracias.

—Veamos, ¿qué era lo que quería?

—Oh, bueno, unas rosas, pero no muchas, quiero decir, las justas, con el tallo no demasiado largo, vaya. Algo normal.

Erminia arquea las cejas y coge un ramo de uno de los jarrones que hay a su lado.

—¿Le parecen bien éstas?

—Hum… —El hombre las mira cabeceando—. ¿Cuánto cuestan?

—Veintiocho.

Es un ramo de rosas jaspeadas con el tallo mediano.

—Bonitas, pero son demasiadas. —El hombre vacila—. ¿Veinticinco?

Lo que lo hace titubear no son las rosas, sino el precio. O quizá la chica en cuestión.

Erminia esboza una sonrisa.

—Sí… de acuerdo. —Curioseo entre los diferentes tipos de flores mientras ella le prepara el ramo. El hombre coge una tarjeta de una caja cercana y a continuación paga—. Aquí tiene… Gracias.

—Y ahora… —Erminia se aproxima a mí—. ¿En qué puedo ayudarte?

—Bueno, me gustaría algo sencillo.

Erminia me mira.

—Pero bonito…

Le sonrío.

—Eso es, bonito.

—¿Y qué debe expresar?

Me ve indecisa.

—No es un cumpleaños, sino una fecha que en el futuro será una fecha importante…

—Entiendo.

La miro en silencio. Después de lo que le he dicho no consigo imaginarme lo que puede haber entendido.

—¿Te gustan éstas?

Coge un ramillete de flores celestes preciosas, pequeñas, pero muy luminosas.

—¿Qué son?

—Nomeolvides. Son las flores del amor juvenil.

—¿Qué significa eso?

Erminia me mira.

—Todas las flores tienen su historia, la elección a veces traiciona, quiero decir que la flor revela el momento de amor que está viviendo una pareja. Por ejemplo, los de antes han perdido la pasión.

—¿En serio?

—Sí, un hombre que pregunta cuánto cuestan las flores es que ya no está muy enamorado.

—Quizá esté enamoradísimo pero no tenga mucho dinero.

Erminia suelta una carcajada.

—Te gustan éstas, ¿verdad? ¡Dame lo que quieras!

Poco después me encuentro de nuevo en la calle con esa preciosidad de flores en la mano. Las flores del amor juvenil. Son una maravilla. Las llevo envueltas en un ligero velo celeste pálido, gracias al cual resaltan, parecen más oscuras, y están sujetas por un lazo azul, chillón.

—¡Caro!

¡Dios mío! Reconozco esa voz. Me vuelvo.

Rusty James en su moto.

Se detiene a un paso de mí y me sonríe.

—¿Qué haces aquí?…

—¿Yo?…

—¡Sí, tú! ¿Quién si no?…

Escondo las flores detrás de la espalda. Tengo la impresión de que Rusty se ha dado cuenta, pero hace como si nada y sigue hablando.

—Te he llamado antes, pero no tenías cobertura… ¿Adónde vas?

—A casa de una amiga.

Rusty me sonríe, acto seguido se encoge de hombros. Al parecer, se ha dado cuenta. Mi primera mentira. Mejor dicho, la primera mentira que le digo a él. Rusty sacude la cabeza y arranca la moto.

—Vale… En ese caso, nada. Lástima, tenía una sorpresa para ti.

Parece de nuevo alegre. Quizá no se haya percatado de nada. Luego da la impresión de que cambia de opinión.

—Eh, Caro, quizá te llame esta tarde, ¿qué dices? O mañana. Eso es, quedamos para mañana, que es domingo. ¿Vale?

Le sonrío.

—Vale.

—En ese caso le reservaré a mi hermanita la magnífica sorpresa que quiero compartir con ella.

Y se marcha así, con el pelo asomando por debajo del casco, con sus gafas oscuras y esa maravillosa sonrisa en los labios. En cierto modo, me siento culpable. Es la primera vez, que le miento. Lo veo ya a lo lejos. Solo. Sin Debbie. Me gustaban mucho como pareja. Bromeaban y se reían juntos. Le di la carta sin leerla siquiera. Esperemos que vaya bien. Había otra pareja que también me encantaba, Francesco y Paola. Vivían en Anzio. Los veía todos los años, desde siempre, desde que empecé a ir a esa localidad. Recuerdo que iban a la playa en moto. Ella detrás de él, abrazándolo con fuerza. Tenían una Vespa de color gris metalizado y cuando llegaban él apagaba el motor, porque de lo contrario la señora que se ocupaba de los servicios se enfadaba. Sí, Donatella, la señora de los servicios. Era vieja y siempre tenía algo que objetar. Los servicios se encontraban justo a la entrada de las casetas de la playa y uno podía entrar para lavarse los pies, para sacudirse la arena y para hacer pis. Pero estaban tan sucios que si entrabas descalzo y el suelo estaba lleno de ese barro… Brrr. Sólo de pensarlo se me pone la piel de gallina. ¡Qué asco me daba! De manera que Francesco apagaba el motor de la Vespa, se bajaba al vuelo y metía una mano por la parte trasera, donde está la matrícula, y la hacía bajar por los tres escalones que había.

No podía utilizar la rampa de madera de la señora de los servicios, porque en una ocasión Donatella le había gritado: «¡Es demasiado fina! ¡Es para las bicicletas y no para ese trasto de Vespa!». Y Francesco se había echado a reír. ¿Lo entendéis? En lugar de enfadarse se había reído. Y había bajado la Vespa él solo como si fuese una bicicleta. Tenía un físico que dejaba sin respiración. Después de aparcar la moto ahí abajo, cerca de la arena, Paola y él se dirigían a una sombrilla que no estaba muy lejos y luego jugaban con las palas, eran buenísimos. Jugaban en el agua, donde apenas cubría, con ímpetu, golpeando con fuerza y rabia la pelota.

Paola llevaba siempre unos trajes de baño minúsculos, de color naranja, cereza o amarillo intensó, en cualquier caso, nunca demasiado claros; no tenía mucho pecho, la melena castaña clara le rozaba los hombros y su cuerpo era esbelto y moreno. Francesco tenía el pelo rizado, una nariz un poco aguileña, los hombros anchos y las piernas largas, era también delgado, tenía unos abdominales fuertes, unas cuantas pecas debajo de sus ojos azules y una boca grande con unos dientes blancos y bonitos. Se reía con frecuencia. Sí, porque además no paraban de gastarse bromas. Divertidas. De vez en cuando, él se metía debajo de la sombrilla con un cubo lleno de agua y, mientras ella leía, se la tiraba despacio por el respaldo de la tumbona.

—¡Así no se moja el periódico!

—¡Ay, está helada! ¡Como te pille, verás!

Entonces Paola empezaba a perseguirlo mientras el serpenteaba a derecha e izquierda y desaparecía entre los patines; luego seguían corriendo alrededor de las duchas hasta llegar a las sombrillas que se encontraban junto a la orilla. A continuación, ella saltaba por encima de un patín y, en ocasiones, se abalanzaba sobre él y luchaban sobre la arena. Una vez Paola perdió la parte de arriba del biquini, pero le dio igual. Siguió luchando con los pechos al aire. La gente se detenía a mirarlos y se echaba a reír. Ellos eran así, guapos y salvajes, la atracción de la playa. Y ahora no recuerdo qué más sucedía. Ah, sí, a veces era ella la que le gastaba una broma a él. En una ocasión excavó poco a poco bajo la tumbona, durante mucho rato, ¿eh? Hizo un agujero muy profundo y la tumbona acabó bien hundida en la arena. Él quedó atrapado en el agujero y, mientras ella lo cubría con la arena caliente, no dejaba de reírse.

—¡Ay, Paola, quema!

Este verano, sin embargo, él estaba solo. No salía de debajo de la sombrilla y leía un libro tras otro, todos distintos. No sé por qué, pero pensé que debían de ser muy aburridos. Quizá porque siempre tenía el semblante algo triste. En ningún momento oí que alguien le preguntase por Paola. Pero alguna persona debía de saber lo que había ocurrido y tal vez se lo contó a Walter, el socorrista, quien, a su vez, se lo contó a una amiga de mi madre, Gabriella, que es incapaz de quedarse callada. Y, de hecho, al día siguiente: «Sí, sí, Walter me ha dicho que han roto».

Y lo sentí. Muchísimo. Ahora nuestra playa me parece distinta. Es como si le faltase algo. Como si ya no estuviera el patín rojo, el socorrista, el hombrecillo de los periódicos que pasa con el carrito de vez en cuando, o ese tan moreno con una camiseta blanca y unos pantalones cortos de color azul que vende coco.

Francesco y Paola eran míos. Puede que ellos nunca se dieran cuenta de mi presencia, porque yo era pequeña e insignificante, pero toda su historia, cuando llegaban con la Vespa, el modo en que jugaban con las palas y sus bromas, las carreras y los besos llenaron mis veranos. Y, aunque ellos no lo sepan, echaré de menos a esos dos enamorados.

Casi sin darme cuenta, me encuentro delante de la iglesia. Y, poco a poco, subo la escalinata como empujada por un motivo indefinido. Abro el gran portón. Silencio. Una nave enorme, vacía y ordenada. Los bancos de madera están vacíos. Sólo veo a una señora anciana al fondo. Está quitando el polvo a unos cirios que rodean un pequeño altar. Recuerdo que ahí es donde se celebran los bautizos. Un día asistí a uno precioso. El bebé miraba a sus padres con los ojos muy abiertos. No lloraba. Esperaba curioso y algo asustado lo que le iba a ocurrir a continuación. Luego sonrío. ¿Por qué me habrá pasado por la mente la imagen de ese niño? Justamente hoy, además. Arqueo las cejas. No me atrevo a imaginar qué podría suceder. En casa. En el colegio. Mi padre, mi madre, mi hermano, la abuela Luci. Y lo que podría decir Ale… No quiero ni pensarlo.

—¿Carolina?

Me vuelvo.

—Hola…, ¿No me reconoces?

Es un cura, claro. Es alto. Tiene el pelo corto y un bonito rostro, sereno y afable.

—Soy don Roberto. Nos conocimos el año pasado, en la catequesis de confirmación… y tú discutiste…

Por descontado. ¿Cómo no? Pero él sonríe y después ladea la cabeza, con una leve curiosidad, moderada, bondadosa, tranquila.

—¿Qué haces aquí? —A continuación se pone un poco más serio—. ¿Puedo ayudarte en algo?

Parece también un poco preocupado. Y yo no sé realmente qué decirle.

—He entrado a rezar…

Sí, eso es creíble.

Me sonríe.

—Ven, vamos…

Salimos al patio y paseamos. Recuerda una de esas escenas que nos ha leído el profe Leone, don Abbondio hablando con Lucia, ¡Dios mío, pero si eso es de
Los novios
! Pues vaya… ¡Ojalá! Aunque aún es un poco pronto. Don Roberto me habla de todo un poco, quizá esté tratando de ganarse mi confianza.

—Sé que discutiste en clase con don Gianni.

—Sí, ¿cómo se ha enterado?

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