—Gracias… —consigo decir con un hilo de voz.
El conductor me sonríe por el espejito, después agarra de nuevo el gran volante y empieza a conducir. Me mira mientras me acomodo en uno de los asientos. El autobús va medio vacío y se dirige rápido y ligero hacia el centro. En las calles hay también pocos transeúntes. Y yo recupero el aliento mientras pienso en la manera de hacer la pregunta.
—Disculpe.
—¿Sí? —Una dependienta joven me sale al encuentro—. ¿En qué puedo ayudarte?
Me gustaría decirle: «¿Sabe? Ayer vi unos zapatos preciosos que, en cualquier caso, cuestan demasiado…». Pero la verdad es que no es ése el motivo de que esté allí… No es el mejor modo de abordar el tema. Tengo que ser más directa.
—Ayer había algo escrito en el escaparate… Un número de teléfono.
—Sí, no me hables. Mira, incluso llamé al número en cuestión. Era de un chico, se ve que había quedado con alguien. Se echó a reír… No tenía ninguna cita. ¡Me dijo que era para su próxima novia!
—¿Eso dijo?
Y me entran ganas de echarme a reír. Está verdaderamente loco.
—Sí, eso dijo… ¿Qué pasa? ¿Por qué te ríes? ¿Es amigo tuyo?
—No, no.
—De todas formas, es un arrogante, se rió y después me colgó sin más.
Sólo se me ocurre decirle una cosa.
—Es que tenía mi móvil en la mochila, y él se lo llevó y no tengo su número.
No sé si me cree, pero la respuesta es en cualquier caso seca.
—Nosotros tampoco lo tenemos. Lo borramos… y lo olvidamos.
Acto seguido se da media vuelta y se aleja. Salgo y miro el escaparate. Nada, ya no se puede leer. Pruebo a mirar mejor. Lo han limpiado bien. Me pongo a contraluz. Me inclino a ras del cristal. Nada, lo han limpiado a la perfección y, por si fuera poco, detrás del escaparate veo que la dependienta me escruta. Nuestras miradas se cruzan y ella sacude la cabeza, se vuelve y me da la espalda de nuevo. Me levanto. Massi hizo bien al colgarle el teléfono. Afortunada ella que pudo llamarlo, sin embargo. Y, dicho esto, sólo me queda mi segunda y última oportunidad.
—Hola.
Detrás del mostrador de la caja de Feltrinelli hay una chica muy guapa con el pelo recogido en lo alto. Lleva también una tarjeta con su nombre: Chiara.
—Buenos días, dime.
Saco de la bolsa el CD que me regaló Massi.
—Ayer compré este CD…
La chica lo abre, mira uno de los lados, acto seguido le da la vuelta entre las manos y comprueba un pequeño sello plateado.
—Sí…, es nuestro. ¿Qué pasa? ¿Tiene algún defecto? Espera que llame a la persona que se ocupa de estas cosas.
Entonces pulsa un botón que hay a su lado. Antes de que pueda añadir nada, aparece él. Sandro. El tipo del libro sobre educación sexual. Por desgracia, me reconoce. Sonríe al verme.
—¿Qué pasa? ¿Has cambiado de idea?
Chiara toma las riendas de la situación.
—Hola, Sandro, perdona que te haya llamado, pero esta chica compró ayer este CD y creo que tiene problemas. —Después, como si se hubiese acordado de repente—: ¿Tienes el ticket? De no ser así, no podemos cambiártelo.
Antes de que pueda contestarle, Sandro interviene.
—Perdona, ayer querías comprar un libro sobre educación sexual… —Mira a su colega y opta por ahorrarme una situación embarazosa—. Después eligió el de Zoe Trope y, por lo visto, al final compró un CD… Así no aprenderás nada.
Me sonríe, alusivo y fastidioso.
—No era para mí.
—¿Está defectuoso?, ¿se oye bien?
—De maravilla…
—Vale, pero ¿tienes el ticket?
—No quiero cambiarlo.
—En ese caso, ¿cuál es el problema?
—Pues…
Lo miro, ligeramente cohibida.
—Ya entiendo. Quieta. —Sandro me mira y se pone muy serio—. Burlaste la vigilancia. ¡Lo robaste, ahora te sientes culpable y quieres devolverlo! Sois todas iguales, las
baby gang
, vais por ahí atracando a la gente, les robáis el móvil, el dinero, incluso las cazadoras… ¿Eres la líder de una banda?
¡No me lo puedo creer! Y ya no sé cómo detenerlo. Sí, nos ha descubierto usted: somos Alis, Clod y yo. Las tres rebeldes del Farnesina. Incluso hemos dado un golpe: ¡media chocolatina para cada una!
—Perdone, ¿puede escucharme un momento?
Por fin se calma.
—Un chico me regaló ayer este CD.
Le cuento toda la historia, el escaparate, el número escrito en el cristal, a continuación el autobús, el robo de mi móvil, los dos chicos rumanos. Ésos sí que forman una auténtica
baby gang
, si es que se la puede calificar de «
baby
». Hasta le cuento lo del regalo de Alis del día siguiente.
—Qué amiga tan enrollada, fue muy amable. —Luego Sandro se queda un poco perplejo—. Pero, entonces, ¿qué puedo hacer por ti?
—Me gustaría saber quién es ese chico, quizá pagó con la tarjeta de crédito y salga allí su apellido, o a lo mejor pidió una factura y aparezcan en ella sus datos, su dirección…
Sandro me mira curioso, desconcertado, al final hasta un poco sobrecogido. A continuación arquea una ceja, puede que no acabe de tenerlas todas consigo. Intento convencerlo de que lo que le estoy contando es verdad y de que la única solución que tengo es decírselo.
—Ese chico, el que me regaló el CD, me gusta muchísimo.
Lo veo sonreír por primera vez. Tal vez porque piensa que podría ser su sobrina o que, en el fondo, está a punto de empezar una historia de amor o, sencillamente, porque esta vez se cree que no le he contado una mentira.
—Ven conmigo, vamos al despacho que hay ahí detrás.
Recorremos un largo pasillo. Encima de la puerta hay un cartel que reza: «Oficinas. Prohibida la entrada».
—Venga, ven…, no te preocupes.
Abre la puerta y me deja pasar. Acto seguido, se sienta tras un escritorio, enciende un ordenador, saca unos recibos de un cajón y empieza a comprobarlos.
—Veamos, 15 de septiembre… Libros, libros, películas, CD dobles, más libros, libros… Aquí está. Esa persona sólo compró un CD, James Blunt,
All the lost souls
, recibo número 509. —Mira la pantalla—. Lo adquirió a las 18.25.
Sí, la hora es exacta. Es él. Yo había salido unos segundos antes. Sandro desplaza el cursor hacia abajo por la pantalla para averiguar cómo se efectuó el pago. Siento que mi corazón late cada vez más de prisa, cada vez más fuerte. Sandro sonríe. Es un visto y no visto, un instante. Porque después la sonrisa se borra de su rostro. Se asoma desde detrás del ordenador y me mira con seriedad.
—No. Lo siento. Veinte euros y cuarenta céntimos. Pagó en efectivo.
—Gracias de todas formas.
Salgo acongojada de Feltrinelli. Nada. Ya no me queda ninguna posibilidad. No volveré a ver a Massi. No sé hasta qué punto mis temores son infundados.
Subo al autobús de nuevo y todo me parece más triste, la realidad ha perdido color, se aparece casi en blanco y negro. Hay poca gente y todos dan la impresión de sentirse ofuscados, ni siquiera una pareja, alguien riéndose, alguien escuchando un poco de música, que siga el ritmo moviendo la cabeza. No hay nada que hacer, cuando un sueño se desvanece incluso la realidad pierde su belleza. Eh… ¡Caramba!, esa frase merece figurar en mi diario de citas. La verdad es que todavía no tengo uno, ¡pero me encantaría comprármelo! He recopilado ya alguna que otra, pero las he escrito en la agenda del colegio o en el móvil que aquellos dos tipos me robaron.
De improviso me viene a la mente el e-mail que Clod me escribió ayer. Está leyendo un libro de Giovanni Allevi, quien, entre paréntesis, a ella le gusta a rabiar, no tanto por su manera de tocar, sino por su forma de ser; se titula
La música en la cabeza
. Me ha copiado una cosa que a mí me parece muy fuerte y que ahora viene al caso: «Cuando persigues un sueño, encuentras en el camino muchas señales que te indican la dirección, pero si tienes miedo no las ves». Eso es, no las ves. Miro con desconfianza detrás de mí. ¿Acabará de la misma manera el móvil que me ha regalado Alis? De modo que, para estar más segura, lo paso del bolsillo trasero al delantero. Ahora me siento más aliviada. ¿Cómo era esa frase que tenía en el móvil? Sí, porque sólo había una realmente sincera. Eso es: «¡No hay nada más bonito que lo que empieza por casualidad y acaba bien!».
Me gusta un montón y, no sé por qué, me hace pensar de nuevo en Massi y en todo lo que podría haber ocurrido entre nosotros y… ¡Eh, pero si ésta es mi parada! En cuanto toco el timbre, el autobús se detiene con brusquedad. El conductor me mira por el espejito y a continuación sacude la cabeza. Una señora un poco regordeta no consigue agarrar a tiempo la barra de hierro y cae en brazos de un anciano. Pero él no se enfada. Al contrario, sonríe. La señora se disculpa de todas las maneras posibles. Y él sigue sonriendo.
—No se preocupe. Estoy bien.
Mientras tanto, me apeo y al final yo también esbozo una sonrisa. ¿Quién sabe?, quizá mi distracción haya cambiado el destino de dos personas.
El autobús vuelve a ponerse en marcha y pasa por delante de mí mientras camino. Los veo, a él y a ella, al anciano y a la señora regordeta, charlando y riéndose. Quizá haya contribuido a formar una nueva pareja. Puede que nosotros nunca lleguemos a enterarnos, pero a veces somos los artífices de lo que sucede en la vida de los demás. En ciertas ocasiones voluntariamente, en otras no. Llego debajo de casa y de repente los veo a todos allí, como siempre. Como entonces. Las chicas sentadas en el muro, los chicos jugando a la pelota. Corren por el patio sudados y encantados a más no poder con las porterías que han improvisado valiéndose de un garaje que tiene la persiana metálica oxidada y, al otro lado, de una bomba verde de agua, un poco amarillenta debido al sol e, inmediatamente después, algunos metros más allá, de unas cazadoras tiradas por el suelo. Los chicos del patio. Corren, gritan y vocean sus nombres.
—¡Eso es, Bretta! ¡Venga, Fabio! ¡Pásala! Fabio, Ricky, venga, Stone, vamos.
Se pasan una pelota medio deshinchada, oscura, con las huellas del sinfín de patadas que ha recibido. Y corren. Corren en pos del último sol, sudados por esa tarde de juego, con unas botas de imitación en los pies, o con unos viejos mocasines de fiesta que los guijarros del asfalto irregular han acabado por cubrir de arañazos. Y además están ellas, las animadoras del patio. Anto, Simo, Lucia, Adele. Una lame un Chupa-Chups, otra hojea aburrida un viejo
Cioè
, lo reconozco. Al menos es de hace dos meses. Dentro tenía un póster de Zac Efron. La otra busca desesperadamente en su iPod (que luego veo que en realidad es un viejo Mp3), una canción cualquiera. Me ven. Adele me saluda.
—Hola, Caro.
Anto levanta la cabeza y hace un ademán con la barbilla. Simo me sonríe. Lucía sigue lamiendo el Chupa-Chups y esboza un «Oa…» que debería ser un «hola», pero se ve que quiere engordar a la fuerza.
Vuelven a concentrarse otra vez en ese partido tan sui géneris. Y yo me despido de todas como de costumbre, con mi consabido «¡Adióóóós!», y me marcho. Entro corriendo en el portal y llamo el ascensor. Pero, como no tengo ganas de esperar, subo la escalera a toda prisa, saltando los peldaños de dos en dos. Y al pasar los veo a través del cristal del rellano. Riccardo corre como un loco, tiene el balón en los pies y no lo suelta ni por ésas. Bretta está a su lado, corre cerca de él, siguiéndolo. Están en el mismo equipo.
—¡Venga, pásala! ¡Pásala!
Pero Fabio, que juega contra él, es más rápido, se lo roba y se dirige hacia la portería junto a Stone. Bretta se mosquea, se vuelve y corre también en dirección a la portería.
—¡Te he dicho que la pasases, te lo he dicho!
Demasiado tarde. Stone y Fabio marcan un gol con un fuerte pelotazo contra la persiana oxidada del garaje, cuyo ruido asciende retumbando por la escalera. Ricky se queda en medio del patio con los brazos en jarras, respirando profundamente para recuperar el aliento. A continuación se aparta el pelo con la mano. Lo tiene sudado, y largo como siempre. Bretta pasa junto a él enfadado y da una patada a una pinza rota que debe de haberse caído de algún tendedero.
—Nos ganan tres a cero…
—¡Por supuesto! Ahora los superaremos.
Luego Ricky mira hacia lo alto, en dirección a la escalera. Y me ve. Nuestras miradas se cruzan, Me sonríe. Y yo me ruborizo un poco y me aparto. Mientras corro como un rayo por la escalera, el recuerdo vuelve a pasar por mi mente. Hace tres años. Yo tenía once, él trece. Estaba enamoradísima de Riccardo, con ese amor que no sabes a ciencia cierta qué significa, que no sabes ni dónde empieza ni dónde acaba. Te gusta verlo, encontrarte y hablar con él, te cae bien y, cuando pasas un poco de tiempo sin verlo, lo echas de menos. En fin, ese amor que no puede ser más bonito… porque es absurdo. Es amor en estado puro. Sin la sombra de una preocupación, todo felicidad y sonrisas. Y ganas de hacerle regalos, como esos que te gusta recibir de tus padres y que a veces, sin embargo, no te hacen porque en ese caso no les corresponde a ellos.
14 de febrero. San Valentín. La primera vez que le hice un regalo a un hombre. Un hombre…, ¡un chico! Un chico… un niño. Y me paro aquí porque, después de lo que descubrí sobre él, no sé qué otra palabra debería usar.
«Ring, ring».
—Carolina, ve a abrir, que yo tengo las manos sucias, estoy cocinando…
—Sí, mamá.
—¡Antes de abrir, pregunta quién es!
Alzo los ojos al cielo. ¿Será posible que siempre me diga las mismas cosas?
—¿Me has oído?
—Sí, mamá. —Me aproximo a la puerta.—. ¿Quién es?
—Riccardo.
Abro y me lo encuentro delante con su cabellera larga, tan larga…, pero peinada. Con una camisa vaquera ligera a juego con sus ojos azules, una sonrisa feliz, en modo alguno cohibida, que hace resaltar lo que lleva en las manos.
—Ten, te he traído esto.
—Gracias.
Permanezco frente a la puerta. A continuación cojo el paquete y lo giro entre las manos para observarlo mejor. Es un pequeño banco de hierro con dos corazones sentados encima. Son de tela roja; uno de los corazones tiene trenzas; el otro, el pelo negro.
—Somos nosotros dos… —Ricky sonríe—. Y ahí abajo hay unos bombones.
—Ten. —Se lo devuelvo—. Espera, ábrelo tú. Yo tengo que entrar un momento.
Regreso en un abrir y cerrar de ojos, justo cuando él acaba de desatar el lazo y de quitar el papel transparente y está cogiendo un bombón de la caja y mirándolo para saber de qué sabor es. Pero yo soy más rápida. No se lo espera.