Clod estaba allí, prácticamente echada sobre el bufet, feliz como unas pascuas, como dice siempre la abuela Luci. Y yo no acabo de entender a qué se refiere. Vamos a ver, ¿es que uno en Pascua debe sentirse a la fuerza feliz? Recuerdo que, por ejemplo, Ale, mi hermana, rompió con su novio precisamente en Pascua. ¡Y esos días fueron dramáticos para ella! Había comprado un huevo con sorpresa dentro y permaneció todo el día sentada a una mesa sin dejar de mirarlo y, a buen seguro, no se sentía en absoluto feliz, ¡al contrario! Entonces, en ese caso, ¿cómo se dice? ¿Triste como una Navidad? Aunque tal vez Pascua esté bien. Bueno, será mejor que lo deje porque, de todas formas, al final Ale rompió el huevo y, antes de que hubiera acabado de comerse el chocolate, ya estaba saliendo con otro, pero ésa es otra historia.
En esa fiesta, sin embargo, lo más extraño era el comportamiento de Clod. Quiero decir que, mientras devoraba todos aquellos sándwiches y pizzas, colocaba a la vez algunos en el plato, ¡como si tuviese miedo de que se pudiesen acabar! Deberíais haberla visto, parecía un
pulpambre
, es decir, un pulpo del hambre. No sé si existe un animal semejante, sólo sé que Clod movía las manos como si tuviese mil en lugar de dos. Con una comía, con la otra cogía un sándwich y lo ponía en el plato, con la otra cogía de nuevo una pizza y se la llevaba a la boca o dejaba una en el plato, en pocas palabras, ¡parecía una máquina de guerra o, mejor dicho, una máquina de hambre!
Yo, en cambio, estaba un poco a dieta, de forma que deambulaba por la sala, como cuando no tienes nada que hacer y te aburres y entonces miras las fotografías y tratas de conocer un poco más a esa familia: la fotografía de los padres jóvenes el día de la boda, y después la de los padres de los padres cuando se casaron, y luego cuando nació alguien, las primeras fotografías de Matt cuando era niño, que son casi idénticas a las mías…; quiero decir que cuando somos pequeños todos nos parecemos, abrimos los ojos desmesuradamente delante de la cámara fotográfica y, desde luego, no podemos ni imaginar lo que sucederá en el futuro.
Pues bien, llegado un punto, miro alrededor y me doy cuenta de que, sin saber por qué, casi todos los chicos que estaban en la sala han desaparecido. Me acerco a Silvio Bertolini. Un tipo simpático, Bueno, quizá simpático sea una palabra exagerada. En fin, que de vez en cuando te hace reír, ¡El problema es que no lo hace voluntariamente! Lleva unas gafas enormes y corrector dental, y su madre, una tal Maria Luisa, esta siempre encima de él. Apenas lo ve salir del colegio, le acomoda la bufanda y a continuación la gorra, después le abrocha el abrigo; en pocas palabras lo somete, y él tropieza, cae, se golpea, le ocurre de todo, vaya. ¡Yo creo que es culpa de su madre! En cualquier caso, nosotros lo llamamos Silvietto.
—Pero ¿adónde han ido todos?
Se vuelve sobresaltado. Tiene un extraño canapé en las manos y trata por todos los medios de quitar la mayonesa porque no le gusta. La unta en el mantel que cubre la mesa. Cuando lo llamo da un brinco tan grande que el canapé sale volando, gira sobre sí mismo y aterriza precisamente sobre el mantel, mezclándose con la mayonesa y dando al traste con el trabajo que ha realizado hasta ese momento.
—¡Eh! ¿Qué pasa?
—Te he preguntado dónde están los demás, ¡No veo a ninguno de los chicos!
—Están allí.
Me indica enfurruñado un pasillo en penumbra.
—Vale, gracias.
Silvietto coge de nuevo el canapé y vuelve a concentrarse en el «quitamayonesa», como si eso fuese lo único que le interesase. Yo enfilo el pasillo: en la pared hay colgadas algunas viejas estampas, sobre un radiador veo una estantería de madera y, encima de ella, un jarrón. Lo reconozco: es el que hicimos durante las últimas prácticas de tecnología. Dentro cabe alguna que otra flor seca, dado que es de cerámica, ¡pero está tan mal hecho que si metes agua dentro corres el riesgo de inundar el parquet y de hacer brotar en él, en serio, alguna flor!
Matt no fue capaz de hacerlo bien, ¡tiene un montón de grietas! A mí me salió mejor, me pusieron un bien, pero luego, cuando lo llevé a casa, desapareció. Tengo que averiguar qué pasó. Sospecho que mi hermana se lo regaló a alguno de sus novios y que incluso se inventó que lo había hecho ella. En caso de que sea así, no sabe a lo que se arriesga, dado que abajo escribí con óleo Carolina III-B. La verdad es que no importa, porque si eso llegase a ocurrir ella sabría salir airosa.
Bueno, veo una luz. La habitación que hay al fondo del pasillo tiene la puerta entornada. Hay un extraño silencio. Me acerco de puntillas y me apoyo en la puerta. Quizá no haya nadie. No, no. Miro por el resquicio, todos están ahí, algunos se han sentado en la cama, otros en el suelo. Pero ¿a qué se debe ese silencio tan inusual?
—Ohhhhh.
De repente se produce una exclamación de estupor y algún que otro comentario que, no obstante, no consigo entender. Abro la puerta y todos se vuelven de golpe, asombrados, atónitos, mudos, casi asustados.
—¿Se puede saber qué estáis haciendo?
Matt es el más rápido de todos.
—No, no, nada… —dice mientras trata de tapar lo que hay sobre la cama, en medio del grupo. Sólo que alguien lo sujeta adrede y, gracias a eso, puedo verlo. Unas imágenes, unas fotografías y, sin poder evitarlo, me quedo boquiabierta.
—Noooo. No me lo puedo creer.
Mujeres desnudas y hombres y más mujeres que tienen en la mano su «cosa» y otras que hacen de todo.
Matt intenta cerrar de nuevo la revista, pero Pierluca Biondi, que siempre ha sido un cerdo muerto de hambre al que conocemos de sobra todas mis amigas y yo, le sujeta el brazo.
—De eso nada, que mire, quizá así nos pueda dar su interpretación… —Y luego me escruta con cara de lobo, como los de los dibujos animados, arqueando las cejas y babeando por la comisura de los labios. Y sonríe, el muy cerdo—. ¿Y bien, Caro? ¿Qué te parece? Dinos, ¿qué piensas?
Hago una mueca y sonrío con más malicia que él.
—Ah, eso… Es vieja. Deberíais ver la última, ¡en esa sí que salen unos buenos polvos!
Justo en ese momento siento una mano en mi hombro.
—¿Qué estáis haciendo, chicos?
Es la madre de Matt.
Esta vez la revista desaparece como por encanto, acaba bajo la almohada de la cama y Pierluca Biondi poco menos que se tira para sentarse sobre ella.
—¿Y tú, Carolina, qué estabas diciendo?
—Decía que no está bien que os marchéis de esta manera…
—Pues sí, tiene razón.
—Sí, mamá, estábamos poniéndonos de acuerdo para el partido de fútbol que celebraremos el domingo en el campo del colegio…
—Sí, lo sé, Matteo, pero no es de buena educación. Vamos…, el resto del grupo está en la sala, venga, id a hablar allí.
De manera que, lentamente, uno detrás de otro, Pierluca, Matteo y el resto de los cachondos abandonan el cuarto y la madre cierra la puerta después de que hayan salido todos.
—Vamos, id a la sala, que os llevo los pasteles.
—Sí, mamá.
Y ella esboza una sonrisa. Y Matteo vuelve a ser uno de los mejores niños de este mundo. Al menos, eso es lo que cree su madre.
Al entrar en la sala veo que Bertolini ha logrado, por fin, limpiar el canapé. Contempla orgulloso su trabajo, pero, cuando está a punto de llevárselo a la boca, Pierluca le da una palmada en la espalda.
—Hola, Silvie.
Lo hace volar de nuevo y, esta vez, cae al suelo boca abajo.
Bueno, que alguien me explique por qué cada vez que algo debe permanecer limpio se cae al suelo y, sobre todo, se cae boca abajo y se ensucia de manera irremediable. Vaya historia extraña. Es un poco como ese libro de
la ley de Murphy
, ese que hace reír tanto a Rusty James y a sus amigos. El de las reglas tontas, como la de que si una cosa debe ir mal, va mal… Y otras más. Bah. Ellos se ríen a mandíbula batiente. Me acerco a Matt en la sala.
—Eh.
—Eh. —No me mira a la cara, puede que esté algo avergonzado—. ¿Qué pasa? ¿Qué quieres? —Por fin me mira—. ¿Estás contenta de haber ido a la habitación, de habernos descubierto?
Niego con la cabeza.
—De eso nada, pero da gracias a Dios de que tapaba la puerta… Os he dado tiempo: si tu madre llega a entrar y os encuentra mirando esa revista todos cachondos… ¡Imagínate lo mal que habrías quedado, precisamente el día de tu confirmación!
—¡Y eso qué tiene que ver, no es pecado! Era un entretenimiento, y con los amigos…
—Como quieras, pero cuando ella te ha preguntado qué estabais haciendo, tú le has mentido… Precisamente el día de tu confirmación…
—Oye, ¿has acabado ya de dar el coñazo? Sí, me fastidia, me siento culpable por eso, lo admito. Pero ¿qué quieres? ¿A qué se debe toda esta historia, eh? ¿Qué quieres de mí?
—La revista.
—¿Ésa? —Me mira de hito en hito; después vuelve a sonreír—. Pero ¿no decías que la habías leído ya?
—Venga…
No quiero que se dé cuenta de que estoy avergonzada, así que esta vez soy yo la que no lo mira.
—Vale, Caro, te la doy… pero ¿puedo preguntarte una cosa?
—¿Qué?
Lo miro de nuevo a los ojos.
—¿Para qué la quieres?
—No me gusta la idea de que las mujeres lleguemos sin la debida preparación.
—Ahhhh.
Asiente de manera extraña con la cabeza, como si de verdad hubiese entendido algo.
El resto de la tarde transcurre con tranquilidad, quitando alguna que otra mirada estúpida que me lanza Biondi antes de que termine la fiesta aludiendo a lo que hemos visto en la habitación. Al acabar el día, voy al dormitorio de Matt. Él me espera ya allí. Ha metido la revista en una bolsa y se apresura a pasármela.
—De prisa, métela en el bolso.
Yo la guardo rápidamente, pero antes de marcharme simulo que tengo que entrar en el cuarto de baño. No me gustaría llegar a casa y encontrar que en realidad llevo en el bolso un
Topolino
o un
Dylan Dog
o, peor aún, uno de esos cómics manga que abarrotan la habitación de Matt. De forma que, una vez allí, abro el bolso y veo que dentro de la bolsa está esa revista obscena repleta de cosas prohibidas a los menores de dieciocho años. Me apresuro a cerrarla, como si alguien pudiese verme, y cuando salgo oigo que me llaman.
—Carolina, ha llegado tu madre, te espera abajo.
Así que me precipito hacia la puerta del salón y me marcho sin apenas despedirme de nadie, hasta tal punto se me ha acelerado el corazón. Salgo al rellano y me siento feliz porque estoy a punto de coger sola el ascensor. Pero de repente aparece Biondi con su padre y no me da tiempo a salir antes de que él pulse el botón del 0.
—¿Bajas con nosotros?
—Sí, claro.
De modo que bajo todos esos pisos con Biondi, quien no deja de escrutarme risueño. Y de repente…
—¿Qué piensas hacer cuando llegues a casa, Carolina? ¿Te irás en seguida a la cama o verás un poco la televisión?
—Bah, no lo sé, ¿por qué?
Tengo la boca seca.
—Bueno, porque nunca se sabe. Pensaba que quizá leerías un rato en la cama… —Y cuando sonríe me siento morir. ¡Matt se lo ha dicho! Me mira y a continuación mira el bolso y alza la barbilla como si lo estuviese señalando—. ¿No te gusta leer?
Dios mío, estoy a punto de desmayarme. ¿Y si ahora resbalo, me caigo, se me abre el bolso y su padre ve la revista? ¿Qué pensará de mí? Menos mal que, por suerte es él precisamente quien me echa un cable.
—Venga, déjala en paz… ¡Que haga lo que quiera! Si está cansada, que se vaya a dormir.
Exhalo un suspiro. Ufff… Su padre es, ni más ni menos, mi salvador.
—Vamos, sal, ya hemos llegado. —Y lo empuja fuera del ascensor—. Saluda a tus padres de mi parte, Carolina.
—Gracias…
La verdad es que no sé por qué le doy las gracias, pero ese estúpido de Biondi insiste:
—Nos vemos mañana en el colegio y… me cuentas.
No lo saludo, faltaría más. Me dirijo hacia el coche de mi madre y entro en él como un rayo. Me mira. A buen seguro se ha percatado de mi palidez.
—Eh, ¿qué te pasa? ¿No te has divertido en la fiesta?
—¡Qué va! ¡Es que tenía miedo de que me echasen un cubo de agua desde arriba!
Mi madre no acaba de creerse lo que le he dicho. Se adelanta y escruta por el parabrisas. No hay ninguna terraza con las luces encendidas. Me mira fijamente a los ojos tratando de averiguar algo, de captar incluso un mínimo e imperceptible temblor en mis párpados. Yo miro hacia adelante. No me doy por aludida.
—Mmm…
Vuelve a escrutarme. No me puedo contener. Imaginaos si saliese ahora de mi bolso esa revista porno, le daría un ataque. De modo que me vuelvo lentamente hacia ella, curiosa, ingenua, un poco sonriente, aunque sin exagerar. Pero, sobre todo…, hipócrita a más no poder.
—¿Qué pasa, mamá? ¿Por qué me miras así?
—Nada…
En estos casos conviene pasar siempre al contraataque porque los desconciertas, y la que podría haber sido su reacción adecuada se reduce a algo extraño que a todas luces habían advertido de forma equivocada. Y, en efecto, mi madre dice «bah», se encoge de hombros, a continuación enciende el motor y se encamina directamente a casa. Mientras que yo, sin darme cuenta, exhalo un suspiro de alivio.
Paso la noche muy agitada. Me revuelvo en la cama y no consigo conciliar el sueño, controlo cada dos minutos la mochila, que he dejado bajo la silla, donde están los libros del colegio y, sobre todo…, ¡la famosa revista porno! ¡Pienso en el imbécil de Biondi, que se imaginaba que volvería a casa y me encerraría en el dormitorio a ojearla! Biondi…, ¡no todo el mundo es tan obseso como tú! ¡Ni siquiera he tenido valor para sacarla de la bolsa! La he metido en seguida en la mochila del colegio. Y también al día siguiente. ¡Por puro miedo! Miedo en el verdadero sentido de la palabra. Como de costumbre, voy al colegio en autobús. Pero no sé por qué, esa mañana tengo la impresión de que todos los pasajeros lo saben; sí, que de una forma u otra me tienen tirria. Como cuando ves esas caras astutas que parecen decirte: «Eh, guapa… ¿A quién pretendes engañar? Venga, enséñanosla también a nosotros… Sé lo que llevas ahí abajo, ¡¿qué te has creído?!». Y luego están los otros, los que son un poco más taimados, los más repugnantes… Ésos parece que te miran sólo a ti y que, por encima de todo, te dicen: «Te ha gustado, ¿eh? Ahora ya sabes lo que hacemos…».