Canción de Navidad (8 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Fantástico, #Clásico, #Cuentos

BOOK: Canción de Navidad
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—¿Hay algún sabor especial en el líquido de vuestra antorcha con el que rociáis? —preguntó Scrooge.

—Sí. El mío.

—¿Ejerce influencia sobre las comidas en este día? —preguntó Scrooge.

—En todas, sobre todo en las de los pobres.

—¿Por qué sobre todo en las de los pobres? preguntó Scrooge.

—Porque son los que más lo necesitan.

—Espíritu —dijo Scrooge, después de reflexionar un momento—, me extraña que, de todos los seres que viven en este mundo que habitamos, sólo vos deseéis limitar a estas gentes las ocasiones que se les ofrecen de inocente alegría.

—¡¿Yo?! —gritó el Espíritu.

—Sí, porque les priváis de trabajar cada siete días, con frecuencia el único día en que pueden decir verdaderamente que comen. ¿No es cierto? —dijo Scrooge.

—¡¿Yo?! —gritó el Espíritu.

—Procuráis que cierren los hornos el Séptimo Día —dijo Scrooge—. Y es la misma cosa.

—¡¿Que yo procuro…?! —exclamó el Espíritu.

—Perdonadme si estoy equivocado. Se hace en vuestro nombre, o, por lo menos, en nombre de vuestra familia —dijo Scrooge.

—Hay algunos seres sobre la tierra —replicó el Espíritu— que pretenden conocernos, y que realizan sus acciones de pasión, orgullo, malevolencia, odio, envidia, santurronería y egoísmo en nuestro nombre, y que son tan extraños para nosotros y para todo lo que con nosotros se relaciona, como sí nunca hubieran vivido. Acordaos de ello y cargad la responsabilidad sobre ellos y no sobre nosotros.

Scrooge prometió lo que el Espíritu le pedía, y siguieron adelante, invisibles como habían sido antes, hacia los suburbios de la ciudad. Era una notable cualidad del Espíritu (que Scrooge había observado a la puerta del panadero) que, a pesar de su talla gigantesca, podía amoldarse a cualquier sitio con comodidad, y que, como un ser sobrenatural, se hallaba en cualquier habitación baja de techo tan cómodamente como podía haber estado en un salón de elevadísimas paredes.

Y quizás fuese por el placer que el buen Espíritu experimentaba al mostrar este poder suyo, o quizás por su naturaleza amable, generosa y cordial y su simpatía por los pobres, condujo a Scrooge derechamente a casa del dependiente de éste, pues allá fue, en efecto, llevando a Scrooge adherido a su vestidura. Al llegar al umbral, sonrió el Espíritu y se detuvo para bendecir la morada de Bob Cratchit con las salpicaduras de su antorcha. Bob sólo cobraba quince «
Bob
» —como se llamaba popularmente a los chelines— semanales; cada sábado sólo embolsaba quince ejemplares de su nombre, y sin embargo, el Espíritu de la Navidad Presente no dejó por ello de bendecir su morada, que se componía de cuatro habitaciones.

Entonces se levantó la señora Cratchit, esposa de Cratchit, vestida pobremente con un vestido al cual había dado ya dos vueltas, pero lleno de cintas que son baratas y se puede comprar un buen lote por seis peniques, y en aquel momento estaba poniendo la mesa, ayudada por Belinda Cratchit, la segunda de sus hijas, también adornada con cintas, mientras el
señorito
Peter Cratchit hundía un tenedor en una cacerola de patatas, llegándole a la boca las puntas de un monstruoso cuello planchado (que pertenecía a Bob y que se lo había cedido a su hijo y heredero para celebrar la festividad del día), gozoso al hallarse tan elegantemente adornado y orgulloso de poder mostrar su figura en los jardines de moda. De pronto entraron llorando dos Cratchit más pequeños, niño y niña, diciendo a gritos que desde la puerta de la panadería habían sentido el olor del ganso y habían sabido que era el suyo; y pensando en la comida, estos pequeños Cratchit se pusieron a bailar alrededor de la mesa y exaltaron hasta los cielos al señorito Peter Cratchit, mientras él (sin orgullo, aunque faltaba poco para que le ahogase el cuello) soplaba la lumbre hasta que las patatas estuvieron cocidas y en disposición de ser apartadas y peladas.

—¿Dónde estará vuestro padre? —dijo la señora Cratchit—. ¿Y vuestro hermano Tiny Tim? ¿Y Martha, que el año pasado, el día de Navidad, estaba aquí hace ya media hora?

—¡Aquí está Martha, mamá! —dijo una muchacha, entrando al mismo tiempo que hablaba.

—¡Aquí está Martha, mamá! —gritaron los dos Cratchit pequeños—. ¡Viva! ¡Tenemos un ganso, Martha!

—¿Pero, hija mía, cuánto has tardado? —dijo la señora Cratchit, besándola una docena de veces y quitándole el chal y el sombrero con sus propias manos, solícitamente.

—Teníamos mucho trabajo por terminar, ayer por la noche —replicó la muchacha—, y hemos tenido que quitárnoslo de delante esta mañana, madre.

—¡Bueno! No importa, ahora ya estás aquí. Acércate a la lumbre, hija mía, y caliéntate. ¡Dios te bendiga!

—¡No, no! ¡Ya viene papá! —gritaron los dos pequeños Cratchit, que danzaban de un lado para otro—. ¡Escóndete. Martha, escóndete!

Escondióse Marta y entró Bob, el padre, con la bufanda colgándole lo menos tres pies por la parte anterior, y su traje muy usado, pero limpio y zurcido, de modo que presentaba un aspecto muy favorable. Traía sobre los hombros a Tiny Tim. ¡Pobre Tiny Tim! Tenía que llevar una pequeña muleta y tenía las extremidades sostenidas por un aparato metálico.

—Oye, ¿dónde está nuestra Martha? —gritó Bob Cratchit, mirando a su alrededor.

—No ha venido —dijo la señora Cratchit.

—¡No ha venido! —dijo Bob, con una repentina desilusión en su ánimo, pues había sido el caballo de carreras de Tim todo el camino desde la iglesia y había llegado a casa dando saltos—. ¡No haber venido, siendo el día de Navidad!

A Martha no le agradó ver a su padre desilusionado a causa de una broma, y salió prematuramente de detrás de la puerta, echándose en sus brazos, mientras los dos pequeños Cratchit empujaron a Tiny Tim y le llevaron a la cocina, para que oyese el pudding cantando en la cacerola.

—¿Y cómo se ha portado Tiny Tim? —preguntó la señora Cratchit, después de burlarse de la credulidad de Bob y cuando éste hubo estrechado a su hija contra su corazón.

—Muy bien —dijo Bob—, y mejor todavía. Se pone algo pensativo, al estar sentado tanto tiempo, y se le ocurren las más extrañas cosas que he oído. Al venir a casa me decía que quería que la gente lo viese en la iglesia, porque él era un inválido, y sería muy agradable para todos recordar en el día de Navidad a aquel que había hecho andar a los cojos y había dado vista a los ciegos.

La voz de Bob temblaba al decir eso y tembló más cuando dijo que Tiny Tim crecía fuerte y sano.

Oyóse su activa y pequeña muleta sobre el suelo, y antes de que se oyera una palabra más, reapareció Tiny Tim escoltado por su hermano y su hermana, que le llevaron a su taburete junto a la lumbre. Mientras Bob, remangándose los puños —¡pobrecillo!, como si se pudiesen estropear más todavía—, confeccionaba una mezcla caliente con ginebra y limón y la agitaba una y otra vez, colocándola después en el fogón de la chimenea para que se cociese a fuego lento, el joven Peter y los dos ubicuos pequeños Cratchit fueron en busca del ganso, con el cual aparecieron enseguida en solemne procesión.

Tal bullicio se produjo entonces, que creyérase al ganso la más rara de todas las aves, un fenómeno con plumas, ante el cual fuese cosa corriente un cisne negro, y en verdad que en aquella casa era ciertamente así de extraordinario. La señora Cratchit calentó la salsa (ya preparada en una cacerolita); el joven Peter trituró las patatas con vigor increíble; la señorita Belinda endulzó la compota de manzana; Martha quitó el polvo a la vajilla; Bob sentó a Tiny Tim a su lado en una esquina de la mesa; los dos pequeños Cratchit pusieron sillas para todos, sin olvidarse de ellos mismos, y montando la guardia en sus puestos, se metieron la cuchara en la boca, para no gritar pidiendo el ganso antes de que llegara el momento de servirlo. Por fin se pusieron los platos, y se dijo una oración, a la que siguió una pausa durante la cual no se oía ni respirar, mientras la señora Cratchit, examinando lentamente el cuchillo de trinchar, se disponía a hundirlo en la pechuga; pero cuando lo hizo y salió del interior del ganso un borbotón de relleno, un murmullo de placer se alzó alrededor de la mesa, y hasta Tiny Tim, animado por los pequeños Cratchit, golpeó la mesa con el mango de su cuchillo y gritó débilmente:

—¡Viva!

Nunca se vio ganso como aquél. Bob dijo que jamás creyó que pudiera existir un manjar tan delicioso. Su blandura y su aroma, su tamaño y su baratura fueron los temas de la admiración general; y añadiéndole la compota de manzana y el puré de patata, constituyó comida suficiente para toda la familia; en efecto, como la señora Cratchit dijo (al observar que había quedado un huesecillo en el plato), no habían podido comérselo todo. Sin embargo, todos quedaron satisfechos, particularmente los Cratchit más pequeños, que tenían salsa y cebolla hasta en las cejas. La señorita Belinda cambió los platos y la señora Cratchit salió del comedor muy nerviosa porque no quería que la viesen ir en busca del pudin.

Entonces los comensales supusieron toda clase de horrores: que no estuviera todavía bastante hecho; que se rompiera al llevarlo a la mesa; que alguien hubiera saltado la pared del patio y lo hubiera robado, mientras estaban entusiasmados con el ganso… ¡Ante esta suposición los dos pequeños Cratchit se pusieron pálidos! Toda clase de horrores parecían posibles.

¡Atención! ¡Una gran cantidad de vapor! El pudin estaba ya fuera del molde. Un olor a tela mojada. Era el paño que lo envolvía. Un olor apetitoso, que hacía recordar a una casa de comidas, al pastelero de la casa de al lado y a la lavandería de al lado también. ¡Era el pudin! Al medio minuto entró la señora Cratchit con el rostro encendido —pero sonriendo orgullosamente—, con el pudin, que parecía una bala de cañón moteada, tan duro y macizo, ardiendo en mitad de medio cuarto de brandy inflamado, y adornado con una ramita de acebo del árbol de Navidad clavada en la cúspide.

¡Oh, un pudin maravilloso! Bob Ccatchit dijo, con total seriedad, que lo consideraba el éxito más grande conseguido por la señora Cratchit desde que se casaron. La señora Cratchit dijo que no sabía lo que pesaba el pudin, y confesó que había tenido sus dudas acerca de la cantidad de harina. Todos tuvieron algo que decir respecto de él, pero ninguno dijo (ni lo pensó siquiera) que era un pudin demasiado pequeño para una familia tan numerosa. Ello habría sido una gran herejía. Cualquier Cratchit hubiérase ruborizado al insinuar semejante cosa.

Por fin se terminó la cena, se quitó el mantel, se limpió el hogar y se reavivó el fuego; y después de probar el ponche de la jarra, y que se consideró excelente, pusiéronse sobre la mesa manzanas y naranjas y una pala llena de castañas sobre la lumbre. Después, toda la familia Cratchit se colocó alrededor de la chimenea, formando lo que Bob llamaba un círculo, queriendo decir semicírculo; y cerca de él se colocó toda la cristalería: dos vasos y una flanera sin mango.

Estos recipientes fueron, sin embargo, tan útiles para servir el caliente ponche como si hubieran sido copas de oro, y Bob lo sirvió con los ojos resplandecientes, mientras las castañas sobre la lumbre crujían y estallaban ruidosamente. Entonces Bob brindó:

—¡Felices Pascuas para todos nosotros, queridos míos, y que Dios nos bendiga!

Lo cual repitió toda la familia.

—¡Que Dios nos bendiga a todos! —dijo Tiny Tim, el último de todos.

Estaba sentado, arrimadito a su padre, en su pequeño taburete. Bob sostuvo la débil manecita del niño en la suya, con todo cariño, deseando retenerle junto a sí, como temiendo que se lo pudiesen arrebatar.

—Espíritu —dijo Scrooge, con un interés que nunca había sentido hasta entonces—. Decidme si Tiny Tim vivirá.

—Veo un asiento vacante —replicó el Espectro—, en la esquina de la pobre chimenea y una muleta sin dueño, amorosamente conservada. Si tales sombras permanecen inalteradas por el futuro, el niño morirá.

—¡No, no! —dijo Scrooge—. ¡Oh, no, Espíritu amable! Decid que se salvará.

—Si tales sombras permanecen inalteradas por el futuro, ningún otro de mi raza —replicó el Espíritu— le encontrará aquí. ¿Y qué? Si él muere, hará bien, porque así disminuirá el exceso de población.

Scrooge bajó la cabeza al oír sus propias palabras, repetidas por el Espíritu, y se sintió abrumado por el arrepentimiento y la pena.

—Hombre —dijo el Espectro—, si sois hombre de corazón y no de piedra, prescindid de esa malvada hipocresía hasta que hayáis descubierto cuál es el exceso y dónde está. ¿Vais a decir cuáles hombres deben vivir y cuáles hombres deben morir? Quizás a los ojos de Dios vos sois más indigno y menos merecedor de vivir que millones de niños como el de ese pobre hombre. ¡Oh, Dios! ¡Oír al insecto sobre la hoja decidir acerca de la vida de sus hermanos hambrientos!

Scrooge se inclinó ante la reprensión del Espíritu y, tembloroso, bajó la vista hacia el suelo. Pero la levantó rápidamente al oír pronunciar su nombre.

—¡El señor Scrooge! —dijo Bob— ¡Brindemos por el señor Scrooge, que nos ha procurado esta fiesta!

—En verdad que nos ha procurado esta fiesta —exclamó la señora Cratchit, sofocada—. Quisiera tenerle aquí delante. Me deleitaría diciéndole lo que pienso de él y estoy segura de que no se le iba a abrir el apetito.

—¡Querida —dijo Bob—, los niños! Es el día de Navidad.

—Es preciso, en efecto, que sea el día de Navidad —dijo ella—, para beber a la salud de un hombre tan odioso, tan avaro, tan duro, tan insensible, como el señor Scrooge… Ya le conoces, Robert. Nadie le conoce mejor que tú, pobrecillo.

—Querida —fue la dulce respuesta de Bob—. Es el día de Navidad.

—Beberé a su salud por ti y por ser el día que es —dijo la señora Cratchit—, no por él. ¡Qué viva muchos años! ¡Que tenga Felices Pascuas y Feliz Año Nuevo! ¡El vivirá muy alegre y muy feliz, sin duda alguna!

Los niños brindaron también. Fue de todo lo que hicieron lo único que no tuvo cordialidad. Tiny Tim brindó el último de todos, pero sin poner la menor atención. Scrooge era el ogro de la familia. La sola mención de su nombre arrojó sobre los reunidos una sombra obscura, que no se disipó sino después de cinco minutos.

Pasada aquella impresión, estuvieron diez veces más alegres que antes, al sentirse aliviados del maleficio causado por el nombre de Scrooge. Bob Cratchit les contó que tenía en perspectiva un empleo para el joven Peter, que podría proporcionarle, si la conseguía, cinco chelines y seis peniques semanales. Los dos pequeños Cratchit rieron escandalosamente ante la idea de ver a Peter hecho un hombre de negocios, y el mismo Peter miró pensativamente al fuego, sacando la cabeza entre las dos puntas del cuello, como si reflexionara sobre que particulares inversiones realizaría cuando llegase a percibir aquel enorme ingreso. Martha, que era una pobre aprendiz en un taller de modista, les contó la clase de labor que tenía que hacer y cómo algunos días trabajaba muchas horas seguidas, y como al día siguiente pensaba quedarse en la cama hasta muy tarde, para tomarse un largo descanso, pues era un día festivo que iba a pasar en casa. Contó que hacía pocos días había visto a una condesa con un lord y que el lord era casi tan alto como Peter, y éste, al oírlo, se alzó tanto el cuello, que, si hubierais estado presentes, no habríais podido verle la cabeza. Durante todo este tiempo no cesaron de comer castañas y beber ponche, y de cuando en cuando escuchaban una canción referente a un niño perdido que caminaba por la nieve, cantada por Tiny Tim, que tenía una quejumbrosa vocecita, y la cantó muy bien, ciertamente.

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