Canción de Navidad (4 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Fantástico, #Clásico, #Cuentos

BOOK: Canción de Navidad
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Dichas tales palabras, el Espectro tomó su pañuelo de encima de la mesa y se lo ciñó alrededor de la cabeza, como antes. Scrooge lo supo por el agudo sonido que hicieron los dientes al juntarse las mandíbulas por medio de aquel vendaje. Se aventuró a levantar los ojos y encontró a su visitante sobrenatural mirándole de frente, en actitud erguida, con su cadena alrededor del brazo.

La aparición fue apartándose de Scrooge hacia atrás, y a cada paso que daba, abríase la ventana un poco, de modo que cuando el Espectro llegó a ella estaba abierta de par en par. Hizo señas a Scrooge para que se acercara, y éste obedeció. Cuando estuvieron a dos pasos uno de otro, el espectro de Marley levantó una mano, advirtiendo a Scrooge que no se acercara más. Scrooge se detuvo. No tanto por obediencia como por sorpresa y temor, pues, al levantar la mano el Espectro, advirtió ruidos confusos en el aire, incoherentes gemidos de desesperación, lamentos indeciblemente pesarosos y gritos de arrepentimiento. El Espectro, después de escuchar un momento, se unió al canto fúnebre y salió flotando en la helada y obscura noche.

Scrooge se dirigió a la ventana, pues se moría de curiosidad. Miró afuera.

El aire estaba lleno de fantasmas, que vagaban de aquí para allá en continuo movimiento y gemían sin detenerse. Todos llevaban cadenas como la del espectro de Marley, algunos (tal vez gobernantes culpables) estaban encadenados en grupo, ninguno tenía libertad. A muchos los había conocido Scrooge cuando vivían. Había sido íntimo de un viejo espectro, con chaleco blanco, con una monstruosa caja de hierro sujeta a un tobillo, y que se lamentaba a gritos al verse impotente para socorrer a una infeliz mujer con una criaturita, a la que veía bajo él en el quicio de una puerta. El castigo de todos los fantasmas era, evidentemente, que procuraban con afán aliviar los dolores humanos y habían perdido para siempre la posibilidad de conseguirlo.

Los fantasmas de los usureros

Si tales fantasmas se desvanecieron en la niebla, o la niebla los amortajó, no podría decirlo Scrooge. Pero ellos y sus voces sobrenaturales se perdieron juntos, y la noche volvió a ser como cuando llegó a su casa.

Cerró Scrooge la ventana y examinó la puerta por donde había entrado el Espectro. Estaba cerrada con dos vueltas de llave, como él la había cerrado con sus propias manos, y los cerrojos sin señal de violencia. Intentó decir «¡Paparruchas!», pero se detuvo a la primera sílaba. Y hallándose muy necesitado de reposo, por la emoción que había sufrido, o por las fatigas del día, o por haber entrevisto el Mundo Invisible, o por la abrumadora conversación del Espectro, o por lo avanzado de la hora, se tendió resueltamente en el lecho sin desnudarse, y al instante se quedó dormido.

Segunda Estrofa
El Primero De Los Tres Espíritus

C
uando Scrooge despertó había tanta obscuridad que, al mirar desde la cama, apenas podía distinguir la transparente ventana de las opacas paredes del dormitorio. Hallábase haciendo esfuerzos para atravesar la obscuridad con sus ojos de hurón, cuando el reloj de la iglesia vecina dio cuatro campanadas que significaban otros tantos cuartos. Entonces escuchó para saber la hora.

Con gran admiración suya, la pesada campana pasó de seis campanadas a siete y de siete a ocho y así sucesivamente hasta doce; y se detuvo. ¡Las doce! Eran más de las dos cuando se acostó. El reloj andaba mal. Algún pedazo de hielo debía haberse introducido en la máquina. ¡Las doce!

Tocó el resorte de su reloj de repetición para rectificar aquella hora equivocada. Su rápida pulsación sonó doce veces, y se detuvo.

—¡Vaya —dijo Scrooge—, no es posible que yo haya dormido un día entero y aun parte de otra noche! A no ser que haya ocurrido algo al sol y que a las doce de la noche sean las doce del día.

Como la idea era alarmante, se arrojó del lecho y a tientas dirigióse a la ventana. Tuvo necesidad de frotar el vidrio con la manga de la bata para quitar la escarcha y conseguir ver algo, aunque pudo ver muy poco. Todo lo que pudo distinguir fue que aún había una espesísima niebla, que hacía un frío exagerado y que no se percibía el ruido de la gente yendo y viniendo en continua agitación, como si la noche, ahuyentando al luciente día, se hubiera posesionado del mundo. Esto fue para él un gran alivio, porque si todo era noche, ¿qué valor tenían las palabras: «A tres días vista de esta primera letra de cambio, pagaréis a Mr. Ebenezer Scrooge o a su orden», etc., puesto que no había días que contar?

Scrooge se acostó de nuevo, y pensó, y pensó, y pensó en ello repetidamente, y no pudo sacar nada en limpio. Cuanto más pensaba, más perplejo se sentía y cuanto más se esforzaba para no pensar, más pensaba.

El Espectro de Marley le molestaba de modo extraordinario. Cuantas veces intentaba convencerse, después de reflexionar, de que todo era un sueño, su imaginación volvía, como un resorte que se deja de oprimir, a su primera posición y le presentaba el mismo problema que resolver: ¿era un sueño o no?

Permaneció Scrooge en este estado hasta que la campana dio tres cuartos; y entonces recordó, estremeciéndose, que el Espectro le había anunciado una visita para cuando la campana diese la una. Determinó estar despierto hasta que pasara la hora y, considerando que le era más difícil dormir que alcanzar el cielo, quizás era ésta la más prudente determinación que podía tomar.

Los quince minutos eran tan largos, que más de una vez pensó que se había adormecido sin darse cuenta y por ello no había oído el reloj. Por fin resonó en su atento oído.

¡Tin, tan!

—Y cuarto —dijo Scrooge, contando.

¡Tin, tan!

—Y media —dijo Scrooge.

¡Tin, tan!

—Menos cuarto —dijo Scrooge.

¡Tin, tan! .

—¡La hora señalada —dijo Scrooge, triunfalmente— y sin novedad!

Habló antes de que sonase la campana de las horas, y cuando lo hizo fue la
Una
más profunda, pesada, hueca y melancólica que jamás se haya oído. La luz inundó el dormitorio al instante y se descorrieron las cortinas del lecho.

Fueron descorridas las cortinas del lecho, os digo, por una mano invisible. No las cortinas que tenía a los pies ni las cortinas que tenía a la espalda, sino las que tenía delante de la cara. Las cortinas del lecho se descorrieron, y Scrooge, sobresaltándose, medio se incorporó y hallóse frente a frente del sobrenatural visitante al que daban paso, tan cerca de él como yo lo estoy de vosotros, y yo me encuentro espiritualmente justo a vuestro lado.

Era una figura extraña…, como un niño; aunque más que un niño parecía un anciano, visto a través de un medio sobrenatural, que le daba la apariencia de haberse alejado de la vista y disminuido hasta las proporciones de un niño. Su cabello, que le colgaba alrededor del cuello y por la espalda, era blanco como el de los ancianos, pero la cara no tenía ni una arruga, y la piel era delicadísima. Los brazos eran muy largos y musculosos, y lo mismo las manos, como si fueran extraordinariamente fuertes. Las piernas y los pies, que eran perfectos, los llevaba desnudos, como los miembros superiores. Vestía una túnica del blanco más puro y le ceñía la cintura una reluciente faja de hermoso brillo. Empuñaba una rama fresca de verde acebo y, contrastando singularmente con este emblema del invierno, llevaba el vestido salpicado de flores estivales. Pero lo más extraño de él era que de lo alto de su cabeza brotaba un surtidor de brillante luz clara, que todo lo hacía visible; y para ciertos momentos en que no fuese oportuno hacer uso de él, llevaba un gran apagador en forma de gorro, que entonces tenía bajo el brazo.

Y aun esto no le pareció a Scrooge, al mirarle con creciente curiosidad, su cualidad más extraña, sino que su cinturón brillaba lanzando destellos tan pronto en una parte como en otra y lo que un instante era luz, se hacía de pronto obscuridad, y así la figura misma fluctuaba en su claridad, siendo ora una cosa con un brazo, ora con una pierna, ora con veinte piernas, ora dos piernas sin cabeza, ora una cabeza sin cuerpo, y de las partes que se desvanecían, ningún perfil podía distinguirse en medio de la densa obscuridad en que se fundían, y después de tal maravilla, volvía a ser él mismo, con toda la claridad anterior.

El primer visitante de Scrooge

—¿Sois, señor, el Espíritu cuya venida me han predicho? —preguntó Scrooge.

—Lo soy.

La voz era suave y dulce, pero extraordinariamente baja, como si en vez de estar tan cerca de él, se hallase a gran distancia.

—¿Quién sois, pues?

—Soy el Espectro de la Navidad Pasada.

—¿Pasada hace mucho? —inquirió Scrooge, al observar su estatura de enano.

—No. La que acabáis de pasar.

Quizás Scrooge no habría podido decir por qué, si alguien hubiera podido preguntarle, pero sintió un deseo especial de ver al Espíritu con el gorro, y le suplicó que se cubriese.

—¡Cómo! —exclamó el Espectro—. ¿Tan pronto queréis apagar, con manos humanas, la luz que doy? ¿No es bastante que seáis uno de aquellos cuyas pasiones hacen este gorro y que me obligan, a través de años y años, sin interrupción, a llevarlo sobre mi frente?

Scrooge negó respetuosamente toda intención de ofender y dijo que no tenía conocimiento de haber, a sabiendas, contribuido a confeccionar el sombrero del Espíritu en ninguna época de su vida. Después se atrevió a preguntar qué asunto le traía.

—Vuestro bienestar —dijo el Espectro.

Scrooge mostróse muy agradecido, pero no pudo menos de pensar que una noche de continuado reposo habría sido más conducente a aquel fin. El Espíritu debió de oír su pensamiento, porque inmediatamente dijo:

—Reclamáis, pues. ¡Preparaos!

Y al hablar extendió su potente mano y le cogió nuevamente por el brazo.

—Levantaos y venid conmigo.

Habría sido inútil para Scrooge hacerle ver que el tiempo y la hora no eran a propósito para pasear a pie; que el lecho estaba caliente y el termómetro marcaba muchos grados bajo cero; que estaba muy ligeramente vestido con las zapatillas, la bata y el gorro de dormir, y que padecía un resfriado. El puño, aunque suave como una mano femenina, no se podía resistir. Se levantó, pero advirtiendo que el Espíritu se dirigía hacia la ventana, le asió de la vestidura suplicándole:

—Soy mortal y puedo caerme.

—Os tocaré con mi mano aquí —dijo el Espíritu, poniéndosela sobre el corazón— y podréis sosteneros.

Al pronunciar tales palabras, pasaron a través del muro y se encontraron en un amplio camino, con campos a un lado y a otro. La ciudad habíase desvanecido por completo. La obscuridad y la bruma se habían desvanecido con ella, pues hacía un claro y frío día de invierno y el suelo se hallaba cubierto de nieve.

—¡Dios mío! —dijo Scrooge, cruzando las manos y mirando a su alrededor—. En este sitio me crié. Aquí transcurrió mi infancia.

El Espíritu le miró con benevolencia. Su dulce tacto, aunque había sido leve e instantáneo, se hacía sentir todavía en la sensibilidad del anciano. Notaba que mil aromas que flotaban en el aire guardaban relación con mil pensamientos, y esperanzas, y alegrías, y cuidados, por espacio de mucho, mucho tiempo olvidados.

—Os tiemblan los labios —dijo el Espectro—. ¿Y qué es eso que tenéis en la mejilla?

Scrooge balbuceó, con inusitado desfallecimiento en la voz, que era un grano, y dijo al Espectro que lo condujese donde quisiera.

—¿Recordáis el camino? —preguntó el Espíritu.

—¿Recordarlo? —gritó Scrooge, con vehemencia—. Lo recorrería con los ojos cerrados.

—Es extraño que no lo hayáis olvidado durante tantos años —hizo observar el Espectro—. Sigamos adelante.

Siguieron a lo largo del camino. Scrooge reconocía las entradas de las casas, los postes, los árboles, hasta el pueblecito, que aparecía a lo lejos, con su puente, su iglesia y su ondulante río. Veíanse algunos afelpados ponis que trotaban montados por muchachos, quienes llamaban a otros chiquillos que iban en calesines y en carros, guiados por agricultores. Todos aquellos muchachos iban muy alegres y se gritaban mutuamente, hasta que los campos estuvieron tan llenos de armonioso júbilo, que el aire fresco reía al oírlo.

—No son más que sombras de las cosas pasadas —dijo el Espectro—. No se dan cuenta de nuestra presencia.

Sombras del pasado

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