La salita, el dormitorio, el trastero, todo estaba normal. Nadie debajo de la mesa, nadie debajo del sofá; un poco de lumbre en la rejilla; la cuchara y la jofaina, listas; y la cacerolita, con un cocimiento (Scrooge tenía un resfriado de cabeza) junto al hogar. Nadie debajo de la cama; nadie en el gabinete; nadie dentro de la bata, que colgaba de la pared en actitud sospechosa. El trastero, como siempre. El viejo guardafuegos, los zapatos viejos, dos cestas para pescado, el lavabo de tres patas y un atizador.
Enteramente satisfecho, cerró la puerta y echó la llave, dándole dos vueltas, lo cual no era su costumbre. Asegurado así, contra toda sorpresa, se quitó la corbata, púsose la bata, las zapatillas y el gorro de dormir, y se sentó delante del fuego para tomar su cocimiento.
Era en verdad un fuego insignificante, nada para noche tan cruda. Víose obligado a arrimarse a él todo lo posible, cubriéndolo, para poder extraer la más pequeña sensación de calor de tal puñado de combustible. El hogar era viejo, construido por algún comerciante holandés mucho tiempo antes, y pavimentado con extraños ladrillos holandeses, que representaban escenas de las Escrituras. Había Caínes y Abeles, hijas de Faraón, reinas de Saba, mensajeros angélicos descendiendo a través del aire sobre nubes que parecían de plumón, Abrahanes, Baltasares, apóstoles navegando en mantequilleras, cientos de figuras para atraer la atención; no obstante, aquella cara de Marley, muerto siete años antes, llegaba como la vara del antiguo Profeta y hacía desaparecer todo. Si cada uno de los pulidos ladrillos hubiera estado en blanco, con virtud para presentar sobre su superficie alguna figura proveniente de los fragmentados pensamientos de Scrooge, habría aparecido una copia de la cabeza del viejo Marley sobre todos ellos.
—¡Paparruchas! —dijo Scrooge, y empezó a pasear por la habitación.
Después de algunos paseos, volvió a sentarse. Al recostarse en la silla, su mirada fue a tropezar con una campanilla, una campanilla que no se utilizaba, colgada en la habitación y que comunicaba, para algún servicio olvidado, con un cuarto del piso más alto del edificio. Con gran admiración, y con extraño e inexplicable temor, vio que la campanilla empezaba a oscilar. Oscilaba tan suavemente al principio, que apenas producía sonido; pero pronto sonó estrepitosamente y lo mismo hicieron todas las campanillas de la casa.
Ello podría durar medio minuto, un minuto, pero a Scrooge le pareció una hora. Las campanillas dejaron de sonar como habían empezado: todas a la vez. A aquel estrépito siguió un ruido rechinante, que venía de la parte más profunda, como si alguien arrastrase una pesada cadena sobre los toneles del sótano del vinatero. Entonces recordó Scrooge haber oído que los espectros que se aparecían en las casas presentábanse arrastrando cadenas.
La puerta del sótano abrióse con estrépito y luego se oyó el ruido con mucha mayor claridad en el piso de abajo; después el viejo oyó que el ruido subía por la escalera; después, que se dirigía derechamente hacia su puerta.
—¡Paparruchas, nada más! —dijo Scrooge—. No quiero pensar en ello.
Sin embargo, cambió de opinión cuando, sin detenerse, el Espectro pasó a través de la pesada puerta y entró en la habitación ante sus ojos. Cuando entró, la moribunda llama dio un salto, como si gritara: «¡Le conozco! ¡Es el espectro de Marley!», y volvió a caer.
La misma cara, exactamente la misma. Marley, con sus cabellos erizados, su chaleco habitual, sus estrechos calzones y sus botas, y con su casaca ribeteada. La cadena que arrastraba llevábala alrededor de la cintura; era larga y estaba sujeta a él como una cola, y se componía (pues Scrooge la observó muy de cerca) de cajas de caudales, llaves, candados, libros comerciales, documentos y fuertes maletines de acero. Su cuerpo era transparente, de modo que Scrooge, observándole y mirando a través de su chaleco, pudo ver los dos botones de su abrigo detrás.
Scrooge había oído decir muchas veces que Marley no tenía entrañas, pero nunca lo había creído hasta entonces.
No, ni aún entonces lo creía. Aunque miraba al Fantasma de parte a parte y le veía en píe delante de él, aunque sentía la escalofriante influencia de sus ojos fríos como la muerte, y comprobaba la tela misma del pañuelo doblado que le rodeaba la cabeza y la barbilla, el cual no había observado antes, sentíase aún incrédulo y luchaba contra sus sentidos.
—¡Cómo! —dijo Scrooge, cáustico y frío como siempre—. ¿Qué queréis de mí?
—¡Mucho! —contestó la voz de Marley, pues tal era, sin duda.
—¿Quién sois?
—Preguntadme quién fui.
—¿Quién fuisteis pues? —dijo Scrooge, alzando la voz.
—En vida fui vuestro socio, Jacob Marley.
—¿Podéís… podéis sentaros? —preguntó Scrooge, mirándole perplejo.
—Puedo.
—Sentaos, pues.
Scrooge hizo esa pregunta porque no sabía sí un espectro tan transparente se hallaría en condiciones de tomar una silla, y pensó que, en el caso de que le fuera imposible, habría necesidad de una explicación embarazosa. Pero el Espectro tomó asiento enfrente del hogar, como si estuviera habituado a ello.
El fastasma de Marley
—¿No creéis en mí? —preguntó el Espectro.
—No —contestó Scrooge.
—¿Qué evidencia deseáis de mi existencia real, además de la de vuestros sentidos?
—No lo sé.
—¿Por qué dudáis de vuestros sentidos?
—Porque lo más insignificante —dijo Scrooge— les hace impresión. El más ligero trastorno del estómago les hace fingir. Tal vez sois un trozo de carne que no he digerido, un poco de mostaza, una miga de queso, un pedazo de patata poco cocida. Hay más de guiso que de tumba en vos, quienquiera que seáis.
Scrooge no tenía mucha costumbre de hacer chistes, ni se sentía entonces, en su corazón, de ninguna manera chistoso. Lo cierto es que procuraba mostrar agudeza como medio de distraer su propia atención y ahuyentar su terror, pues la voz del Espectro le trastornaba hasta la médula de los huesos.
Permanecer sentado, con la vista clavada en aquellos ojos vidriosos, en silencio, durante unos instantes, sería estar, según pensaba Scrooge, con el mismo Demonio. Había algo muy espantoso, además, en la atmósfera infernal, propia de él, que rodeaba al Espectro. Scrooge no pudo sentirla por sí mismo, pero no por eso era menos real, pues, aunque el Espectro se hallaba en completa inmovilidad, sus cabellos, los ribetes y borlas de su abrigo, se agitaban todavía como impulsados por el ardiente vapor de un horno.
—¿Veis este mondadientes? —dijo Scrooge, volviendo apresuradamente a la carga, por la razón que acabamos de exponer y deseando, aunque sólo fuera durante un segundo, apartar de él la pétrea mirada del aparecido.
—Lo veo —replicó el Espectro.
—¡Si no lo miráis! —dijo Scrooge.
—Pero lo veo, sin embargo —replicó el Espectro.
—¡Bien! —repuso Scrooge—. No haría yo más que tragármelo y durante toda mí vida veríame perseguido por una legión de duendes creados por mi fantasía. ¡Paparruchas, digo yo, Paparruchas!
Entonces el Espíritu lanzó un grito espantoso y sacudió su cadena con un ruido tan terrible, que Scrooge tuvo que apoyarse en la silla para no caer desmayado. Pero mayor fue su espanto cuando el Fantasma, quitándose la venda que le rodeaba la cabeza, como si le diera demasiado calor, dejó caer su mandíbula inferior sobre el pecho.
Scrooge cayó de rodillas y se llevó las manos a la cara.
—¡Perdón! —exclamó—. Terrible aparición, ¿por qué me atormentáis?
—Hombre apegado al mundo —replicó el Espectro—, ¿creéis en mí, o no?
—Creo —contestó Scrooge—. Tengo que creer. Pero ¿por qué los espíritus vuelven a la tierra y por qué se dirigen a mí?
—A todos los hombres se les exige —replicó el Espectro— que su espíritu camine entre sus conocidos y que viaje de un lado a otro; y si un espíritu no hace tales excursiones en su vida terrenal, es condenado a hacerlas después de la muerte. Es su destino vagar por el mundo —¡oh, miserable de mí!— y ser testigo de lo que no puede compartir, pero que podría haber compartido en vida, habiendo sido así feliz.
El Espectro lanzó otro grito y sacudió la cadena, retorciéndose las manos espectrales.
—Estáis encadenado —dijo Scrooge temblando—. Decidme por qué.
—Llevo la cadena que forjé en vida —replicó el Espectro—. La hice eslabón a eslabón, metro a metro; la ciño a mi cuerpo por mi libre voluntad y por mi libre voluntad la usaré. ¿Os parece rara?
Scrooge temblaba cada vez más.
—¿O queréis saber —prosiguió el Espectro— el peso y la longitud de la cadena que soportáis? Era tan larga y tan pesada como ésta hace siete Nochebuenas. Desde entonces la habéis aumentado y es una cadena tremenda.
Scrooge miró el suelo alrededor del Espectro creyendo encontrarle rodeado por unas cincuenta o sesenta brazas de férreo cable; pero nada pudo ver.
—¡Jacob —le dijo suplicante—, viejo Jacob Marley, habladme más! ¡Habladme para mi consuelo, Jacob!
No tengo ninguno que dar… —replicó el Espectro—. Eso viene de otras regiones, Scrooge, y por medio de otros ministros a otra clase de hombres que vos. No puedo deciros todo lo que deseo. Un poquito más de tiempo se me permite solamente. No puedo reposar, no puedo detenerme, no puedo permanecer en ninguna parte. Mi espíritu nunca fue más allá de nuestro despacho…, ¡ay de mí!… En mí vida terrenal nunca mi espíritu vagó más allá de los estrechos límites de nuestra ventanilla para el cambio, ¡y qué fatigosas jornadas me quedan aún!
Scrooge tenía por costumbre, cuando se ponía pensativo, meterse las manos en los bolsillos del pantalón. Considerando lo que el Espectro había dicho, lo hizo así, pero sin levantar los ojos y sin alzarse del suelo.
—Debéis haber sido muy lento en ese asunto, Jacob —hizo observar Scrooge, en actitud comercial, aunque con humildad y deferencia.
—¡Lento! —repitió el Espectro.
—Siete años muerto —murmuró Scrooge—. ¿Y viajando todo este tiempo?
—Todo —dijo el Espectro—, sin reposo, sin paz. ¡Incesante tortura del remordimiento!
—¿Viajáis velozmente?
—En las alas del viento.
—Ya habréis recorrido un gran número de regiones en siete años —dijo Scrooge.
Al oír esto, el Espectro lanzó otro grito, haciendo rechinar la cadena de modo espantoso en el sepulcral silencio de la noche.
—¡Oh, cautivo, atado y doblemente aherrojado! —gritó el Fantasma—. ¡No saber que han de pasar a la eternidad siglos de incesante labor hecha por criaturas inmortales en la tierra, antes de que el bien de que es susceptible esté desarrollado por completo! ¡No saber que todo espíritu cristiano que obra rectamente en su reducida esfera, sea cual fuere, encontrará su vida mortal demasiado corta para compensar las buenas ocasiones perdidas! ¡No saber que ningún arrepentimiento puede evitar lo pasado! ¡Sin embargo, eso hice yo! ¡Oh, eso hice yo!
—Pero vos siempre fuisteis un buen hombre de negocios, Jacob —tartamudeó Scrooge, que empezaba a aplicarse esto a sí mismo.
—¡Negocios! —gritó el Espectro, retorciéndose las manos de nuevo—. El género humano era mi negocio. El bienestar general era mi negocio, la caridad, la misericordia, la paciencia y la benevolencia, todo eso era mi negocio. ¡Mis tratos comerciales no eran sino una gota de agua en el océano de mis negocios!
Sostuvo la cadena a lo largo del brazo, como si fuera la causa de toda su infructuosa pesadumbre, y la volvió a arrojar pesadamente al suelo.
—En esta época del año —dijo el Espectro— sufro lo indecible. ¿Por qué atravesé tantas multitudes con los ojos cerrados, sin elevarlos nunca hacia la bendita estrella que guió a los Magos a la morada del pobre? ¿No había pobres a los cuales me guiara su luz?
Scrooge estaba espantado de oír al Espectro hablar tan continuadamente y empezó a temblar más de lo que quisiera.
—Oídme —gritó el Espectro—. Mi tiempo va a acabarse.
—Bueno —dijo Scrooge—. Pero no me mortifiquéis. ¡No hagáis floreos, Jacob, os lo suplico!
—Lo que no me explico es que haya podido aparecer ante vos como una sombra que podéis ver, cuando he permanecido invisible a vuestro lado durante días y días.
No era una idea agradable, Scrooge estremecióse y se enjugó el sudor de la frente.
—Eso no es lo que menos me aflige —continuó el Espectro—. He venido esta noche a advertiros que aun podéis tener esperanza de escapar a mi destino, una esperanza que yo os proporcionaré.
—Siempre fuisteis un buen amigo mío —dijo Scrooge—. Gracias.
—Se os aparecerán —continuó el Espectro— tres Espíritus.
El rostro de Scrooge se alargó casi tanto como lo había hecho el del Espectro.
—¿Es ésa la esperanza de que hablabais, Jacob? —preguntó con voz temblorosa.
—Esa.
—Yo… yo preferiría no verlos —dijo Scrooge.
—Sin su vista —replicó el Espectro— no podéis evitar la senda que yo sigo. Esperad al primero mañana, cuando la campana anuncie la una.
—¿No podría recibir a todos de una vez, para terminar antes? —insinuó Scrooge.
—Esperad al segundo la noche siguiente a la misma hora. Al tercero, a la otra noche, cuando cese de vibrar la última campanada de las doce. Pensad que no me volveréis a ver y cuidad, por vuestro bien, de recordar lo que ha pasado entre nosotros.
Scrooge y Marley