Canción de Navidad (11 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Fantástico, #Clásico, #Cuentos

BOOK: Canción de Navidad
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Los que hablaban y los que escuchaban se dispersaron, mezclándose con otros grupos. Scrooge los conocía y miró al Espíritu en busca de una explicación.

El Fantasma deslizóse en una calle. Su dedo señalaba a dos individuos que se encontraron. Scrooge escuchó de nuevo, pensando que allí se hallaría la explicación.

También a aquellos hombres los conocía perfectamente. Eran dos hombres de negocios riquísimos y muy importantes. Siempre se había ufanado de ser muy estimado por ellos, desde el punto de vista de los negocios, se entiende, estrictamente desde el punto de vista de los negocios.

—¿Cómo estás? —dijo uno.

—¿Cómo estás? —replicó el otro.

—Bien —dijo el primero—. Al fin el viejo ha tenido lo suyo, ¿eh?

—Eso he oído —contestó el otro—. Hace frío, ¿verdad?

—Lo propio de la época de Navidad. Supongo que no sois patinador.

—No, no. Tengo otras cosas en que pensar. ¡Buenos días!

Ni una palabra más. Tales fueron su encuentro, su conversación y su despedida.

Al principio estuvo Scrooge a punto de sorprenderse de que el Espíritu diese importancia a conversaciones tan triviales en apariencia, pero, íntimamente convencido de que debían tener un significado oculto, se puso a reflexionar cuál podría ser. Apenas se les podía suponer alguna relación con la muerte de Jacob, su viejo socio, pues ésta pertenecía al pasado, y la providencia de este Espíritu era el futuro. Ni podía pensar en otro inmediatamente relacionado con él a quien se le pudiera aplicar. Pero como, sin duda, a quienquiera que se le aplicaren, encerraban una lección secreta dirigida a su provecho, resolvió tener en cuenta cuidadosamente toda palabra que oyera y toda cosa que viese, y especialmente observar su propia imagen cuando apareciera, pues tenía la esperanza de que la conducta de su futuro ser le daría la clave que necesitaba para hacerle fácil la solución del enigma.

Miró a todos lados en aquel lugar buscando su propia imagen; pero otro hombre ocupaba su rincón habitual, y aunque el reloj señalaba la hora en que él acostumbraba a estar allí, no vio a nadie que se le pareciese entre la multitud que se oprimía bajo el porche.

Ello le sorprendió poco, sin embargo, pues había resuelto cambiar de vida y pensaba y esperaba que su ausencia fuese una prueba de que sus nacientes resoluciones empezaban a ponerse en práctica.

Inmóvil, sombrío, el Fantasma permanecía a su lado con la mano extendida. Cuando Scrooge salió de su ensimismamiento, imagínóse, por el movimiento de la mano y su situación respecto a él, que los ojos invisibles estaban mirándole fijamente, y le recorrió un escalofrío.

Dejaron el preocupante lugar y se dirigieron a una parte obscura de la ciudad, donde Scrooge no había entrado nunca, aunque conocía su situación y su mala fama. Los caminos eran sucios y estrechos; las tiendas y las casas, miserables; los habitantes, medio desnudos, borrachos, mal calzados, horrorosos. Callejuelas y pasadizos sombríos, como otras tantas alcantarillas, vomitaban sus olores repugnantes, sus inmundicias y sus habitantes en aquel laberinto de calles, y toda aquella parte respiraba crimen, suciedad y miseria.

En el fondo de aquella guarida infame había una tienda bajísima de techo, bajo el tejado de un alero, donde se compraban hierros, trapos viejos, botellas, huesos y restos de comidas. En el interior, y sobre el suelo, se amontonaban llaves enmohecidas, clavos, cadenas, goznes, limas, platillos de balanza, pesos y toda clase de hierros inútiles. Misterios que a pocas personas hubiera agradado investigar se ocultaban bajo aquellos montones de harapos repugnantes, aquella grasa corrompida y aquellos sepulcros de huesos. Sentado en medio de sus mercancías, junto a un brasero de ladrillos viejos, un bribón de cabellos blanqueados, de casi setenta años de edad, defendido del viento exterior con una cortina fétida compuesta de pedazos de trapo de todos colores y clases colgados de un bramante, fumaba su pipa saboreando la voluptuosidad de su apacible retiro.

Scrooge y el fantasma llegaron ante aquel hombre en el momento en que una mujer cargada con un enorme envoltorio se deslizaba en la tienda. Apenas había entrado, cuando otra mujer, cargada de igual modo, entró a continuación, seguida de cerca por un hombre vestido de negro desvaído, cuya sorpresa no fue menor a la vista de las dos mujeres que la que ellas experimentaron al reconocerse una a la otra. Después de un momento de muda estupefacción, de la que había participado el hombre de la pipa, soltaron los tres una carcajada.

—¡Que la asistenta pase primeramente! —exclamó la que había entrado al principio—. La segunda será la lavandera y el tercero el hombre de la funeraria. Mirad, viejo Joe, qué casualidad. ¡Cualquiera diría que nos habíamos citado aquí los tres!

—No podíais haber elegido mejor sitio —dijo el viejo quitándose la pipa de la boca—. Entrad al salón. Hace mucho tiempo que tienes aquí la puerta abierta, ya lo sabes, y los otros dos tampoco son personas extrañas. Aguardad que cierre la puerta de la tienda. ¡Ah, cómo cruje! No creo que haya aquí hierros más mohosos que sus goznes, así como tampoco hay aquí, estoy seguro, huesos más viejos que los míos. ¡Ja, ja! Todos nosotros estamos en armonía con nuestra profesión y nos complementamos perfectamente. Pasad al salón, pasad al salón.

El salón era el espacio separado de la tienda por la cortina de harapos. El viejo removió la lumbre con un pedazo de hierro procedente de una barandilla, y después de reavivar la humosa lámpara (pues era de noche) con el tubo de la pipa, se volvió a poner ésta en la boca.

Mientras lo hizo, la mujer que había hablado arrojó el envoltorio al suelo y se sentó en un taburete en actitud descarada, poniéndose los codos sobre las rodillas y lanzando a los otros dos una mirada de desafío.

—Y bien, ¡qué pasa! ¿Qué pasa, señora Dilber? —dijo la mujer—. Cada uno tiene derecho a pensar en sí mismo. ¡El siempre lo hizo así!

—Es verdad, efectivamente —dijo la lavandera—. Más que él, nadie.

—¿Por qué, pues, ponéis esa cara, como si tuvierais miedo, mujer? ¿Quién es más inteligente? ¿No vamos a fastidiarnos unos a otros, supongo?

—¡Claro que no! —dijeron a la vez, la señora Dilber y el viejo—. No deberíamos esperar eso.

—Entonces, muy bien —exclamó la mujer—. Eso basta. ¿A quién se perjudica con insignificancias como éstas? No será el muerto, me figuro.

—¡Claro que no! —dijo la señora Dilber riendo.

—Si necesitaba conservarlas después de morir, el viejo avaro —continuó la mujer—, ¿por qué no ha hecho en vida lo que todo el mundo? De haberlo hecho así habría tenido a alguien a su lado cuando la muerte se lo llevó, en vez de permanecer aislado de todos al exhalar el último suspiro.

—Nunca se dijo mayor verdad —repuso la señora Dilber—. Un buen juicio sobre él.

—Desearía que hubiera tenido un juicio un poco más duro todavía —replicó la mujer—, y lo hubiera tenido, podéis creerme, si me hubiera sido posible poner las manos en cosa de más valor. Abrid ese envoltorio, Joe, y decidme cuánto vale. Hablad con franqueza. No tengo miedo de ser la primera, ni me importa que lo vean. Antes de encontrarnos aquí, ya sabíamos bien, me figuro, que estábamos buscando nuestro beneficio. No hay nada malo en ello. Abrid el envoltorio, Joe.

Pero la galantería de sus amigos no lo permitió, y el hombre del traje negro desvaído, rompiendo el fuego, mostró su botín. No era considerable: un sello o dos, un lapicero, dos botones de manga, un alfiler de poco valor, y nada más. Todas esas cosas fueron examinadas separadamente y evaluadas por el viejo, que escribió con tiza en la pared las cantidades que estaba dispuesto a dar por cada una, haciendo la suma cuando vio que no había ningún otro objeto.

—Esta es vuestra cuenta —dijo—, y no daría un penique más, aunque me quemaran a fuego lento por no darlo. ¿Quién sigue?

Seguía la señora Dilber. Sábanas y toallas, servilletas, un traje usado, dos antiguas cucharillas de plata, unas pinzas para azúcar y algunas botas. Su cuenta le fue hecha igualmente en la pared.

—Siempre doy demasiado a las señoras. Es una de mis flaquezas, y de ese modo me arruino —dijo el viejo—. Aquí está vuestra cuenta. Si me pedís un penique más, o discutís la cantidad, puedo arrepentirme de mi esplendidez y rebajar medía corona.

—Y ahora deshaced
mi
envoltorio, Joe —dijo la primera mujer.

Joe se puso de rodillas para abrirlo con más facilidad, y después de deshacer un gran número de nudos sacó una pesada pieza de tela obscura.

—¿Esto qué es? —dijo—. ¡Cortinas de cama!

—¡Ah! —respondió la mujer riendo e inclinándose sobre sus brazos cruzados—. ¡Cortinas de cama!

—No es posible que las hayáis quitado con anillas y todo, estando todavía él tumbado sobre el lecho —dijo el viejo.

—Pues sí —replicó la mujer—. ¿Por qué no?

—Habéis nacido para hacer fortuna —dijo el viejo— y seguramente la haréis.

—En verdad os aseguro, Joe —replicó la mujer tranquilamente—, que cuando tenga a mi alcance alguna cosa, no retiraré de ella la mano, y menos por consideración a un hombre como ése. Ahora, no dejéis caer el aceite sobre las mantas.

—¿Las mantas de él? —preguntó Joe.

—¿De quién creéis que iban a ser? —replicó la mujer—. Me atrevo a decir que no se enfriará por no tenerlas.

—Espero que no habrá muerto de enfermedad contagiosa, ¿eh? —dijo el viejo suspendiendo la tarea y alzando los ojos.

—No tengáis miedo —replicó la mujer—. No me agradaba tanto su compañía como para acercarme a su lado por tan poca cosa, si hubiera habido el menor peligro. ¡Ah! Podéis mirar esa camisa hasta que os duelan los ojos, y no veréis en ella ni un agujero ni un zurcido. Esa es la mejor que tenía y es una buena camisa. De no ser por mí, la habrían desperdiciado.

—¿A qué llamáis desperdiciar una camisa? —preguntó Joe.

—Quiero decir que, seguramente, lo habrían amortajado con ella —replicó la mujer, riendo—. Alguien fue lo bastante imbécil para hacerlo, pero yo se la quité otra vez. Si la tela de algodón no sirve para eso, no sirve para nada. Es suficiente para cubrir un cadáver. No podía estar más horrible con ella de lo que estaba con esta camisa.

Scrooge escuchaba este diálogo con horror. Conforme se hallaban los interlocutores agrupados en torno de su presa, a la escasa luz de la lámpara del viejo, le producían una sensación de aborrecimiento y de disgusto, que no habría sido mayor aunque hubiera visto obscenos demonios regateando el precio del propio cadáver.

—¡Ja, ja! —rio la misma mujer cuando Joe, sacando un talego de franela lleno de dinero, contó en el suelo la cantidad que correspondía a cada uno—. ¡Este es su final, ¿veis?! Durante su vida ahuyentó a todos de su lado para proporcionarnos ganancias después de muerto. ¡Ja, ja, ja!

—¿Espíritu? —dijo Scrooge, estremeciéndose de píes a cabeza—. Ya veo, ya veo. El caso de ese desgraciado puede ser el mío. A eso conduce una vida como la mía. ¡Dios misericordioso, ¿qué es esto?!

Retrocedió lleno de terror, pues la escena había cambiado y Scrooge casi tocaba un lecho: un lecho desnudo, sin cortinas, sobre el cual, cubierto por un trapo, yacía algo que, aunque mudo, se revelaba con terrible lenguaje.

El cuarto estaba muy obscuro, demasiado obscuro para poder observarlo con cierto detalle, aunque Scrooge, obediente a un impulso secreto, miraba a todos lados, ansioso por saber qué clase de habitación era aquélla. Una luz pálida, que llegaba del exterior, caía directamente sobre el lecho, en el cual yacía e1 cuerpo de aquel hombre despojado, robado, abandonado por todo el mundo, sin nadie que le velara y sin nadie que llorara por él.

La fría muerte

Scrooge miró hacia el Fantasma, cuya rígida mano indicaba la cabeza del muerto. El paño qué la cubría hallábase puesto con tal descuido, que el más ligero movimiento, el de un dedo, habría descubierto la cara. Pensó Scrooge en ello, veía cuán fácil era hacerlo y sentía el deseo de hacerlo, pero tan poco poder tenía para quitar aquel velo como para arrojar de su lado al Espectro.

¡Oh, fría, fría, rígida, espantosa muerte! ¡Levanta aquí tu altar y vístelo con todos los terrores de que dispones, pues estás en tu dominio! Pero cuando es una cabeza amada, respetada y honrada, no puedes hacer favorable a tus terribles designios uno solo de sus cabellos ni hacer odiosa una de sus facciones. No es que la mano pierda su peso y no caiga al abandonarla; no es que el corazón y el pulso vuelvan a latir; pero la mano fue abierta, generosa y leal; el corazón, bravo, ferviente y tierno; y el pulso, el de un hombre. ¡Golpea, muerte, golpea! ¡Y mira las buenas acciones que brotan de la herida y caen en el mundo como simiente de vida inmortal!

Ninguna voz pronunció tales palabras en los oídos de Scrooge, pero las oyó al mirar el lecho. Y pensó: «Si este hombre pudiera revivir, ¿cuáles serían sus principales pensamientos? ¿La avaricia, la dureza de corazón, la preocupación del dinero? ¿Tales cosas le han conducido, verdaderamente, a buen fin? Yace en esta casa desierta y sombría, donde no hay un hombre, una mujer o un niño que diga: “fue cariñoso para mí en esto o en aquello, y en recuerdo de una palabra amable seré cariñoso para él.”». Un gato arañaba la puerta y bajo la piedra del hogar se oía un ruido de ratas que roían. ¿Qué iban a buscar en aquel cuarto fúnebre y por qué estaban tan inquietas y turbulentas? Scrooge no se atrevió a pensar en ello.

—¡Espíritu —dijo—, da miedo estar aquí! Al abandonar este lugar no olvidaré sus enseñanzas, os lo aseguro. ¡Vámonos!

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