El Espectro seguía señalándole la cabeza del cadáver con su dedo inmóvil.
—Os comprendo —replicó Scrooge—, y lo haría si pudiera. Pero me es imposible, Espíritu, me es imposible.
Una vez más parecía mirarle.
—Si hay en la ciudad alguien a quien emocione la muerte de ese hombre —dijo Scrooge, agonizante—, mostradme esa persona, Espíritu, os lo suplico.
El Fantasma extendió un momento su sombría vestidura ante él, como un ala; después, volviendo a plegarla, mostróle una habitación alumbrada por la luz del día, donde estaba una madre con sus hijos.
Aguardaba a alguien con ansiosa inquietud, pues iba de un lado a otro por la habitación, se estremecía al menor ruido, miraba por la ventana, consultaba el reloj, trataba, pero inútilmente, de trabajar con su aguja, y no podía aguantar las voces de los niños en sus juegos.
Al fin se oyó en la puerta el golpe esperado tanto tiempo; se precipitó a la puerta y encontróse con su marido, cuyo rostro estaba agobiado y deprimido, aunque era joven. Había una expresión notable en él ahora: un placer triste que le causaba vergüenza y que se esforzaba por reprimir.
Sentóse para tomar la cena preparada para él junto al fuego, y cuando ella le preguntó débilmente qué noticias había (lo que no hizo sino después de un largo silencio) pareció avergonzado de responder.
—¿Son buenas o malas? —dijo para ayudarle.
—Malas —respondió.
—¿Estamos completamente arruinados?
—No. Aun hay esperanzas, Caroline.
—Si
él
se conmueve —dijo ella asombrada—, si tal milagro se realizara, no se habrían perdido las esperanzas.
—Ya no puede conmoverse —dijo el marido—, porque ha muerto.
Era aquella mujer una dulce y paciente criatura a juzgar por su rostro; pero su alma se llenó de gratitud al oír aquello, y así lo expresó juntando las manos. Un momento después pedía perdón a Dios y se mostraba afligida, pero lo primero fue la emoción de su corazón.
—Lo que me dijo aquella mujer medio borracha, de quien te hablé anoche, cuando intenté verle para obtener un plazo de una semana, y lo que yo pensaba que era una mera excusa para no recibirme, resulta haber sido del todo cierto; no sólo estaba muy enfermo, sino agonizando.
—¿Y a quién se transmitirá nuestra deuda?
—No lo sé. Pero antes de ese momento tendremos ya el dinero, y aunque no lo tuviéramos, sería tener muy mala suerte encontrar en su sucesor un acreedor tan implacable como él. ¡Esta noche podemos dormir tranquilos, Caroline!
Sí. Sus corazones se sentían aliviados de un gran peso. Las caras de los niños agrupados a su alrededor para escuchar lo que tan mal comprendían, brillaban más; la muerte de aquel hombre llevaba un poco de dicha a aquel hogar. La única emoción que el Espíritu pudo mostrar a Scrooge con motivo de aquel suceso fue una emoción de placer.
—Espíritu, permitidme ver alguna ternura relacionada con la muerte —dijo Scrooge—, si no, la sombría habitación que abandonamos hace poco estará siempre en mi recuerdo.
El Fantasma le condujo a través de varías calles que le eran familiares, a medida que marchaban Scrooge miraba a todas partes en busca de si mismo, pero en ningún sitio consiguió verse. Entraron en casa del pobre Bob Cratchit, la habitación que habían visitado anteriormente, y hallaron a la madre y a los niños sentados alrededor de la lumbre.
Tranquilos. Muy tranquilos. Los ruidosos pequeños Cratchit se hallaban en un rincón, quietos como estatuas, sentados y con la mirada fija en Peter, que tenía un libro abierto delante de él. La madre y sus hijas se ocupaban en coser. Toda la familia estaba muy tranquila, sin duda.
«
Y Él tomó a un niño y lo puso en medio de ellos
».
¿Dónde había oído Scrooge aquellas palabras? No las había soñado. El niño debía de haberlas leído en voz alta cuando él y el Espíritu cruzaban el umbral. ¿Por qué no continuaba?
La madre dejó su labor sobre la mesa y se cubrió la cara con las manos.
—El color de esta tela me hace daño en los ojos —dijo.
¿El color? ¡Ah, pobre Tiny Tim!
—Ahora los tengo mejor —dijo la mujer de Cratchit—. La luz de la vela los debilita, y por nada del mundo quisiera que cuando venga vuestro padre vea que tengo los ojos irritados. Ya no debe tardar, debe de ser la hora.
—Ya ha pasado, más bien —contestó Peter cerrando el libro—. Pero creo que desde hace unas cuantas noches anda algo más despacio que de costumbre, madre.
Volvieron a quedar en silencio. Al fin dijo la madre con voz firme y alegre, que una sola vez se retrasó:
—Yo le he visto un día andar deprisa, muy deprisa, con… con Tiny Tim sobre los hombros.
—¡Y yo también! —gritó Peter—. ¡Muchas veces!
—¡Y yo también! —exclamó otro y luego, todos.
—Pero Tiny Tim era muy ligero de llevar —continuó la madre volviendo a su labor—, y su padre le quería tanto, que no le molestaba, no le molestaba. Pero ya oigo a vuestro padre en la puerta.
Corrió a su encuentro y el pequeño Bob entró con su bufanda —bien la necesitaba el pobre—. Su té se hallaba preparado junto a la lumbre y todos se precipitaron a servírselo. Entonces los dos pequeños Cratchit saltaron sobre sus rodillas y cada uno de ellos puso su carita en una de las mejillas del padre, como diciendo: «No pienses en ello, padre. No estés triste».
Bob se mostró muy alegre con ellos y tuvo para todos una palabra amable. Miró la labor que había sobre la mesa y elogió la destreza y habilidad de la señora Cratchit y las niñas.
—Eso estará terminado mucho antes del domingo —dijo.
—¡Domingo! ¿Has ido hoy allá, Robert? —preguntó su mujer.
—Sí, querida —respondió Bob—. Me hubiera gustado que hubieseis podido venir. Os hubiera agradado ver qué verde está aquel sitio. Pero ya lo veréis a menudo. Le he prometido que iré a pasear allí un domingo. ¡Mi pequeñito, pequeñito mío! —gimió Bob—. ¡Pequeñito mío!
Se vino abajo de repente. No pudo remediarlo. Para que pudiera remediarlo, habría sido preciso que no se sintiese tan cerca de su hijo.
Dejó la habitación y subió a la del piso de arriba, profusamente iluminada y adornada como en Navidad. Había una silla colocada junto a la cama del niño y se veían indicios de que alguien la había ocupado recientemente. El pobre Bob sentóse en ella y, cuando se repuso algo y se tranquilizó, besó aquella carita. Sintióse resignado por lo sucedido y bajó de nuevo completamente feliz.
La familia rodeó la lumbre y empezó a charlar, las muchachas y la madre siguieron su labor. Bob les contó la extraordinaria benevolencia del sobrino de Scrooge, a quien apenas había visto una vez y que al encontrarle aquel día en la calle, y viéndole un poco… «un poco abatido, ¿sabéis?», dijo Bob, le preguntó lo que le había sucedido para estar tan triste.
—En vista de lo cual —contínuó Bob—, ya que es el caballero más afable que se puede encontrar, se lo conté. «Estoy sinceramente apenado por lo que me contáis, señor Cratchit», dijo, «por vos y por vuestra buena esposa». Y a propósito, no sé cómo ha podido saber eso.
—¿Saber qué, querido?
—Que eras una buena esposa —contestó Bob.
—Eso lo sabe todo el mundo —dijo Peter.
—¡Muy bien dicho, hijo mío! —exclamó Bob—. Espero que todo el mundo lo sepa. «Sinceramente apenado», dijo, «por vuestra buena esposa. Si puedo serviros en algo», continuó, dándome su tarjeta, «este es mi domicilio. Os ruego que vayáis a verme». Bueno, pues, me ha encantado —exclamó Bob—, no por lo que podría hacer en nuestro favor, sino por su amabilidad, que era bastante agradable. Parecía que en realidad había conocido a nuestro Tiny Tim y lo sentía con nosotros.
—Estoy segura de que tiene buen corazón —dijo la señora Cratchit.
—Más segura estarías de ello, querida —contestó Bob—, si le hubieras visto y le hubieras hablado. No, no me sorprendería nada, fíjate en lo que digo, que proporcionase a Peter un empleo mejor.
—¿Has oído esto, Peter? —dijo la señora Cratchit.
—¡Y entonces —gritó una de las muchachas— Peter buscará compañía y se establecerá por su cuenta!
—¡Vamos a llevarnos bien! —replicó Peter sonriendo.
—Eso puede que suceda o no, uno de estos días —dijo Bob—, aunque hay mucho tiempo por delante, hijo mío. Pero, como sea y cuando sea que nos separemos unos de otros, tengo la seguridad de que ninguno de nosotros olvidará al pobre Tiny Tim, ¿verdad?, ninguno olvidará esta primera separación.
—¡Nunca, padre! —gritaron todos.
—Y yo sé —dijo Bob—, yo sé, hijos míos, que cuando recordemos cuán paciente y cuán dulce fue, aun siendo pequeño, pequeñito, no reñiremos fácilmente entre nosotros, porque al hacerlo olvidaríamos al pobre Tiny Tim.
—¡No, padre, nunca! —volvieron a gritar todos.
—Soy muy feliz —dijo el pequeño Bob—. ¡Soy muy feliz!
La señora Cratchit le besó, sus hijas le besaron, los dos pequeños Cratchit le besaron, y Peter y él se dieron un apretón de manos. ¡Espíritu de Tiny Tim, tu esencia infantil provenía de Dios!
—Espectro —dijo Scrooge—, algo me dice que la hora de nuestra separación se acerca. Lo sé, pero no sé cómo. Decidme: ¿quién era aquel hombre que hemos visto yacer en su lecho de muerte?
El Espectro de la Navidad Futura le transportó, como antes —aunque en una época diferente, según pensó: verdaderamente, sus últimas visiones aparecían embrolladas, salvo por la seguridad de que pertenecían al futuro—, a los lugares en que se reunían los hombres de negocios, pero sin mostrarle a su otro yo. En verdad, el Espíritu no se detuvo para nada, sino que siguió adelante como para alcanzar el objetivo deseado, hasta que Scrooge le suplicó que se detuviera un momento.
—Esta callejuela que atravesamos ahora —dijo Scrooge— es el lugar donde hace mucho tiempo establecí mi lugar de trabajo. Veo la casa. Permitidme contemplar lo que será en los días venideros.
El Espíritu se detuvo, su mano señalaba otro sitio.
—¡La casa está allá abajo! —exclamó Scrooge—. ¿Por qué me señaláis hacia otra parte?
El inexorable dedo no experimentó ningún cambio.
Scrooge corrió a la ventana de su despacho y miró al interior. Seguía siendo un despacho, pero no el suyo. Los muebles no eran los mismos y la persona sentada en la butaca no era él. El Fantasma señaló como antes.
Scrooge volvió a unírsele, y sin comprender por qué no estaba él allí ni dónde habría ido, siguió al Espíritu hasta llegar a una verja de hierro. Antes de entrar se detuvo para mirar a su alrededor.
Un cementerio. Aquí, entonces, yacía bajo tierra el desdichado hombre cuyo nombre iba ahora a saber. Era un digno lugar, rodeado de casas, invadido por la hierba y las plantas silvestres, la vegetación de la muerte no la de la vida, demasiado lleno de sepulturas, abonado hasta la exageración. ¡Un digno lugar!
El Espíritu, de pie en medio de las tumbas, indicó una. Scrooge avanzó hacia ella temblando. El Fantasma era exactamente como había sido hasta entonces, pero Scrooge tuvo miedo al notar un ligero cambio en su figura solemne.
—Antes de acercarme más a esa piedra que me enseñáis —le dijo—, respondedme a una pregunta: ¿Es todo eso la imagen de lo que será o solamente la imagen de lo que puede ser?
El Espectro siguió señalando a la tumba junto a la cual se hallaba.
—Los caminos de los hombres permiten anticipar ciertos finales que, si perseveran, pueden alcanzar —dijo Scrooge—; pero si se apartan de ellos, los finales cambian. ¿Ocurre lo mismo con las cosas que me mostráis?
El Espíritu continuó inmóvil como siempre.
Scrooge se arrastró hacia él, temblando al acercarse, y siguiendo la dirección del dedo, leyó sobre la piedra de la abandonada sepultura su propio nombre:
Ebenezer Scrooge
.
El último de los espíritus
—¿Soy
yo
el hombre que yacía sobre el lecho? —exclamó cayendo de rodillas.
El dedo se dirigió de la tumba a él y de él a la tumba.
—¡No, Espíritu! ¡Oh, no, no!
El dedo seguía allí.
—¡Espíritu —gritó agarrándose a su vestidura—, escuchadme! Yo no soy ya el hombre que era. No seré ya el hombre que habría sido gracias a vuestra intervención. ¿Por qué me mostráis todo esto, si estoy más allá de toda esperanza?
Por primera vez la mano pareció moverse.
—Buen Espíritu —continuó, prosternado ante él, con la frente en la tierra—, vos intercederéis por mí y me compadeceréis. Aseguradme que puedo cambiar esas imágenes que me habéis mostrado, cambiando de vida.
La benévola mano tembló.
—Honraré la Navidad en mi corazón y procuraré guardarla todo el año. Viviré en el pasado, en el presente y en el futuro. Los Espíritus de los Tres no se apartarán de mí. No olvidaré sus lecciones. ¡Oh, decidme que puedo borrar lo escrito en esa piedra!
En su agonía asió la mano espectral, que intentó desasirse, pero su súplica le daba fuerza, y la retuvo. El Espíritu, más fuerte aún, le rechazó.
Juntando las manos en una última súplica a fin de que cambiase su destino, Scrooge advirtió una alteración en la túnica con capucha del Fantasma, que se contrajo, se derrumbó y quedó convertido en una columna de cama.
¡S
í! ¡Y la columna de la cama era la suya. La cama era la suya, la habitación era la suya, y lo mejor y más venturoso de todo, el tiempo venidero era suyo, para poder enmendarse!