—Viviré en el Pasado, en el Presente y en el Futuro —repitió Scrooge, saltando de la cama—. Los Espíritus de los Tres no se apartarán de mí. ¡Oh, Jacob Marley! ¡Benditos sean el cielo y la fiesta de Navidad! ¡Lo digo de rodillas, Jacob, de rodillas!
Se encontraba tan animado y tan encendido por buenas intenciones, que su voz desfallecida apenas respondía al llamamiento de su voluntad. Había sollozado con violencia en su lucha con el Espíritu y su cara estaba mojada de lágrimas.
—¡No se las han llevado —exclamó Scrooge, estrechando en sus brazos una de las cortinas de la cama—, no se las han llevado, ni tampoco las anillas! Están aquí. Yo estoy aquí. Las imágenes de las cosas que podían haber ocurrido pueden desvanecerse. Y se desvanecerán, lo sé.
Sus manos se ocupaban continuamente en palpar sus vestidos; los volvía del revés, ponía lo de arriba abajo y lo de abajo arriba, los desgarraba, los dejaba caer, haciéndoles cómplices de toda clase de extravagancias.
—¡No sé lo que hago! —exclamó Scrooge riendo y llorando a la vez y haciendo de sí mismo con sus medias una copia perfecta de Laocoonte—. Estoy ligero como una pluma, dichoso como un ángel, alegre como un colegial, aturdido como un borracho. ¡Felices Pascuas a todos! ¡Feliz Año Nuevo a todo el mundo! ¡Hurra! ¡Viva!
Había ido a la sala dando brincos, y allí estaba entonces sin aliento.
—¡Aquí está la cacerola con el cocimiento! —gritó Scrooge entusiasmándose de nuevo y danzando alrededor de la chimenea—. ¡Esa es la puerta por donde entró el fantasma de Jacob Marley! ¡Ese es el rincón donde se sentó el Espíritu de la Navidad Presente! ¡Esa es la ventana por donde vi los Espíritus errantes! ¡Todo está en su sitio, todo es verdad, todo ha sucedido! ¡Ja, ja, ja!
Realmente, para un hombre que no la había practicado por espacio de muchos años, era una risa espléndida, la risa más magnífica, la madre de una larga, larga progenie de risas brillantes.
—No sé qué día es —dijo Scrooge—. No sé cuánto tiempo he estado entre los Espíritus. No sé nada. Soy como un niño. No me importa. Me es igual. Quisiera ser un niño. ¡Hurra! ¡Viva!
Le interrumpieron sus paseos de alegría las campanas de las iglesias, con los más sonoros repiques que oyó jamás. ¡Tin, tan! ¡Tin, tan! ¡Tin, tan! ¡Oh, magnífico, magnífico!
Corriendo a la ventana, la abrió y asomó la cabeza. Nada de bruma, nada de niebla, un frío claro, luminoso, jovial; un frío que al soplar hace bailar la sangre en las venas; un sol de oro, un cielo divino; un aire fresco y suave, campanas alegres. ¡Oh, magnifico, magnífico!
—¿Qué día es hoy? —gritó Scrooge, dirigiéndose a un muchacho en traje de domingo, que quizá se había detenido para mirarle.
—¿Eh? —replicó el muchacho lleno de admiración.
—¿Qué día es hoy, buen muchacho? —dijo Scrooge.
—¿Hoy? —repuso el muchacho—. ¡Toma, pues
el día de Navidad
!
—¡El día de Navidad! —se dijo Scrooge—. ¡No ha pasado todavía! Los Espíritus lo han hecho todo en una noche. Pueden hacer todo lo que quieren. Por supuesto que pueden. Por supuesto que pueden. ¡Hola, mi buen muchacho!
—¡Hola! —contestó el muchacho.
—¿Sabes dónde está la pollería, en la esquina de la segunda calle? —inquirió Scrooge.
—¡Claro que sí!
—¡Eres un muchacho listo! —dijo Scrooge—. ¡Un muchacho notable! ¿Sabes sí han vendido el hermoso pavo que tenían colgado ayer? No el pequeño, el grande.
—¿Cuál? ¿Uno que era tan grande como yo? —replicó el muchacho.
—¡Qué chico tan encantador! —dijo Scrooge—. Da gusto hablar contigo. ¡Sí, machote!
—Todavía está colgado —repuso el muchacho.
—¿De verdad? —dijo Scrooge—. Ve a comprarlo.
—¡Usted bromea! —exclamó el muchacho.
—No, no —dijo Scrooge—. Hablo en serio. Ve a comprarlo y di que lo traigan aquí, que yo les diré dónde tienen que llevarlo. Vuelve con el mozo y te daré un chelín. Si vienes con él antes de cinco minutos, te daré media corona.
El muchacho salió disparado como una bala. Ni con el dedo en el gatillo habría disparado nadie la mitad de rápido.
—Voy a enviárselo a Bob Cratchit —murmuró Scrooge, frotándose las manos y soltando la risa—. No sabrá quién se lo envía. Tiene dos veces el cuerpo de Tiny Tim. ¡Joe Miller no ha gastado nunca una broma parecida a ésta de enviar el pavo a Bob!
Al escribir las señas no estaba muy firme la mano; pero, de cualquier modo, las escribió Scrooge y bajó la escalera para abrir la puerta de la calle en cuanto llegase el mozo de la pollería. Hallándose allí aguardando su llegada, el llamador atrajo su atención.
—¡Lo querré toda mi vida! —exclamó Scrooge, acariciándole con la mano—. Apenas lo miré antes. ¡Qué honrada expresión tiene en la cara! ¡Es un llamador maravilloso!… Aquí está el pavo. ¡Viva! ¡Hola! ¡Cómo estáis! ¡Feliz Navidad!
¡Era un
señor
pavo! Seguramente no habría podido sostenerse sobre sus patas, semejante pájaro. Se las habría roto en un minuto como si fueran barras de lacre.
—¡Qué! No es posible llevarlo a cuestas hasta Camden-Town —dijo Scrooge—. Tenéis que tomar un carruaje.
La risa con que dijo aquello, y la risa con que pagó el pavo, y la risa con que pagó el carruaje, y la risa con que dio la propina al muchacho, únicamente fueron sobrepasadas por la risa con que se sentó de nuevo en su butaca, ya sin aliento, y siguió riendo hasta llorar.
No le fue fácil afeitarse, porque su mano seguía muy temblorosa, y el afeitarse requiere tranquilidad, aun cuando no bailéis mientras os entregáis a tal ocupación. Pero si se hubiera cortado la punta de la nariz se habría puesto un trozo de esparadrapo en la herida y habríase quedado tan satisfecho.
Se vistió con sus mejores ropas y por fin salió a la calle. La multitud se derramaba torrencialmente en aquel momento, como la vio yendo con el Espíritu de la Navidad Presente, y al marchar con las manos en la espalda, Scrooge miraba a todo el mundo con una sonrisa de placer. Parecía tan irresistiblemente amable, en una palabra, que tres o cuatro muchachos de buen humor dijeron: «¡Buenos días, señor! ¡Feliz Navidad, señor!». Y Scrooge dijo más tarde muchas veces que, de todos los sonidos agradables que oyó en su vida, aquellos fueron los más dulces para sus oídos.
El día de Navidad
No había andado mucho, cuando vio que se dirigía hacia él el corpulento caballero que había ido a su despacho el día anterior, diciendo: «¿Scrooge y Marley, si no me equivoco?». Un dolor agudo le atravesó el corazón al pensar de qué modo le miraría el anciano caballero cuando se encontraran, pero sabía como tenía que actuar, y lo hizo.
—Mi querido señor —dijo Scrooge, apresurando el paso y tomando al anciano caballero por las dos manos—. ¿Cómo está usted? Espero que ayer haya sido un buen día para usted. Fue muy amable de su parte. ¡Feliz Navidad para usted, señor!
—¿El señor Scrooge?
—Sí —dijo éste—, tal es mi nombre, y temo que no os sea agradable. Permitid que os pida perdón. Y tendríais la bondad… —Aquí Scrooge le cuchicheó al oído.
—¡Bendito sea Dios! —gritó el caballero, como si le faltara el aliento—. Querido señor Scrooge, ¿habláis en serio?
—Sí, por favor —dijo Scrooge—. Nada menos que eso. En ello están incluidas muchas deudas atrasadas, os lo aseguro. ¿Me haréis ese favor?
—Querido señor —dijo el otro, estrechándole las manos—. No sé cómo alabar tal munifi…
—Os ruego que no digáis nada —interrumpió Scrooge—. Id a verme. ¿Iréis a verme?
—¡Iré! —exclamó el anciano caballero. Y se veía claramente que pensaba hacerlo.
—Gracias —dijo Scrooge—. Os lo agradezco mucho. Os doy mil gracias. ¡Qué Dios le bendiga!
Estuvo en la iglesia, recorrió las calles y contempló a la gente que iba presurosa de un lado a otro, dio a los niños palmaditas en la cabeza, preguntó a los mendigos, miró curiosamente las cocinas de las casas y luego miró hacia las ventanas, y notó que todo le producía placer. Nunca imaginó que un paseo —una cosa insignificante— pudiera hacerle tan feliz. Por la tarde dirigió sus pasos a casa de su sobrino.
Pasó ante la puerta una docena de veces antes de atreverse a subir y llamar a la puerta. Por fin lanzóse y llamó:
—¿Está en casa el señor, querida? —preguntó Scrooge a la muchacha. Guapa chica, en verdad.
—Sí, señor.
—¿Dónde está, cariño? —dijo Scrooge.
—En el comedor, señor, está con la señora. Haced el favor de subir conmigo.
—Gracias. El señor me conoce —repuso Scrooge, con la mano puesta ya en el picaporte del comedor—. Voy a entrar, hija mía.
Abrió suavemente y metió la cabeza ladeada por la puerta entreabierta. El matrimonio hallábase examinando la mesa (puesta como para una comida de gala), pues los jóvenes amos de casa, siempre se cuidan de tales pormenores y les agrada ver que todo está como es debido.
—¿Fred? —dijo Scrooge.
¡Cielos! ¡Cómo se estremeció su sobrina política! Scrooge olvidó por el momento que la había visto sentada en un rincón, con los pies en el taburete, si no, no se habría atrevido a entrar de ningún modo.
—¡Dios me valga! —gritó Fred—. ¿Quién es?
—Soy yo. Tu tío Scrooge. He venido a cenar. ¿Me permites entrar, Fred?
¡Permitirle entrar! Por poco no le arranca un brazo para introducirle en el comedor. A los cinco minutos se hallaba como en su casa. No era posible más cordialidad. La sobrina imitó a su marido. Y lo mismo hizo Topper cuando llegó. Y lo mismo la hermana regordeta cuando llegó. Y lo mismo todos los demás cuando llegaron. ¡Admirable reunión, admirables entretenimientos, admirable unanimidad, ad-mi-ra-ble felicidad!
Pero Scrooge acudió temprano a su despacho a la mañana siguiente. ¡Oh, muy temprano! ¡Si él pudiera llegar el primero y sorprender a Cratchit cuando llegara tarde! ¡Aquello era lo único que le preocupaba!
¡Y lo consiguió, vaya sí lo consiguió! El reloj dio las nueve. Bob no llegaba. Las nueve y cuarto. Bob no llegaba. Bob se retrasaba ya dieciocho minutos y medio. Scrooge se sentó, dejando su puerta de par en par, a fin de verle cuando entrase en su mazmorra. Habíase quitado Bob el sombrero antes de abrir la puerta y también la bufanda. En un instante se instaló en su taburete y se puso a escribir rápidamente, como si quisiera lograr que fuesen las nueve de la mañana.
—¡Hola! —gruñó Scrooge, imitando cuanto pudo su voz de antaño—. ¿Qué significa que vengáis a esta hora?
—Lo siento mucho, señor —dijo Bob—. Ya sé que vengo tarde.
—¡Tarde! —repitió Scrooge—. Sí. Creo que venís tarde. Acercaos un poco, haced el favor.
—Es solamente una vez al año, señor —dijo Bob tímidamente, saliendo de la mazmorra—. Esto no se repetirá. Ayer estuve de fiesta, señor.
—Pues tengo que deciros, amigo mío —dijo Scrooge—, que no estoy dispuesto a que esto continúe de tal modo. Por consiguiente —añadió, saltando de su taburete y dando a Bob tal empellón en el chaleco que le hizo retroceder dando traspiés a su cuchitril—, ¡por consiguiente, voy a aumentaros el sueldo!
Bob tembló y dirigióse adonde estaba la regla, sobre su mesa. Tuvo una momentánea intención de golpear a Scrooge con ella, sujetarle los brazos, pedir auxilio a los que pasaban por la calleja y ponerle una camisa de fuerza.
—¡Feliz Navidad, Bob! —dijo Scrooge, con una vehemencia que no admitía duda y abrazándole al mismo tiempo—. Tanta más Feliz Navidad os deseo, Bob, querido muchacho, en cuanto que he dejado de felicitaros tantos años. Voy a aumentaros el sueldo y a esforzarme por ayudaros a sostener a vuestra familia, y esta misma tarde discutiremos nuestros asuntos ante un tazón de ponche humeante, Bob. ¡Encended las dos lumbres, id a comprar otro cubo de carbón antes de poner otro punto sobre una
i
, Bob Cratchit!
Scrooge y Bob Cratchit
Scrooge hizo más de lo que había dicho. Hizo todo e infinitamente más, y respecto de Tiny Tim, que no murió, fue para él un segundo padre. Se hizo tan buen amigo, tan buen maestro y tan buen hombre, como el mejor ciudadano de una ciudad, de una población o de una aldea del bueno y viejo mundo. Algunos se rieron al verle cambiado; pero él les dejó reír y no se preocupó, pues era lo bastante juicioso para saber que nunca sucedió nada bueno en este planeta que no empezara por hacer reír a algunos; y comprendiendo que aquéllos estaban ciegos, pensó que tanto más vale que arruguen los ojos a fuerza de reír, a que la enfermedad se manifieste de forma menos atractiva. Su propio corazón reía, y con eso tenía bastante.