Read Campeones de la Fuerza Online
Authors: Kevin J. Anderson
Han y Lando se pusieron guantes protectores antes de introducir el cilindro de mensajes del
Triturador de Soles
en la sala del
Halcón
. El frío espacial había atravesado las paredes del recipiente, y cuando lo introdujeron en la atmósfera de la nave vieron aparecer zarcillos de escarcha que se extendieron sobre la superficie metálica como un encaje de helechos.
El delgado casco metálico brillaba, aunque había algunas partes que habían sido ennegrecidas por las descargas electrostáticas cuando el cilindro había salido despedido a gran velocidad del
Triturador de Soles
.
—Qué mensaje tan pesado... —dijo Lando mientras llevaban el recipiente por la sala y lo dejaban encima de las planchas del suelo con un thump metálico.
La cápsula de mensajes medía un poco más de un metro de longitud y un poco menos de medio metro de anchura, y era utilizada por el capitán de una nave condenada a la destrucción para lanzar al espacio sus últimas entradas de bitácora y los núcleos de ordenador y registros de navegación, a fin de que pudieran ser consultados en la investigación posterior.
Han se acordó que Kyp le había contado que cuando los científicos de Coruscant descubrieron los cilindros de mensajes dentro del
Triturador de Soles
habían sucumbido al pánico porque creían haber encontrado los peligrosos torpedos supernova, y eso a pesar de que el cilindro formaba parte del equipo estándar imperial y de que cualquier contrabandista o piloto de caza lo habría reconocido al instante.
Kyp había dejado cilindros de mensajes para explicar qué había hecho y por qué durante su orgía destructiva en la Nebulosa del Caldero y el sistema de Carida, queriendo impedir que alguien pudiera malinterpretar sus acciones considerándolas simples accidentes cósmicos.
Han se sentía tan aturdido por la tristeza que incluso le costaba mantener abiertos los ojos. Su amigo había tenido razón, pero sólo hasta cierto punto. Kyp Durron había intentado destruir al Imperio utilizando tácticas tan horrendas como las del Emperador.
Luke Skywalker había afirmado que el joven se redimiría a sí mismo, pero el potencial de convertirse en un gran Jedi que poseía Kyp se había extinguido para siempre.
Aun así, Han no podía negar que el sacrificio de su joven amigo había valido la pena. Kyp había eliminado el prototipo de la
Estrella de la Muerte
y el
Triturador de Soles
. Había liberado a la galaxia del terror al precio de su vida, y había cambiado una vida por las de miles de millones de posibles víctimas.
Eso tenía sentido, ¿no?
¿O no lo tenía?
Mara Jade se arrodilló al lado del cilindro de mensajes, deslizó sus esbeltas manos sobre el casco y levantó la tapa de acceso.
—Bueno, no está codificado —dijo—. O Kyp no dispuso del tiempo necesario para introducir el código, o sabía que recogeríamos el cilindro... Tampoco conectó la baliza de guía.
—Vamos, ábrelo de una vez —dijo secamente Han.
Ya estaba harto de aquella horrible espera. ¿Qué habría dicho Kyp en sus últimos momentos de vida?
Mara tecleó la secuencia estándar de abertura. Las luces parpadearon con destellos rojos primero y ámbar después, y acabaron poniéndose verdes. Una juntura que había sido invisible hasta entonces apareció en el centro de la cápsula con un siseo de aire que escapó por ella. La larga línea negra se fue ensanchando a medida que las dos mitades del cilindro se iban separando poco a poco.
Y Kyp Durron apareció en el interior de la cápsula de mensajes, con el rostro cerúleo y tan inmóvil como una estatua. Tenía los ojos cerrados, y sus facciones estaban tensas en una expresión de concentración intensa, pero sorprendentemente llena de paz.
—¡Kyp! —gritó Han. La alegría y el asombro le quebraron la voz, pero intentó no hacerse demasiadas ilusiones—. Kyp...
Kyp había logrado acomodarse en el pequeño volumen del cilindro de mensajes, metiéndose dentro de un recipiente que apenas si era lo bastante grande para contener a un niño. Kyp había conseguido aplastarse las piernas y doblar los brazos hasta que se le rompieron los huesos, ejerciendo presión sobre su caja torácica hasta que se hubo fracturado las costillas y convirtió su cuerpo en una masa lo más compacta posible.
Han se inclinó sobre el rostro ceniciento.
—¿Está vivo? Se ha sumido en alguna clase de trance Jedi...
La desesperación había hecho que Kyp encontrara las reservas de energía necesarias para utilizar las técnicas Jedi de bloqueo del dolor, su decisión y todo el conocimiento que le había enseñado Luke para hacerse aquello a sí mismo, sabiendo que era su única posibilidad de sobrevivir.
—Ha frenado el ritmo de sus funciones vitales casi hasta el punto de la animación suspendida —dijo Mara—. El trance es tan profundo que a efectos prácticos se podría considerar que está muerto.
El recipiente de mensajes era hermético, pero no poseía ningún sistema de apoyo vital, y no tenía más aire que la pequeña cantidad que Kyp había encajado alrededor de su maltrecho cuerpo.
—Eso es imposible —dijo Lando.
—Saquémosle con mucho cuidado —dijo Han.
Han fue extrayendo con meticulosa delicadeza el cuerpo del joven del diminuto cilindro. Lando y Mara le ayudaron a transportar a Kyp hasta uno de los estrechos catres, y el cuerpo del joven osciló y se dobló flácidamente durante el trayecto a causa de las terribles fracturas óseas que había padecido, como si alguien hubiera estrujado a Kyp hasta convertirle en una bola y le hubiese arrojado a un lado después.
—Oh, Kyp... —dijo Han. Colocó a Kyp encima del catre y le puso bien los brazos, y mientras lo hacía pudo sentir cómo las muñecas fracturadas se movían debajo de su piel igual que si fueran de gelatina—. Hemos de llevarle a un centro médico —añadió—. Tenemos un equipo de primeros auxilios a bordo, pero Kyp se encuentra tan mal que no servirá ni para empezar a atenderle.
Kyp abrió los ojos. Sus negras pupilas estaban vidriadas por un dolor increíble, pero el joven logró mantenerlo a raya durante unos momentos.
—Han... —dijo, y su voz sonaba tan débil como un lejano batir de alas—. Viniste a recogerme...
—Claro que sí, chico —dijo Han, inclinándose sobre él—. ¿Qué esperabas?
—¿Y la
Estrella de la Muerte
? —preguntó Kyp.
—Fue aspirada por el agujero negro... junto con el
Triturador de Soles
. Los dos han desaparecido.
Un estremecimiento de alivio recorrió todo el cuerpo de Kyp desde la cabeza hasta los pies.
—Bien...
Parecía estar a punto de volver a sumirse en la inconsciencia, pero un instante después volvió a parpadear y sus ojos se iluminaron con el brillo de una nueva confianza en sí mismo.
—Me pondré bien, ¿sabes?
—Ya lo sé —respondió Han.
Y sólo entonces sucumbió Kyp al dolor y permitió que su organismo volviera a caer en el trance Jedi.
—Me alegra tenerte de vuelta, chico —murmuró Han, y alzó la mirada hacia Mara y Lando—. Llevémosle de regreso a Coruscant.
Un alarido wookie brotó del intercomunicador, y Han se irguió de golpe y fue corriendo a la cabina para ver una maltrecha lanzadera de asalto imperial de la clase gamma inmóvil en el espacio delante del
Halcón
, con sus motores al rojo blanco y preparada para ponerse en movimiento.
—¡Chewie! —gritó por el receptor vocal, y el wookie respondió con un rugido.
—Chewbacca está diciendo que si desean seguirnos para salir de las Fauces, ya tenemos el curso adecuado programado en nuestro ordenador —se encargó de traducir Cetrespeó—. Creo que todos tenemos muchas ganas de volver a casa.
Han miró a Lando y a Mara y sonrió.
—Has acertado, Cetrespeó.
Cilghal permanecía en silencio en el comedor del Gran Templo, con el rostro impasible y sin mostrar la más mínima reacción a la insistencia de Ackbar.
Ackbar, que volvía a vestir su uniforme blanco de almirante, se inclinó hacia adelante para estar un poco más cerca de Cilghal y puso sus manos de dedos espatulados sobre los hombros de la túnica azul pálido que llevaba la embajadora calamariana. Cilghal pudo sentir la poderosa musculatura de sus manos cuando Ackbar ejerció presión hacia abajo y se encogió levemente, temiendo lo que podía llegar a exigirle.
—No puede rendirse tan fácilmente, embajadora —dijo Ackbar—. No aceptaré que es una tarea imposible hasta que me haya demostrado que es imposible.
Cilghal tuvo la sensación de haberse vuelto muy pequeña bajo la mirada penetrante y escrutadora de los enormes ojos de Ackbar. Ningún humano hubiese sido capaz de percibirlo, pero podía ver los efectos de una tensión contenida durante mucho tiempo en su rostro y en las manchitas que salpicaban el naranja oscuro de su piel. La piel de Ackbar parecía estar reseca, y sus lóbulos se habían hundido a los lados de su cabeza. Los pequeños zarcillos que brotaban alrededor de su boca parecían un poco marchitos, y estaban llenos de grietas diminutas.
Ackbar había llevado un peso enorme sobre su conciencia desde el terrible accidente en el planeta Vórtice y la pérdida de su honor que había padecido como resultado de él, pero por fin había vuelto a ser el de siempre y se disponía a servir nuevamente a su gente y a la Nueva República con una decisión aún más firme que antes. Ackbar había venido a Yavin 4 para hablar con ella.
—No ha habido sanadores Jedi desde las grandes purgas —dijo Cilghal—. El Maestro Skywalker cree que poseo ciertas aptitudes en esa área de los conocimientos Jedi, pero no he recibido el adiestramiento necesario. Me encontraría nadando en aguas oscuras, y no sabría qué curso estaba siguiendo. No me atrevo a...
—Debe hacerlo —la interrumpió secamente Ackbar.
Le soltó los hombros y dio un paso hacia atrás, retrocediendo hasta que la blancura impoluta de su uniforme casi deslumbró a Cilghal en la penumbra del comedor del templo massassi.
Dorsk 81 entró en el comedor, vio a Ackbar y le observó disimuladamente, abriendo los ojos y poniendo cara de sorpresa al reconocer al almirante de la Flota de la Nueva República. El alienígena clonado balbuceó una disculpa, enrojeció y se apresuró a retirarse.
Pero la mirada de Ackbar no se había apartado ni un solo instante del rostro de Cilghal. La embajadora calamariana alzó la cabeza para mirarle a los ojos, pero aguardó en silencio a que Ackbar volviese a hablar.
—Se lo suplico, Cilghal... —dijo Ackbar—. Si no hace nada, Mon Mothma habrá muerto dentro de unos días.
—Me hice ciertos juramentos a mí misma, tanto cuando me convertí en embajadora como cuando vine aquí para recibir el adiestramiento Jedi —respondió Cilghal—. Juré que haría cuanto estuviese en mis manos para servir y fortalecer a la Nueva República. —Cilghal bajó la mirada hacia sus manos-aleta—. Si el Maestro Skywalker tiene fe en mí, ¿quién soy yo para dudar de su juicio? —murmuró—. Lléveme a su nave, almirante, y vayamos a Coruscant.
Cilghal estaba en el Palacio Imperial, y volvió a examinar la situación con un creciente temor.
Mon Mothma ya no se encontraba consciente. La plaga de nanodestructores se había extendido por todo su cuerpo, y estaba desmoronando la estructura de sus células una por una. Sin los sistemas de apoyo vital que filtraban su sangre y hacían que sus pulmones siguieran llenándose de aire y que su corazón siguiera latiendo, la humana ya llevaría varios días muerta.
Algunos miembros del Consejo habían empezado a pedir que se le permitiese morir, afirmando que el seguir manteniendo con vida a Mon Mothma en aquel estado agónico equivalía a una terrible tortura prolongada. Pero en cuanto se enteró de que uno de los nuevos estudiantes Jedi del Maestro Skywalker vendría de Yavin 4 para tratar de curar a Mon Mothma, la Jefe de Estado Leia Organa Solo insistió en que debían esperar y aferrarse a aquella última oportunidad, esa débil esperanza final.
Cuando llegó a Ciudad Imperial, Cilghal fue flanqueada por Ackbar y Leia, y los tres avanzaron rápidamente a lo largo de los pasillos hasta llegar a las cámaras médicas en las que Mon Mothma yacía rodeada por la creciente pestilencia de la muerte.
Las oscuras pupilas de Leia fueron de Mon Mothma a Cilghal. Sus ojos de humana brillaban con los destellos de las lágrimas que se iban acumulando en ellos, y Cilghal pudo percibir su esperanza con tanta intensidad como si fuera una sustancia palpable.
Los olores de las medicinas y los productos químicos esterilizantes y el palpitar de las máquinas irritaban su piel de criatura anfibia, haciendo que la sintiera desagradablemente fría y endurecida. Cilghal deseaba nadar en las reconfortantes aguas de Calamari y lavar su cuerpo en ellas para librarse de los pensamientos inquietantes y los venenos, pero Mon Mothma necesitaba esa purificación mucho más desesperadamente que Cilghal.
Fue hacia la cabecera de la cama de Mon Mothma, dejando a Leia y Ackbar inmóviles detrás de ella.
—Deben comprender que apenas sé nada sobre los poderes curativos de los Jedi —dijo, como si estuviera ofreciendo una excusa de antemano—. Y en cuanto a ese veneno viviente que la está destruyendo, me es todavía más desconocido que los poderes curativos de los Jedi. —Cilghal hizo una profunda inspiración de aquel aire contaminado—. Déjenme a solas con ella. Mon Mothma y yo lucharemos contra esto juntas... si podemos —añadió tragando saliva.
Ackbar y Leia se retiraron murmurando palabras de ánimo y comprensión, pero Cilghal apenas prestó atención a su marcha.
Los pliegues azules de su túnica de embajadora fluyeron a su alrededor como olas etéreas. Cilghal se arrodilló y clavó la mirada en la silueta inmóvil de Mon Mothma. Empezó a sondearla con la Fuerza sin saber qué se suponía que debía hacer exactamente, e intentó evaluar la magnitud de los daños sufridos por el cuerpo de Mon Mothma.
Cilghal fue profundizando en su sondeo, y se asombró al ver hasta dónde habían llegado los estragos del veneno. No podía comprender cómo se las había arreglado Mon Mothma para permanecer viva durante tanto tiempo, y la incertidumbre aleteó dentro de la mente de Cilghal y empezó a llenarla de sombras.
¿Cómo podía combatir semejante enfermedad? No entendía de qué manera se podía utilizar la Fuerza para curar seres vivos, y tampoco sabía cómo podía reforzar la energía vital de un organismo que se encontraba tan destrozado como el de Mon Mothma. Los mejores androides médicos disponibles no habían sido capaces de eliminar aquel veneno insidioso, y ninguna medicina había podido curarla.