Caballo de Troya 1 (70 page)

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Authors: J. J. Benitez

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BOOK: Caballo de Troya 1
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horas y 42 minutos en aquel 7 de abril del año 30 (siempre tiempo local). En cuanto al ocaso o desaparición bajo el horizonte del citado limbo superior del Sol. fue calculado a las 18 horas y 22 minutos (se tuvo en cuenta la refracción que en dichos acontecimientos eleva al astro aproximadamente 34 segundos de arco). Para esta latitud, la variación de las horas de orto y ocaso es aproximadamente de cuatro minutos por cada cinco grados de separación en latitud.
(N.

del m.)

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empalizada de piedra del huerto de Simón, algo le obligó a detener su huida. Y ciego de rabia se ocultó entre los olivos, dispuestos a seguir a la chusma que había capturado al rabí.

Y allí continuamos hasta que, pocos minutos antes del alba, la portera y la sirvienta que habían comprometido la seguridad del apóstol con sus preguntas, volvieron a la carga. Se acercaron sin previo aviso hasta nosotros y, sin levantar apenas la voz, la guardesa le comentó en tono sereno y desprovisto de aquella malicia inicial:

-Estoy segura de que eres uno de los discípulos de este Jesús. No sólo porque uno de sus lides me pidió que te dejara pasar al patio, sino también porque mi hermano te ha visto en el Templo con ese hombre... ¿A qué negarlo?

Y por cuarta vez, Pedro volvió a negar cualquier conexión con el Nazareno. Pero, en esta oportunidad, su negativa fue mucho más fría y calculada. Sus anteriores razonamientos sobre la falta de autoridad legal por parte de las mujeres para acusarle y la circunstancia de que este nuevo ataque no hubiera sido hecho en público, fueron, a mi entender, decisivos.

Pero ni Pedro ni yo contábamos con que, justo en esos momentos, cuando la claridad del nuevo día apuntaba ya por el Este, en el

interior de la mansión empezaran a escucharse algunas voces. Nos pusimos en pie, al tiempo que uno de los domésticos de Anás salía precipitadamente, alertando a los policías.

Todo sucedió tan rápidamente que apenas si pudimos reaccionar. De pronto, en el umbral de la puerta apareció el Maestro. Seguía atado. Junto a él, Juan, el legionario y otros dos sirvientes de Anás.

Por espacio de un minuto, mientras los levitas del templo se organizaban para conducir al preso, Jesús levantó lentamente la cabeza, girando su rostro hacia nosotros, que seguíamos a su derecha y a poco más de dos metros. A la luz parpadeante y rojiza de las antorchas, la mirada del Galileo se clavó única y exclusivamente en la de su amigo Pedro. Jesús no sonrió, pero de sus ojos partió un profundo y escalofriante mensaje de amor y piedad. Con aquel gesto, el gigante llegó como nunca hasta el aturdido corazón del renegado. Las palabras sobraban. El Maestro parecía saber lo ocurrido durante aquellas casi tres horas en el patio del ex sumo sacerdote. Y Pedro, al recoger aquel intenso mensaje, empezó a valorar en profundidad la gravedad de su culpa.

En esos momentos, cuando el soldado romano situado a espaldas del Nazareno le empujó violentamente, obligándole a descender las escalinatas, un gallo de las proximidades rasgó el silencio del alba con un canto largo y estridente.

Y el amigo del Maestro palideció.

La portera, que permanecía a nuestro lado, se dirigió velozmente hacia la cancela, procediendo a abrir la chirriante puerta de hierro. Y el grupo de levitas, rodeando siempre al Maestro, salió del palacete de Anás.

Desde ese instante, y durante un buen rato, otros gallos llenaron con sus cantos las primeras luces de aquel viernes, 7 de abril, que jamás podré olvidar...
1

Hubiera dado cualquier cosa por seguir al lado de Pedro. Creo que, a partir del canto de aquel gallo, el apóstol ya no fue el mismo. Es cierto que el inexplicable portento de la resurrección del Maestro le afectó decisivamente. Sin embargo, aquellas negaciones pesarían ya para siempre en su alma. Allí, estoy convencido, murió, si no toda, sí buena parte del Simón asustadizo, torpe y engreído. Su espíritu, como digo, había recibido el más duro de los golpes...

Pero la misión me exigía permanecer lo más cerca posible del Nazareno. Y con una breve carrera me uní a Juan y al soldado romano. Al cruzar la puerta de entrada al palacete del ex sumo sacerdote me sorprendió ver a Juan Marcos, cubierto esta vez por un manto. ¿Cómo había llegado hasta allí? No pude detenerme a preguntárselo, pero deduje que, después de escapar de los legionarios, se habría hecho con aquella prenda, siguiendo a la escolta romana, al igual que Juan Zebedeo y Pedro.

1
No era cierto, como han pretendido algunos exegetas que se apoyan en los escritos rabínicos
Baba gamma
(VII, 7

- VIII, 10 y 82b), que la cría de gallinas estuviese prohibida en Jerusalén. (Se pensaba que, al escarbar, podían sacar cosas impuras.) Según la
Misná,
el canto del gallo servía precisamente como señal para el toque de las trompetas. Así lo confirman los textos de la
Sukka
V,4, el
Tamid
1,2 y el
Yoma
1,8. Entre las informaciones facilitadas por el ordenador del módulo se aseguraba que la referida
Misná
menciona un gallo de Jerusalén que, según Yuda ben Baba, «había sido lapidado por haber matado a un hombre». Al parecer, dicho gallo había traspasado con su pico el cráneo de un niño.

También en
Tos. B.Q.
VIII, 10 (361,29) se dice que la cría de estas aves domésticas estaba permitida en la ciudad santa, siempre y cuando se dispusiera de un huerto o estercolero donde pudieran escarbar.
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La comitiva enfiló las desnudas calles de Jerusalén en el momento en que las trompetas del Templo procedían a despertar a la población. Pregunté a Juan si sabía a dónde nos dirigíamos.

-Los sacerdotes enviados por Caifás -me dijo- anunciaron al suegro de esa rata que el tribunal del Sanedrín estaba dispuesto. Me temo que pronto lo sabremos...

En ese momento, Eliseo abrió de nuevo su conexión, advirtiéndome que eran las cinco horas y cuarenta y dos minutos. Su nuevo «parte» meteorológico vino a confirmar lo que ya me había adelantado el día anterior: constante subida de los barómetros e incremento de la velocidad del viento, con riesgo de «siroco».

Aquel amanecer, efectivamente, no fue tan fresco como los anteriores.

El pelotón tiraba con prisas del Maestro. Así que me apresuré a interrogar a Juan, el de Zebedeo, sobre lo ocurrido en el interior de la casa del poderoso e influyente Anás.

Tal y como sospechaba -siempre según el testimonio de Juan, que no se apartó un momento de Jesús-, Anás se tomó el encuentro con el Galileo con una lentitud muy extraña. La presencia del rabí ante el ex sumo sacerdote carecía prácticamente de sentido, de no haber sido por la estratagema urdida entre Caifás y su suegro, a fin de retenerle en un lugar seguro hasta que los saduceos, escribas y fariseos comprometidos en la trampa terminaran de comparecer ante el sumo sacerdote.

José de Arimatea, que asistió a parte del interrogatorio y que había preferido quedarse con Anás, completaría horas más tarde la narración de Juan, explicándome que el hábil suegro de Caifás tenía, desde un primer momento, la secreta intención de liquidar allí mismo aquel enojoso asunto. Por lo visto, conociendo el carácter violento e impulsivo de su yerno, no deseaba que la causa contra el Maestro cayera en sus manos. Pero la inesperada postura de Jesús de Nazaret abortó sus planes...

Anás -me informó el discípulo amado del rabí- conocía al Maestro desde hacía varios años.

Como todo el mundo en Israel, también él había oído hablar de las señales, prodigios y enseñanzas de Jesús.

»Al recibirnos en sus estancias privadas, Anás quiso prescindir del representante del
optio
y de mí mismo, pero el legionario se opuso, advirtiéndole que se trataba de una orden del procurador. Como sabes, las relaciones de ese corrompido sacerdote con los romanos son excelentes y, finalmente, tuvo que resignarse.

«Se sentó en una de las sillas y permaneció un buen rato sin pronunciar palabra, observando al Maestro con gran curiosidad.

«Después, con su habitual presunción y autosuficiencia, se dirigió a Jesús en los siguientes términos:

«-Ya sabes que tengo que hacer algo en cuanto a tus enseñanzas... Estás perturbando la paz y el orden de nuestro país.

»El Maestro levantó la cabeza y le miró fijamente. Pero no abrió los labios.

«Aquello no le gustó a Anás. Sus nervios empezaron a fallar y sin poder ocultar la rabia le exigió:

»-¡Dime los nombres de tus discípulos...!

«Pero el Maestro siguió callado. Y, sin pestañear, continuó con sus ojos fijos en los del viejo reptil.

«Te juro, Jasón, que muy pocas veces había visto tanta majestuosidad en el rostro de nuestro Maestro. Mientras Anás se encolerizaba por momentos, Jesús, en pie y a pesar de estar amarrado, le demostraba a ese bastardo su verdadera grandeza...

A pesar de las circunstancias, Juan hablaba del Galileo con el mismo o mayor entusiasmo, si cabe, que lo había hecho en ocasiones como la de su entrada triunfal en Jerusalén.

-Entonces, ante mi sorpresa, y supongo que la de Jesús -prosiguió el joven Zebedeo-, Anás cambió de táctica. Llegó a sugerir al Maestro que estaba dispuesto a olvidarlo todo, con una condición.

Aquello también era nuevo para mi y, mientras ascendíamos por las callejas de la ciudad baja, ya con el claro propósito de llegar hasta la sede del Sanedrín -ubicado en la zona exterior y suroccidental del Templo (muy cerca de lo que hoy se conserva y denomina como «muro de las Lamentaciones») presté toda mi atención a las palabras del discípulo.

-¿Sabes de qué fue capaz...? Anás le propuso perdonarle la vida si salía inmediatamente de Palestina... Pero el Maestro no se inmutó siquiera.

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»Aquel nuevo silencio exasperó aún más al ex sumo sacerdote. Y golpeando los brazos de la silla, le gritó a Jesús:

»-¿No estimas que soy muy bondadoso contigo...? ¿No te das cuenta de cuál es mi poder?

Yo puedo determinar el resultado final de tu próximo juicio...

«Jesús, por primera vez, habló y, dirigiéndose a Anás, le dijo:

»-Ya sabes que jamás podrás tener poder sobre mi sin permiso de mi Padre. Algunos querrían matar al Hijo del Hombre porque son unos ignorantes y no saben hacer otra cosa. Pero tú, amigo, sí tienes idea de lo que haces. Entonces, ¿cómo puedo rechazar la luz de Dios?

»La inesperada amabilidad del Maestro para con aquella serpiente derrotó a Anás y me desconcertó.

»Y el viejo se puso a cavilar buscando, supongo -interpretó Juan-, alguna nueva maquinación para perder a Jesús.

»Al rato le preguntó de nuevo:

»-¿Qué intentas enseñar al pueblo? ¿Quién pretendes ser?

»El Maestro no eludió ninguna de las cuestiones. Y se dirigió a Anás con gran firmeza:

»-Muy bien sabes que he hablado claramente al mundo. He enseñado en las sinagogas muchas veces y también en el templo, donde judíos y gentiles me han escuchado. No he dicho nada en secreto. ¿Cuál es entonces la razón por la que me interrogas sobre mis enseñanzas?

¿Por qué no convocas a mis oyentes y te informas por ellos? Todo Jerusalén me ha oído. Y tú también, aunque no hayas entendido mis enseñanzas.

»Antes de que Anás pudiera responderle, uno de los siervos de la casa se volvió hacia el Maestro y le abofeteó violentamente, diciéndole:

»-¿Cómo te atreves a contestar así al sumo sacerdote?

»¡Ah, Jasón!, ¡cómo me ardía la sangre...!

Cuando me interesé por la reacción de Jesús, Juan se encogió de hombros y señalando al Maestro, que caminaba a escasos metros por delante nuestro, comentó:

-No vi sombra alguna de odio o resentimiento en sus ojos. Simplemente, se puso frente al lameculos de los betusianos y con la misma transparencia y docilidad con que se había dirigido a Anás le manifestó.

»-Amigo mío, si he hablado mal, testifica contra mi. Pero, si es verdad, ¿por qué me maltratas?

Pregunté entonces al discípulo si aquella bofetada había ocasionado alguna hemorragia nasal a Jesús. Juan lo negó. Evidentemente, cuando vi aparecer al Galileo en la puerta del caserón de Anás, su rostro no presentaba señales de violencia. Al menos, yo no llegué a distinguirlas.

Hacía un buen rato que venía observando cómo Pedro nos seguía a corta distancia. Pero, al aproximarnos al arco de Robinson, y en una de las ocasiones en que giré la cabeza para comprobar si el solitario y desdichado Simón continuaba allí, le vi sentarse al pie de la muralla meridional que separaba los dos grandes barrios de Jerusalén. Por su forma de dejarse caer sobre los adoquines y de cogerse la cabeza entre las manos intuí que el apóstol se había dado por vencido. Su derrota en aquellas horas era total. De no haber conocido el final de aquellos sucesos, no hubiera puesto mi mano en el fuego respecto a su suerte...

Desgraciadamente, ya no volvería a verle.

Juan, que en esos momentos no estaba al corriente de las negaciones de su amigo, finalizó así su relato:

-Anás hizo un gesto de desaprobación por el brutal golpe de su siervo al Maestro, pero su orgullo es tal que no le hizo ninguna observación. Se limitó a levantarse de su asiento y salió de la estancia. No le volvimos a ver hasta pasadas dos horas...

-¿Jesús te dijo algo en ese tiempo?

-No -respondió Juan-. El Maestro, los sirvientes, el soldado y yo continuamos allí, sin movernos y en silencio. Al cabo de este tiempo, Anás regresó a la sala y aproximándose a Jesús reanudó el interrogatorio:

»-¿Te consideras el Mesías, libertador de Israel?

»Jesús levantó nuevamente el rostro y con idéntica calma le dijo:

»-Anás, me conoces desde mi juventud y sabes que no pretendo ser nada más y nada menos que el delegado de mi Padre. He sido enviado para todos los hombres: tanto gentiles como judíos.

«Pero el ex sumo sacerdote no quedó satisfecho y repitió la pregunta: 226

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»-He oído comentar que pretendes ser el Mesías. ¿Es cierto?

»El Maestro esperó un poco antes de contestar. Por un momento creí que no deseaba hablar.

Pero ya lo creo que lo hizo. ¡Y con qué seguridad, Jasón!

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