Caballo de Troya 1 (102 page)

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Authors: J. J. Benitez

Tags: #Novela

BOOK: Caballo de Troya 1
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Una vez cerrado el ojo de Jesús, Nicodemo descargó en el suelo el par de saquetes que, unidos por un cordel, colgaban de su hombro izquierdo y de los que no se había desembarazado en todo el tiempo. Con la ayuda de José desplegó sobre la zona seca de la roca un lienzo blanco que traía plegado bajo el brazo. (Según me confesaría esa misma noche en el domicilio de Elías Marcos, el de Arimatea había adquirido aquellas seis varas de tela a un comerciante de la vecina localidad de Palmira, al norte.)

Examiné el tejido y comprobé que se trataba de un paño de lino. Lo medí disimuladamente con la ayuda de la «vara de Moisés» y deduje que tenía unos 4,30 metros de longitud por algo más de un metro. (En nuestra segunda «aventura», los análisis verificados en el interior del módulo sobre dicho paño arrojarían asombrosos y desconcertantes datos sobre lo que pudo 323

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acontecer en el sepulcro y que, sin lugar a dudas, coronaron nuestra misión. En dicha análisis comprobamos, por ejemplo, que las dimensiones exactas de la tela eran 4,36 x 1,10 metros, con un peso de 234 gramos por metro cuadrado. Es decir, el peso total de aquellos 4,80 metros cuadrados se elevaba a 1123 gramos. La fibra, en efecto, era de lino y en las ampliaciones de hasta 5000 veces apareció una estructura denominada «4 en espiga» o en «cola de pescado».

Este tejido en sarga, tal y como me había dicho Nicodemo, procedía de los telares de Palmira.

Curiosamente, este tipo de confección no irrumpiría en Europa hasta bien entrado el siglo XIV.

Pero no deseo extenderme ahora sobre nuestros fascinantes descubrimientos en la sábana que cubrió el cadáver del Cristo durante aquellas históricas 36 horas...) José de Arimatea comprobó la posición del sol y apremió a Nicodemo para que le ayudara a trasladar el cadáver hasta el recién extendido lienzo. El anciano se situó a la cabeza del Maestro y el amigo, a su vez, a los pies. Ambos se inclinaron a un mismo tiempo. José introdujo sus manos por debajo de los hombros del Galileo, sujetándolo por las axilas. Nicodemo hizo otro tanto, haciendo presa por los tobillos del gigante. Intercambiaron una mirada y, cuando consideraron que se hallaban dispuestos, trataron de levantar el pesado cuerpo. Y digo que

«trataron» porque, por supuesto, sólo el de Arimatea consiguió levantarlo unos centímetros.

Lo intentaron por segunda vez, pero resultó igualmente estéril. Los forenses y aquellas personas que se han visto alguna vez en la obligación de mover un cadáver saben por experiencia que no resulta nada fácil. Y, mucho menos, silos puntos de sustentación no son los adecuados. Este era el caso de Nicodemo...

Absolutamente impotentes para levantar al Nazareno, José no tuvo más remedio que solicitar el concurso del oficial. Longino, comprendiendo la delicada situación de los hebreos, suspendió el desclavamiento de Dismas, que quedó colgado del
patibulum.
Uno de los legionarios, más joven y robusto que José, se hizo cargo de la parte superior del Maestro. Pasó sus brazos por las axilas, levantando el tronco del cadáver. Al mismo tiempo, otro soldado flexionó al máximo las rodillas del rabí, abrazando ambas piernas a la altura de las corvas. El cuerpo del Galileo formó entonces una «V» y, con la ayuda de otros dos infantes -que situaron sus manos en los riñones y espalda de Jesús- los ochenta u ochenta y dos kilos del Hijo del Hombre pudieron ser izados y trasvasados al lienzo.

El cuerpo fue depositado a unos 20 centímetros del extremo de la sábana más cercano a las cruces, con la cabeza casi en el centro del lienzo. En aquel traslado, de apenas cinco metros, la intensa flexión del tronco comprimió las vísceras torácicas y abdominales, dando lugar a una nueva hemorragia. Sin duda, la presión vació una de las venas cavas (posiblemente la inferior), y un ancho reguero de sangre brotó por la herida de la lanza, chorreando por el costado derecho y deslizándose a lo largo de toda la espalda, a la altura de la cintura.

Nicodemo intentó bajar la rodilla izquierda del Maestro pero, aunque la hizo descender unos centímetros, los hematomas, desgarros de las articulaciones y la rigidez de la pierna hicieron imposible su abajamiento total. El de Arimatea puso fin a los esfuerzos de su compañero, cubriendo el cadáver con los dos metros largos de lino que habían quedado libres.

El oficial, que seguía atentamente la maniobra, comprendió de inmediato que los apuros de aquella voluntariosa pareja de sanedritas no terminaban ahí. Nicodemo y José, aturdidos al darse cuenta que el traslado de Jesús requería la colaboración de, al menos, cuatro hombres, se volvieron implorando hacia Longino. Y éste, sonriendo, encomendó a su lugarteniente el remate del descendimiento de los «zelotas», señalando seguidamente a cuatro de sus hombres más fornidos para que acompañaran a él y a los «propietarios» del cadáver hasta la tumba elegida.

Nicodemo y José rogaron al oficial que les permitiera ayudar en el traslado del improvisado féretro. Y así se hizo. A las 16.30 horas el propio centurión, otro legionario y los dos amigos de Jesús despegaron el lienzo del frío suelo del patíbulo, cargando los restos mortales del Hijo del Hombre. Detrás, los tres soldados restantes, con las espadas desenvainadas y yo, con el alma tan descarnada como aquella funesta roca que nunca olvidaré.

Debí suponerlo. Aunque Juan habla en su relato de un sepulcro situado en el mismo lugar donde su Maestro había sido crucificado, por más que miré durante mi permanencia en lo alto del Gólgota no logré descubrir un solo punto -próximo al peñasco- que reuniera las principales 324

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características señaladas por los evangelistas;

Nada más bajar del macizo rocoso, el joven Zebedeo y las mujeres nos salieron al paso. José tranquilizó al centurión quien, al ver aproximarse al reducido grupo, se puso en guardia. Casi de rodillas, el apóstol suplicó al legionario que sujetaba uno de los extremos de la sábana que le cediera su puesto. Longino respondió a la duditativa mirada de su soldado con un afirmativo movimiento de cabeza y Juan le sustituyó en el traslado.

Ningún crucificado podía ser enterrado en un cementerio judío. Así lo establecía la Ley. José y Nicodemo lo sabían y, antes incluso de visitar a Poncio, ya tenían previsto dar sepultura al Maestro en una de las propiedades del anciano de Arimatea. Pero el final de aquel trágico viernes se acercaba a pasos agigantados. Las trompetas del Templo no tardarían en anunciar el ocaso y, con él, la entrada del sábado y de la solemne fiesta de la Pascua. Era preciso darse prisa. Y los ex miembros del Sanedrín, que sostenían la sábana por la parte de los pies, aceleraron el paso. Por detrás, a cuatro o cinco metros, nos seguían María, la de Magdala; María, la esposa de Cleopás; Marta, otra de las hermanas de la madre de Jesús, y Rebeca de Séforis. Los legionarios, a su vez, se habían dividido, cubriendo los flancos del cadáver.

Al contemplar aquel silencioso y huidizo cortejo fúnebre, no pude reprimir una tristísima sensación de soledad. Abandonado de la mayoría de sus amigos y fieles seguidores, ultrajado casi después del descendimiento por aquella turba de fanáticos, ahora -camino del sepulcro- ni siquiera podía recibir enterramiento con un mínimo de dignidad y reposo. Hasta el más pobre y miserable de los judíos, según la Ley, tenía derecho, cuando menos, a un sepelio con dos músicos de flauta y una plañidera. Para el Nazareno no quedaban ya lágrimas. Los corazones de las mujeres y de sus tres amigos se habían secado. En cuanto al acompañamiento, el único que recuerdo fue el de los presurosos pasos de la escolta y de los que cargaban su cadáver, tronchando cardos y abrojos.

El de Arimatea y Nicodemo dirigieron el traslado, bordeando la muralla norte de Jerusalén y siguiendo prácticamente el mismo itinerario de la «vía dolorosa». Cruzamos la carretera de Samaria y a los diez o quince minutos de haber abandonado el patíbulo, sudorosa y con los dedos lastimados por el peso del cuerpo, la comitiva se detuvo frente a un huerto. Nos hallábamos al norte del Gólgota y relativamente cerca de la Torre Antonia, aproximadamente a unos 100 o 150 metros. (Era lógico que los ricos hacendados de Jerusalén no dispusieran sus fincas y plantaciones o huertos de recreo cerca del peñasco donde se ajusticiaba a los ladrones y criminales. Aquél, en cambio, parecía un lugar tranquilo y hermoso.) Una de las mujeres, creo recordar que la Magdalena, se adelantó y soltó la cuerda que, a manera de lazo, sujetaba una puerta de madera, de un metro de altura, a una cerca de estacas meticulosamente blanqueadas. con cal. Aquel vallado, de una altura similar a la de la cancela de entrada, se perdía a derecha e izquierda, entre el enramado de un sinfín de árboles frutales.

Al girar, los herrajes articulados de los goznes chirriaron como un animal herido. El grupo se precipitó hacia el interior de la finca. Caminamos alrededor de cincuenta pasos, siempre entre una frondosa plantación de pequeños árboles selectos, hasta llegar a una bifurcación del estrecho sendero que arrancaba en el umbral mismo de la puerta del huerto. Tras una breve pausa, suficiente para recobrar el aliento perdido, José y Nicodemo hicieron una indicación a los soldados y tomamos el ramal de la derecha. El de la izquierda llevaba a una casita situada a cosa de un centenar de metros y que, a juzgar por la cimbreante y espigada columna de humo que escapaba por la chimenea, debía estar habitada. Dos pequeños perros salieron de entre los árboles, saltando y ladrando alegremente entre las piernas de José de Arimatea. Pero el anciano, con un autoritario grito, les obligó a retirarse.

A cosa de 20 metros de la bifurcación apareció ante mí una suave elevación del terreno. Era una formación calcárea que no sobresaldría más allá de metro y medio sobre el nivel del suelo.

Nos detuvimos y el de Arimatea anunció al oficial que ya podían depositar el cuerpo de Jesús sobre el terreno.

A cosa de dos pasos de donde reposaba el cadáver del Nazareno, el suelo arcilloso que rodeaba aquella cuña rocosa había sido removido. José, propietario del lugar, habla mandado construir unas rústicas escaleras que descendían hasta un estrecho callejón de apenas dos metros de anchura. Al bajar los cinco peldaños se encontraba uno en la mencionada galería y frente a una fachada, perfectamente trabajada sobre la roca viva.
Groso modo
calculé la altura de aquella pared rocosa en unos tres metros. En el centro había una diminuta puerta 325

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cuadrangular de 90 centímetros de lado. José nos rogó que le disculpáramos y se alejó a la carrera en dirección a la casita.

Mientras los soldados aprovechaban aquel respiro para sentarse y descansar, me agaché y traté de echar una ojeada al interior de la cripta. Una piedra redonda, muy parecida a una muela de molino y de un metro de diámetro, reposaba a la izquierda de la boca de entrada al sepulcro. Al pie mismo de la fachada había sido practicado un canalillo de unos 20 centímetros de profundidad por otros 30 de anchura que corría a todo lo ancho. La piedra, tan toscamente pulida como la fachada, cuyo peso debía ser superior a los 500 kilos, se hallaba dispuesta de tal guisa que -para tapar el angosto orificio que hacía las veces de puerta- bastaba con hacerla rodar sobre el mencionado canalillo, al que se ajustaba casi matemáticamente. Al pasar mi mano sobre aquella mole redonda imaginé el enorme esfuerzo que tenía que haber supuesto a los operarios su traslado hasta el fondo del callejón y, por supuesto, el que exigiría cada cierre y apertura de la tumba.

Pero, al introducir mi cabeza en el interior de la cripta, la oscuridad era tal que no acerté a distinguir ni su profundidad, ni la altura de las paredes ni ningún otro detalle.

Me incorporé y, mientras aguardaba a José, me dediqué a medir aquella especie de antesala o callejón: desde la fachada hasta el peldaño más bajo había 2,20 metros. Las paredes de la galería, a cielo abierto, iban descendiendo desde los 3 metros (altura máxima que correspondía a la fachada de la tumba) hasta poco más o menos un metro, al nivel del escalón más alto.

Aquellas mediciones se vieron interrumpidas por la llegada del anciano. Le acompañaba un hebreo de unos cincuenta años, con una barba corta y cuidada y de una corpulencia que, instintivamente, me recordó al fallecido Maestro. Se tocaba con un ancho sombrero de paja y cargaba una voluminosa y pesada ánfora. José portaba dos teas de mango corto y una especie de hatillo.

Hacia las cinco de la tarde, el dueño del huerto se arrodilló frente a la cámara sepulcral y, con sumo cuidado, alargó la mano izquierda, depositando una de las antorchas en el interior de la cripta. A continuación entregó la segunda tea a su siervo y jardinero, quien, hierático y mudo como una estatua, no se movería ya del callejón.

José, siempre en aquella forzada postura, se arrastró, penetrando en la cueva.

El relampagueo rojizo del hacha dentro de la tumba desapareció a los pocos segundos. Y el anciano, asomando la cabeza por la abertura, reclamó la segunda antorcha. Su ayudante se apresuró a entregársela, haciendo otro tanto con el hato.

Cuando José consideró que todo estaba dispuesto salió del panteón, indicando a Nicodemo que bajasen el cuerpo del Maestro.

Los soldados cumplieron la orden, situando los restos sobre la tierra rojiza y apisonada del callejón. El cadáver fue orientado de forma que la cabeza quedara frente al angosto portillo. El anciano retornó entonces al interior, seguido del centurión. Una vez dentro, ambos comenzaron a tirar de la sábana, siendo ayudados desde el exterior por otros tres legionarios.

Cuando, al fin, el cuerpo fue introducido en la tumba, Nicodemo fue pasando a José la pareja de sacos que aún colgaba de su hombro y el ánfora. Satisfecha esta última parte del laborioso traslado, aquél se inclinó también y, en cuclillas, se perdió entre la mortecina claridad del sepulcro seguido de Juan.

Ignorando si disponía de sitio, me aventuré a seguir a Nicodemo. Mi metro y ochenta centímetros de talla me obligaron a doblar el espinazo y arrastrarme sobre un piso tan rugoso como ingrato.

Al levantar la vista me encontré en una estancia cuadrada, de unos tres metros de lado y de 1,70 de altura aproximadamente. (De esta última cifra estoy bastante seguro porque, durante el tiempo que permanecí en el interior de la cripta, no tuve más remedio que inclinar la cabeza para no tropezar con aquel techo rocoso, duramente ganado a base de escoplo de cantería, a juzgar por los cortes a bisel de la citada bóveda y del resto de las paredes.) Mi intromisión fue bien recibida. Cuando me incorporé los cuatro hombres pujaban por levantar el cadáver hasta un simulacro de banco de 0,65 metros de altura, igualmente robado a la masa pétrea y ubicado en el muro derecho (tomando siempre como referencia el hueco de entrada).

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