Read Buenos Aires es leyenda Online
Authors: Víctor Coviello Guillermo Barrantes
Tags: #Cuento, Fantástico
—¿Y qué hicieron entonces?
El viejo le acarició la cabeza a uno de sus nietos, el más chiquito, y siguió.
—Nos protegimos, ¿saben? —comentó incómodo—. Todas las casas con ristras de ajo, esas cosas. Nos poníamos crucifijos.
—¿Y dio resultado?
En ese momento y repentinamente don Fulgencio se quedó callado, la mirada al frente. Pareció quedarse seco de palabras. El nieto, el mismo que había ido a buscar las botas, completó el relato.
—El enano se enfermó —nos dijo muy serio—. El clima húmedo dicen, gripe. Mi abuelo lo escuchó estornudar varias veces. Porque lo agarraron, pero se les escapó.
—¿Cómo fue?
—Mi abuelo dice que lo agarraron con una red de arco de un potrero, cerca de la Estación Flores. El enano se le había prendido a un señor, pero gracias a lo de las botas que todos usaban para salir a la noche no lo lastimó mucho, le dejó un agujero en la pierna. El señor tuvo mucha fiebre, mucha. Quería tomar agua todo el día. Casi se va al otro lado, pero se salvó.
Le preguntamos si podíamos ubicarlo pero ya había fallecido.
—Mi abuelo lo vio cara a cara y se asustó mucho. Al enano le caían mocos verdes y gritaba cosas que nadie entendía. Los que estaban ahí empezaron a pegarle patadas y el enano no paraba de decir cosas. Se le veía sangre acá —y señaló la boca— y unos colmillos. Sacó algo de la ropa y cortó la red. Mi abuelo alcanzó a patearle la cabeza y dice que del grito que pegó todavía se acuerda.
Observamos a don Fulgencio. No parecía la misma persona que al principio. Estaba lejos, como queriéndose acordar de un detalle que faltaba, de un recuerdo incompleto. El nieto nos dijo que el abuelo se cansaba fácilmente, sobre todo desde que había perdido a su mujer hacía unos años, que no le preguntáramos más nada. Luego, para nuestra sorpresa, nos pidió una «colaboración voluntaria» porque el abuelo recibía una jubilación mínima y había que pagar los medicamentos. Rebuscamos en nuestros bolsillos. Pero queríamos saber el final del relato.
En esa cuadra, nadie quiso atendernos.
Dejamos nuestros datos y dimos por terminada la investigación. Como no nos satisfacía del todo, no íbamos a incluir este mito en la antología. Hasta que recibimos un llamado: era el señor Galán, una de las víctimas de Belek, el supuesto enano vampiro. Nos citó en un bar (cercano a la Estación Flores), y éste es el fascinante testimonio que ponemos a consideración de ustedes:
—Soñé con eso durante años muchachos —nos dijo el señor Galán, dentro de una nube de humo, producto de encender un cigarrillo tras otro—, se los puedo asegurar, hasta tuve que hacer terapia.
Le preguntamos cuál era la explicación que él le daba al facultativo.
—La misma que le podría dar a ustedes: la de un tipo que estaba loco y se creía algo que no era pero…
—¿Pero?
—Me imagino que saben lo del Circo, bien, como también de dónde venía este personaje. Como soy agente de viajes, tuve la suerte de viajar a muchos lados y uno de los lugares que visité fue Rumania —recalcó la palabra especialmente y dedicándole una nube de humo enorme como para acentuar el clima—, un lugar muy interesante donde las tradiciones y el folklore se mezclan con la realidad. Allí, muchos me dijeron que no les extrañaba lo del enano y que la forma no importaba… Hablamos de eso que están pensando, vampirismo o como lo llamen.
Se hizo un silencio. Teníamos demasiadas preguntas para hacerle.
—Sé que estuvieron con el viejo Fulgencio —arrancó intuyendo nuestras dudas—; les debe haber contado casi todo, menos lo de la maldición.
—¿Maldición?
—Según parece, la noche que agarraron al enano, les tiró una maldición. La mujer de don Fulgencio empezó a padecer una enfermedad rarísima y sufrió mucho tiempo. El resto del grupo, casualidad o no, fue desapareciendo en circunstancias más o menos iguales, por eso, salvo el viejo, nadie quiere hablar mucho del tema en el barrio. Aclaro que yo me fui no por esto sino porque me casé.
Notamos que no tenía anillo.
—Soy viudo, pero estoy absolutamente convencido de que la maldición es completamente absurda, además, tengo dos hijos hermosos. Eso no quita que el ataque haya sido totalmente traumático. Imagínense: yo era todavía bastante pendejo. Esa noche iba a buscar una bicicleta que había mandado a arreglar. Hacía un frío bárbaro pero yo estaba antojado con ir a buscar mi bici. Serían las 8 de un día de julio. Me acuerdo que iba por Bonorino y no había nadie por la calle. En eso, veo un par de ojos muy brillantes queme miraban tan fijo que me hipnotizaron. Igual supuse que sería una rata o tal vez un gato que se asustó al verme. Los ojos no parpadeaban y apareció una voz chillona que decía cosas, en un idioma desconocido, que después me enteré que era rumano, y la voz se me acercó —a esta altura el pulso del señor Galán se alteró y las cenizas se desparramaron en la mesa y hasta en el café y su cara se llenó de pequeños tics—. Después abrió sus manos y también una especie de capa que tenía y se me tiró encima. Yo tenía las botas de lluvia que nos había recomendado don Fulgencio que usáramos, pero no me sirvieron de nada, porque al venirse encima me fui al piso y se me quiso prender del cuello. Yo, por puro instinto, puse el brazo y me lo mordió, pero no llegó a perforarme la ropa. No sé por qué me acordé que tenía las llaves en el cinturón de mi pantalón. De los nervios arranqué el llavero y le entré a dar en la cara —Galán hizo la mímica de los azotes dentro del aire viciado del cigarrillo—, pero seguía prendido de mi brazo. Lo que me daba más miedo no era su cara, sino una mezcla de… no sé, de odio, de furia… y esos ojos. Me acuerdo y se me pone la piel de gallina.
»Por suerte llevaba una campera muy gruesa y era difícil penetrarla. Pero la cosa ahí se puso fea porque sacó algo como una navaja. Le di otro llaverazo e hice algo que se lo vi hacer a… no me lo van a creer, muchachos: le hice un piquete de ojos como había aprendido de «Los tres chiflados». Fue tan fuerte que abrió la boca por el dolor. Aproveché ese segundo para incorporarme y le di una patada tan fuerte que lo mandé con capa y todo contra un árbol. Casi a ciegas, recogió su navaja y con una de las manos tapándose uno de los ojos me dijo algo que no entendí y salió corriendo. Todo habrá durado unos segundos pero a mí me pareció una eternidad.
—¿Y que pasó después?
—Y bueno, después de que casi lo agarran no se supo más nada. Por supuesto yo, que siempre tuve mente curiosa, investigué y alguien me dijo que lo habían visto en Córdoba. Dicen que el enano no soportaba el clima, a mí me dejó unos mocos repugnantes en la campera. Pero no se lo vio más. Claro, muchachos, me dirán que si en realidad era un vampiro no podía estar resfriado. Bueno, éste sí. Otra versión es que sigue andando por acá, que está un poco de capa caída. Dicen que «vive» en el cementerio de Flores, total, ahí no lo molesta nadie. Y otra, es que lo limpiaron los milicos y no es cosa para contárselo a nadie ¿o sí?
Asentimos y apagamos el grabador.
En los límites de la ciudad de Buenos Aires nos encontramos con más mitos. Éste afecta, principalmente, el perímetro de la Reserva Ecológica de la Costanera Sur.
Esta historia surgió casualmente. Estábamos investigando por qué se producen tantos incendios en la reserva. El mito o versión oficial es que empresas constructoras inescrupulosas quieren obtener ese predio para edificar sus moles. Van con el argumento de que la zona no es segura. Por lo tanto, «sugieren» a las autoridades que le den otro destino más útil. Éste se puede verificar en un largometraje de ficción de producción nacional que lleva el inspiradísimo título de
Sin Reserva
.
Nos parecía bastante débil esta teoría. De todas maneras, investigamos.
La derivación hacia el verdadero mito se nos manifestó en la primera entrevista:
A
Juan F
., un verdadero personaje porteño, empleado de unos de los puestitos que venden choripanes sobre la costanera, lo interrogamos sobre la causa de aquellos incendios perseverantes.
—¿El fuego? Son los pibes de siempre, viste. Le dan al tetra, se van con las minitas, los fasos. Están todos como loquitos. Encienden un fuego para impresionar a las pibas y después no lo pueden parar. Igual, con eso no pasa nada. En realidad, acá —dijo señalando enérgicamente algún lugar de la reserva— hay que tenerle miedo al Reservito.
Preguntamos a qué se refería.
—Al Reservito, un bicho de mierda que vive en las lagunas y se morfa todo. El guacho no se deja agarrar. Por eso, los incendios grossos los hacen los mismos tipos de la Reserva para reventarlo. Y después dicen que son los garcas de las constructoras.
—¿Y por qué hay que tenerle miedo?
—Porque le gusta la carne. Eso sí, ataca a la tardecita y noche. Si no, ¿qué razón tienen para que la reserva cierre a las 7, eh? Por eso, cuando empieza a oscurecer un poco, cierro el puestito y me las pico. Si tienen dudas, pregúntenle al travesti Ernesto, o como le decían antes, Lucy. —Al ver que tenía toda nuestra atención, el puestero se soltó—. Bah, aunque ya no puede laburar más de eso porque el bicho puto ese le agarró el… —el morocho curtido por el sol dejó de cuidar los choripanes por unos segundos y mirando para todos los lados siguió contando—. Como dije, la reserva cierra entre las 6 y las 7 de la tarde, pero estos mariposones se quedan, andá a saber qué les atrae. Para hacerla corta, estaba la Lucy con un cliente entre medio de los yuyos, cuando escucharon un chillido.
—¿Un chillido, cómo? —interrogó uno de nosotros, ansioso.
—Qué sé yo, un ruido que los dejó duros. Después algo se movió entre los yuyos. El cliente y Lucy estaban re-cagados; encima no veían un carajo. Parece que por un momento no se escuchó ni se movió nada. Pero apenas los dos empezaron a moverse,
eso
los atacó. Al cliente le mordió la pierna en cambio a Lucy… lo atacó justo ahí. Fue jodido, casi se muere.
Nos adentramos en la reserva propiamente dicha (puerta de la calle Brasil) para ver a alguna de las autoridades.
Apenas le nombramos nuestro motivo el señor
Domingo L
., persona a cargo en ese momento, casi nos saca a empujones.
«Ustedes no pueden soportar la belleza y el esfuerzo que pusimos acá; qué bicho ni qué ocho cuartos. Entiéndanme, acá la gente se olvida de la ciudad, no les llenen la cabeza con cosas raras. ¿De qué diario son? Seguro que de algún pasquín, ¿no?».
No obstante, encontramos algunos indicios interesantes. En el Libro de Observaciones y Sugerencias que se encuentra en la misma Administración, detectamos ciertas anomalías. En varios pasajes, los visitantes hacen hincapié en que «deberían cuidar la entrada de animales molestos ajenos a la reserva», o dicen algo más significativo como «son como perros negros», incluso algo mucho más concreto:
quiero denunciar que a un chiquito que estaba cerca de mí lo atacó un perro, o eso parecía. A mí no me hizo nada porque estaba en bicicleta
.
Las quejas llegan hasta el presente.
De ese mismo lugar, retiramos folletos. En uno se asegura que el predio es permanentemente monitoreado desde una torre de doce metros.
Para entonces (y después de anotarnos para unas de las caminatas nocturnas programadas una vez por mes), ya arriesgábamos una teoría.
Pero antes hagamos un poco de historia. Para eso, nos basamos en información que pudimos encontrar en páginas de la red dedicadas a la reserva:
«Sobre los escombros y las "tierras ganadas al río" (por no decir arrebatadas) la naturaleza estaba trabajando día y noche. Con la ayuda de las inundaciones, llegaban avanzadas de camalotes, portando ranas, sapos, culebras, una que otra temida yarará y coypos o "nutrias", entre otros personajes silvestres. Poco a poco, las plantas fueron cubriendo los restos de edificios demolidos para dibujar pastizales, bañados y bosques. Las depresiones mayores, con calefones y heladeras viejas semihundidas desaparecían para dejarnos lagunas con tortugas acuáticas. Fue así como la mano de la naturaleza fue operando como un creativo escenógrafo
ad honorem
.
»Los conservacionistas hicimos fuerza para que las autoridades de la Ciudad de Buenos Aires crearan su primer parque natural el 5 de junio de 1986, en ocasión del Día Mundial del Medio Ambiente. De golpe, se abrió un nuevo camino por 35o hectáreas silvestres. En la Costanera Sur encontramos un trabajo de base logrado por especies —en su mayoría— autóctonas, colonizadoras, rústicas, ecológicamente elásticas y aguantadoras a las agresiones humanas. Sobre esa base se fue edificando el paisaje que la ciudad destruyó y olvidó».
En estos informes se hace mención constante a la transformación espontánea y azarosa del entorno. Se habla inclusive de heladeras semihundidas, etcétera. Decidimos consultar con un ingeniero químico, el doctor
Francisco P
., quien admitió que «esa fusión espontánea no es gratuita y en el caso concreto de la línea blanca (lavarropas, heladeras), dejan restos químicos contaminantes que pueden afectar dicho entorno. Esa contaminación tiene memoria y puede activarse en cualquier ser viviente».
Con esta premisa, pero sin prejuicios, nos entregamos a la caminata nocturna. El grupo constaba de unas cuarenta personas aproximadamente. Nos dejamos llevar por ese contraste increíble entre lo agreste y el zoológico urbano. De un lado, los gigantes de cemento y vidrio; del otro, la naturaleza y sus mutaciones…