Buenos Aires es leyenda (12 page)

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Authors: Víctor Coviello Guillermo Barrantes

Tags: #Cuento, Fantástico

BOOK: Buenos Aires es leyenda
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Debemos aclarar que aún hoy se encuentra en discusión la denominada «desaparición total» de un mito o de una leyenda. Algunos estudios, que incluyen enormes programas de sondeos en decenas de países, parecen tener pruebas de que las historias míticas nunca desaparecen de manera absoluta. «Siempre —dicen quienes defienden esta postura— habrá un grupo de personas, por pequeño que sea, que guarde el mito en su memoria. Y entonces, tarde o temprano, la leyenda renacerá. En su estado puro o en uno mutante. Pero siempre volverá».

Quizá sea el caso de nuestro mito. Quizá la historia del hombre sin párpados se halle agazapada, esperando mentes jóvenes para saltar a ellas y así resucitar, volver a su antiguo esplendor, si es que alguna vez lo tuvo. O quizá ya nadie la recuerde dentro de unos años, y muera. Aunque esperamos que este libro contribuya a que esto último no ocurra.

Pero volvamos a nuestra investigación. El sondeo en la línea Bartolomé Mitre no sólo nos había provocado la idea de un mito «en retirada», sino que también nos había dejado un tanto confundidos. Nos aferramos entonces a uno de los pocos datos que compartía un gran número de testimonios: Coghlan. Decidimos que la segunda etapa de nuestra investigación se desarrollaría en aquel barrio.

Muy a nuestro pesar, en Coghlan, más que en Retiro, nos fue difícil hallar a personas que conocieran el mito. Las pocas que conocían la historia sólo habían escuchado algo relacionado con un accidente, un tren que mató a un inválido.

Ernesto P
. (empleado de un maxikiosco sobre la calle Quesada): «Aquello pasó hace más de treinta años. Salió en todos los diarios. El pobre tipo era sordo o ciego».

Teresa S
. (dueña del puesto de diarios sobre la calle Congreso): «Tengo entendido que la locomotora que encabezaba el tren que lo mató, se encuentra abandonada en los talleres de Retiro. Y los que la vieron dicen que aún tiene, aunque casi imperceptibles, unas extrañas manchas anaranjadas: lo que queda de antiguos manchones de sangre».

El escaso personal de la estación de Coghlan nos negó directamente la veracidad de la historia.

«En todas las estaciones muere gente —nos dijo el empleado que vendía boletos en la ventanilla—. ¿Saben la cantidad de accidentes que ocurren? ¿Y los suicidios? Si cada estación tuviera un fantasma por cada persona muerta en sus vías, no habría lugar en los andenes para contenerlas. Las estaciones ferroviarias son tumbas. Tumbas gigantes. Un tipo muerto es una gota de agua en un océano».

En la búsqueda del posible origen de la leyenda del hombre sin párpados, nos encontramos con un mito sospechosamente parecido: «los hombres sin pupila» del subterráneo moscovita. Esta leyenda urbana rusa asegura que cualquiera que utilice el subte de ese país podrá descubrir, si observa bien, a ciertos hombres mezclados con los pasajeros normales, hombres… cuyos ojos son absolutamente negros: no tienen «parte blanca», ni pupila. Algunos dicen que pertenecen a una raza de humanoides que vienen de una secreta sociedad subterránea. Otros afirman, como en nuestro mito, que son extraterrestres, cuya labor, en este caso, sería ser escoltas secretos del gobierno.

¿No sería posible que la leyenda de «los hombres sin pupila», llegara a nuestras tierras para transformarse en «el hombre sin párpados»? Quizás, hace algún tiempo, un inmigrante ruso viajó en los trenes porteños, y creyó ver en uno de los vagones a una persona extraña que le hizo recordar la leyenda urbana de su país. Luego, simplemente echó a rodar el cuento, hasta que la historia transmitida oralmente, mutó una y otra vez, incluyendo algunos elementos y eliminando otros. Tal vez, uno de los elementos agregados más tardíamente haya sido el que se refiere a la muerte del protagonista del mito. Este dato pudo provenir de algún accidente real, acoplado al mito en una época reciente.

Aún hay algo más. Algo que quizá sea un reflejo de aquello que defienden los que dicen que un mito nunca desaparece, que «siempre habrá un grupo de personas, por pequeño que sea, que guarde el mito en su memoria».

Sabemos que no puede considerarse una pista porque se trata sólo de una impresión. Tal vez nuestros deseos de conseguir algo sólido sobre el mito nos llevó a especular más de la cuenta. Pero vale la pena consignarlo.

A pesar de las negativas que recibimos del personal de la estación de Coghlan, hubo algo que nos llamó la atención. En uno de los andenes, más precisamente en el que arriban los trenes que se dirigen a Retiro, había ocho personas esperando. Seis de ellas estaban paradas muy cerca del borde del andén, con el rostro hacia abajo… como si estuvieran buscando algo con la mirada, algo entre las vías del tren, entre las piedras.

Y entonces, mientras abandonábamos la estación, no pudimos evitar recordar las palabras de Amalia T.: «Todavía hay quienes buscan los ojos del tipo al lado de la vía, entre las piedras. Porque dicen que el tipo era extraterrestre, y entonces los ojos tienen poderes».

Bajo Flores

El enano vampiro

Este es uno de los mitos urbanos más increíbles pero a la vez más fascinantes.

Sabemos que a partir del título puede resultar gracioso, incluso pueril, para algunos lectores, pero podemos asegurarles que no fue así para las víctimas de este extraño personaje.

La historia se ubica durante la última dictadura militar en los años setenta. En esa época llegó a Buenos Aires el Circo de los Zares. Se instaló donde ahora se emplaza el «Nuevo Gasómetro», es decir, la cancha del Club San Lorenzo de Almagro. Este circo tenía en apariencia una genealogía real. Los comienzos de la compañía se remontaban a tiempos de Pedro
el Grande
. Claro que después de la revolución bolchevique debió cambiarse el nombre, pero luego de algunos años el régimen se convenció de que el circo carecía de toda importancia y le devolvió el nombre original.

El Circo de los Zares no era de las dimensiones del impresionante Circo de Moscú, pero tenía las atracciones acostumbradas. Y por supuesto, no faltaba la típica
troupe
de payasos y enanos. Uno de esos enanos provenía de la zona de los Cárpatos, como el famoso conde Dracul (devenido en personaje al ser inmortalizado por Bram Stoker en «Drácula»). Su nombre era Belek y se destacaba del grupo por su agilidad. Pero también por otras cosas.

El circo poseía una dotación importante de animales, hasta que éstos empezaron a morir extrañamente. Al principio, el dueño del circo, el señor Boris Loff, pensó que se trataba de una enfermedad que los animales podrían haber contraído cuando el circo recaló en el Brasil. Pero encontró marcas sospechosas en diferentes partes de los cuerpos. Al verlas, cambió su teoría y especuló que quizás habían traído algún tipo de animal desconocido junto con la compañía, un depredador muy voraz por cierto. Al hacerles una autopsia improvisada (el señor Loff tenía ciertos conocimientos médicos básicos), notó que las víctimas estaban prácticamente desangradas, secas. Además, se dio cuenta de que los decesos se producían siempre a la noche. Entonces, formó un equipo de vigilancia junto con la Mujer Barbuda y el Hombre Bala.

Una noche, la última antes de levantar la carpa e irse de gira por el interior del país, escucharon ruidos sospechosos en el carromato de Kirki, el payaso estrella del circo. El Hombre Bala se puso el casco que utilizaba para su acto mortal, tomó carrera y se tiró de cabeza contra la puerta. Con la puerta hecha pedazos, la Mujer Barbuda y el señor Loff entraron con decisión. Descubrieron con asombro y horror a Belek con las manos en la masa, y no sólo las manos, también los dientes sobre Vera, una mono tití que hacía las delicias de grandes y chicos con sus gracias.

Inmediatamente, Belek fue expulsado del circo. Y si bien no lo denunciaron porque el caso era demasiado irregular, el enano tuvo que recoger sus pertenencias y prácticamente huir.

La versión original de este relato figura en el libro
The Wonderful World of the Circus. One History
, de un tal Dick Stevenson, publicado en el año 1987 por la
Oxford University Press
. Sin duda, un libro curioso.

Es que los verdaderos problemas empezaron cuando el enano Belek se refugió en una casa semiabandonada del bajo Flores.

La gente del barrio sabía de la existencia del enano eslavo. Algunos vecinos lo habían visto, pero parecía tranquilo. Por lo demás, nadie comprendía su lengua. Ni tampoco entendían cómo podía mantenerse este pequeño visitante. Pronto lo averiguarían.

Nos llevó un tiempo considerable romper con la resistencia del vecindario. Varios desplantes y algunas semanas después, un funcionario municipal se apiadó de nosotros y nos recomendó que fuéramos a ver a una persona considerada algo así como el alma viva del barrio:
Fulgencio P
., don Fulgencio para todos.

Nótese este rasgo prototípico de la leyenda urbana: siempre hay algún viejo vizcacha citadino que con su sabiduría y su memoria aclara, o a veces confunde, el camino de la verdad.

Apenas le comentamos el tema, don Fulgencio se sonrió (con una boca casi sin dientes), se levantó de su silla de mimbre y le dijo a uno de sus cinco nietos, que en el momento de la entrevista estaban a su lado, que le trajera algo. El chico al principio se negó, pero el abuelo le insistió hasta que vimos perderse al niño en las profundidades del pasillo de la casa chorizo. Al cabo de un rato, apareció con un par de botas de goma de caña alta.

—¿Ven esto? —nos dijo don Fulgencio introduciendo los dedos en dos orificios casi perfectos a la altura de los tobillos de la bota—, fue el hijo de puta ese. Al principio se la agarró con los gatos del barrio, ¿saben? Con los gatos atorrantes; ni le dimos importancia, pero cuando desapareció el gato de doña Ángela, de acá a la vuelta sobre Santander, ahí ya nos entró el cagazo.

Le pedimos más precisión.

—Siempre era de noche cuando atacaba. A tal punto que después de las 8, 8.30, no podía salir ningún pibe a la calle, muy jodido ¿saben? Yo me salvé gracias a Osvaldo. En ese entonces tenía un perro, de esos perros cualunques pero muy gauchitos. Le puse ese nombre porque se parecía a un hermano mío. Bueno, esa noche —dijo mirando el par de botas que estaban en manos del nieto— me acuerdo que a mi señora le faltaba algo para la comida. Mejor dicho, para la cena: pan. Pan, y me encargó un par de sifones. Como llovía me puse las botas. Antes acá se embarraba mucho, peor que ahora. Me acuerdo que iba con la bolsita. Salí con el Osvaldo que empezó a gruñir no bien abrimos la puerta de calle. Yo le dije, «tranquilo, Osvaldo», pero se lo veía inquieto, y a mí también. Me acuerdo como si fuera ayer.

»La luz del almacén del Turco Asid. El Turco ya estaba cerrando y me acuerdo que levanté la mano. Le iba a decir algo cuando esa porquería se me cruzó. Pensé que era otro perro, los de la villa que está cerca, por eso el ladrido del Osvaldo. Pero no. Este guacho hizo una serie de piruetas y cuando me quise dar cuenta se me prendió del tobillo. Yo lo miraba y no entendía ni medio. Me sacudí la pierna pero ese mandinga estaba más prendido… tanto que me caí al suelo. Ahí le vi la cara. La verdad, parecía un demonio. Me miró por un segundo, unos ojos azules, la cara toda blanca. Grité, recé, no sé qué más hice y el Osvaldo que no paraba de ladrar se le prendió de la espalda. No me soltaba, pero tampoco el Osvaldo lo soltaba a él. Era como un empate ¿saben? Al final, me pude zafar y fui corriendo a lo del Turco, que estaba en la puerta del almacén como una estatua. Cuando me tuvo encima, reaccionó y me tiró para adentro y cerró la puerta. Afuera, Osvaldo quería hacerlo mierda al deforme. Hasta escuchamos con el Turco, que en paz descanse, que el mandinga puteaba raro. Después de un rato de pelea vimos que algo le brillaba en la mano al enano este y el Osvaldo empezó a aullar, pobre, hasta que se quedó quietito ¿saben? A él lo vimos renguear un poco pero se fue rapidísimo, como una cucaracha.

En ese momento, los cinco nietos de don Fulgencio miraban a su abuelo sin mover un músculo. El viejo seguía con el relato.

—Al día siguiente, fuimos con el padre Luis, que trajimos especialmente de la Iglesia de la Medalla Milagrosa, y buscamos como locos en la casa abandonada donde se decía que se escondía el enano, pero lo único que encontramos fue un cajón de frutas forrado con una tela como de pana y unos libros en idioma… ruso. Hasta estaba el nombre: Belek. No se molesten en buscar al cura porque se murió hace unos años, bastante joven.

—¿Y la policía? —preguntamos.

Don Fulgencio se tocó unos de los dientes sanos y se sacó algo que le molestaba.

—Los milicos estaban en otra cosa, ¿saben? Claro, si uno no hacía nada no se metían con uno, pero tampoco iban a venir por una cosa así.

—¿Hubo más ataques?

—Claro que sí. Si mal no me acuerdo, a una señora mayor, que se murió a los días, pero no puedo decir si fue por el enano este. Un muchacho de apellido Galán que se fue del barrio y una piba. Lo de la piba fue bravo, dicen… pero ojo: dicen, porque yo no lo vi. La chica era de la villa y el bicho este le afano el bebé recién nacido.

(Debemos hacer una aclaración, antes de seguir con el relato: tenemos información de que para el año en que Belek atacaba, la policía y fuerzas parapoliciales realizaron
razzias
en la zona del bajo Flores, inclusive en esa misma villa. Se llevaron personas, supuestamente «células terroristas» infiltradas en la misma villa. La mujer a la que se refiere don Fulgencio podría haber sido una de ellas. La información se va transformando y en el tamiz quedan voces ahogadas. Ahogadas por el miedo. Un miedo que se confundía con la noche. No descartamos, entonces, que el mito haya sido estimulado o alentado por las mismas fuerzas de seguridad como una forma de control a través del terror. Aunque también dudamos de que tuvieran tanta imaginación).

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