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Authors: Ernst H. Gombrich
Es fácil demostrar lo fundamental y lamentable de mi error, pues, aunque entonces no lo sospechaba, la convicción generalizada entre los pueblos vencidos de que habían caído en la miseria a causa de un embuste permitió con especial facilidad a ciertos agitadores ambiciosos convertir la decepción en indignación y sed de venganza. No me gusta mencionar los nombres de esos agitadores, pero, al fin y al cabo, todos saben bien que estoy pensando sobre todo en Adolf Hitler. Hitler había sido soldado en la Primera Guerra Mundial y mantuvo también la convicción de que el ejército alemán no habría sido vencido sin aquel supuesto engaño. Lo que llevó finalmente a los alemanes y austriacos que se hallaban en suelo patrio a dejar en la estacada a los soldados del frente no habría sido sólo Wilson, sino toda la propaganda de los enemigos. De lo que se trataba, pensaba Hitler, era de superar a los otros en las artes de la propaganda. Hitler era un orador popular que arrebataba y las masas corrían a escucharle. Sabía, sobre todo, que nada hay más eficaz para excitar a la gente que presentarle un chivo expiatorio culpable de sus miserias, y encontró ese chivo expiatorio en los judíos.
El destino de este pueblo ancestral ha sido mencionado en varias ocasiones en mi libro; he hablado en él de su exclusión voluntaria, de la pérdida de su patria tras la destrucción de Jerusalén, y también de las persecuciones de los judíos en la Edad Media. Pero, aunque yo mismo procedo de una familia judía, nunca se me pasó por la cabeza que aquel horror se fuera a repetir en mis tiempos.
Debo mencionar aquí un nuevo error que permití se infiltrara en esta historia y del que, quizá, no deba avergonzarme. En efecto, en el capítulo «La verdadera Edad Moderna» se puede leer que la «verdadera Edad Moderna» no comenzó hasta que los pensamientos de las personas abandonaron la brutalidad de tiempos anteriores, y las ideas e ideales de la llamada Ilustración se generalizaron tanto en el siglo XVIII que, a partir de entonces, fueron consideradas como algo obvio. Cuando escribía esto, me parecía realmente impensable que pudiéramos rebajarnos nuevamente hasta perseguir a personas con creencias distintas de las nuestras, extraerles confesiones mediante tortura o, incluso, negar los derechos humanos. Pero lo que entonces me resultaba impensable ocurrió, a pesar de todo. Un retroceso tan triste parece apenas comprensible, y, no obstante, quizá no resulte tan difícil de entender para los jóvenes como para los adultos. A aquellos les basta con mantener los ojos abiertos en la escuela. Los escolares suelen ser a menudo intolerantes; se ríen, por ejemplo, de su profesor sólo porque lleva alguna prenda de vestir pasada de moda que le resulta ridícula a la clase, y una vez que han perdido el respeto se arma el alboroto. Basta también con que un compañero se diferencie un poco de los demás, aunque sólo sea por el color de la piel o del pelo o por su manera de hablar o de comer, para que se convierta fácilmente en víctima; lo atormentarán hasta hacerle sangre y tendrá que aguantarse. Sin embargo, no todos los alumnos de la clase tienen por qué ser especialmente crueles o despiadados, pero nadie desea ser un aguafiestas y, por tanto, la mayoría participa, más o menos, y gritan cuando los demás gritan, hasta que casi no se reconocen.
Por desgracia, tampoco los adultos se comportan mejor. Sobre todo, cuando no tienen otra ocupación y las cosas les van mal —o, incluso, cuando creen que les van mal—, se unen a compañeros de penas reales o supuestos, desfilan al paso por las calles y repiten a coro las consignas más insensatas, creyéndose, además, maravillosos. Yo mismo vi a los partidarios de Hitler con sus camisas pardas atacar a los estudiantes judíos de la Universidad de Viena; y cuando escribí este libro, Hitler había tomado ya el poder en Alemania. Parecía sólo una cuestión de tiempo que el gobierno de Austria cayera también víctima de su superioridad, por lo que fue una suerte para mí que me invitaran a Inglaterra justo en ese momento, antes de que las tropas de Hitler invadieran Austria en marzo de 1938 y, al igual que en Alemania, todo aquel que no quisiera decir «Heil Hitler» en vez de «Buenos días» corriera también peligro en nuestro país.
En una situación así no se tarda nada en comprobar que, para los partidarios de esa clase de movimiento, sólo puede existir un crimen: el de la deslealtad hacia su llamado caudillo (Führer, en alemán); y sólo una virtud: la obediencia sin reservas. Hay que obedecer cualquier orden que pueda acercar la victoria, aunque menosprecie los mandamientos de la humanidad. En el pasado se han dado, sin duda, situaciones similares en la historia, y en este libro he escrito sobre más de una, por ejemplo sobre los primeros partidarios de Mahoma. También se ha atribuido a los jesuitas el poner la obediencia por delante de todo lo demás. He mencionado así mismo brevemente la victoria de los comunistas en Rusia bajo Lenin; y los comunistas convencidos no querían ni pensar en mostrarse tolerantes con sus adversarios. Su conducta implacable en el logro de sus metas no conocía límites, y millones de personas cayeron víctimas de ellas.
En los años posteriores a la Primera Guerra Mundial desapareció también, evidentemente, de la vida la tolerancia en Alemania, Italia y Japón. Allí, los políticos explicaban a sus paisanos, sobre todo, que habían sido postergados en el «reparto de la Tierra», pues, en realidad, tenían derecho a dominar sobre los demás pueblos. A los italianos les recordaban que, al fin y al cabo, procedían de los antiguos romanos; a los japoneses, sus aristocráticos guerreros; y a los alemanes, los antiguos germanos, Carlomagno o Federico el Grande. Les decían que no todas las personas valían lo mismo; y que, de la misma manera que existen razas de perros más aptas que otras para la caza, ellos eran también las mejores razas humanas, aptas para dominar.
Conozco a un viejo y sabio monje budista que, en cierta ocasión, dijo a sus paisanos en un discurso que le gustaría saber por qué todo el mundo está de acuerdo en que es ridículo y penoso que alguien diga de sí mismo: «Soy la persona más lista, más fuerte, más valiente y mejor dotada del mundo», pero que, si en vez de decir «soy» dice «somos» y afirma que «nosotros» somos las personas más listas, más fuertes, más valientes y mejor dotadas del mundo se le aplaude con entusiasmo en su patria y se le llama patriota. Esto, sin embargo, no tiene nada que ver con el patriotismo. Naturalmente, se puede sentir mucho apego por la patria sin necesidad de afirmar que en el resto del mundo sólo vive una chusma inferior. Pero cuanta más gente caiga en esta insensatez, tanto más peligrará la paz.
Cuando, además, una grave crisis económica condenó en Alemania al paro a un enorme número de personas, pareció que la salida más sencilla era la guerra, en la que los parados se convertirían en soldados o trabajadores de la industria de armamentos y que permitiría revocar los odiosos tratados de Versalles y St. Germain. Hacía tiempo que los países democráticos occidentales, es decir, Francia, Inglaterra y Norteamérica —así se pensaba equivocadamente— eran demasiado amantes de la paz y se habían debilitado y no querrían defenderse. Es cierto que nadie deseaba allí una guerra y que se hizo todo lo posible para no dar a Hitler ningún pretexto para arrojar al mundo al infortunio. Pero, por desgracia, siempre es posible hallar una excusa, pues existe la posibilidad de amañar «incidentes»; así es como, el 1 de septiembre de 1939, el ejército alemán invadió Polonia. Por aquellas fechas me encontraba ya en Inglaterra y conocí la profunda tristeza, pero también la decisión, de las personas que debían marchar de nuevo a la guerra. Nadie cantó esa vez alegres canciones bélicas, nadie esperaba la gloria en el combate. Todo el mundo se limitó a cumplir con su deber, pues había que acabar con aquella locura.
Mi tarea entonces consistió en escuchar la radio alemana y traducir al inglés sus programas para que se supiese qué se contaba o qué se silenciaba al oyente alemán. Así, curiosamente, viví los seis años de esta terrible guerra, de 1939 a 1945, desde las dos partes, por así decirlo —aunque de modo muy distinto—. En Inglaterra veía la decisión, pero también la penuria, el temor por los hombres del frente, las consecuencias de los ataques aéreos y la preocupación por los azares de la guerra. En la radio alemana oí al principio sólo gritos de triunfo e insultos groseros. Hitler creía en el poder de la propaganda, y su fe pareció confirmarse mientras los éxitos de los dos primeros años de la guerra superaron las expectativas más audaces. Polonia, Dinamarca, Noruega, Holanda, Bélgica, Francia, extensas zonas de Rusia y los Balcanes fueron arrolladas, y sólo la pequeña isla de Inglaterra, situada en un extremo de Europa, siguió ofreciendo resistencia. Aquello no podía durar mucho, pues la radio alemana anunciaba continuamente en medio del resonar de trompetas cuántos barcos destinados a llevar víveres y armas a los ingleses habían hundido sus submarinos.
Pero, después de que, en diciembre de 1941, los japoneses atacarón y casi aniquilaron sin declaración de guerra la flota americana anclada en puerto y Hitler declaró por su parte la guerra a Norteamérica; cuando las tropas alemanas fueron arrojadas del norte de África en el otoño de 1942 y derrotadas por los rusos ante Stalingrado en enero de 1943; y cuando las fuerzas aéreas germánicas demostraron su impotencia para impedir los terribles bombardeos sobre ciudades alemanas, se vio que no era posible vencer solamente con palabras y trompetas. Cuando Winston Churchill asumió el gobierno en Inglaterra en un momento en que la situación era casi desesperada, dijo: «Sólo prometo sangre, sudor y lágrimas». Y justamente por eso le creímos al mostrarnos un atisbo de esperanza. No sé cuántos oyentes alemanes prestaron atención más tarde a las evasivas y promesas que yo escuchaba un día sí y otro también en la radio alemana.
Sólo sé que ni los oyentes alemanes ni nosotros sabíamos entonces nada acerca de los espantosos crímenes cometidos por los alemanes en la guerra. En aquellas tristes circunstancias debo y tengo que referirme aquí a lo que he escrito antes. Se habla en aquel pasaje de los conquistadores españoles de México y se dice que comenzaron a exterminar «allí y en otras regiones de América aquel pueblo antiguo y culto de los indios de la manera más odiosa. Este capítulo de la historia de la humanidad es tan terrible y vergonzoso para nosotros, los europeos —escribí allí—, que prefiero no hablar de él».
Habría preferido todavía más no hablar de ese gran crimen cometido en nuestro siglo, pues este libro va dirigido, al fin y al cabo, a jóvenes lectores y suele gustar ahorrarles lo más odioso. Pero también los niños crecen, y deben aprender igualmente de la historia la facilidad con que la difamación y la intolerancia pueden transformar en inhumanos a los seres humanos. En efecto, los habitantes judíos de todos los países de Europa ocupados por el ejército alemán —millones de hombres, mujeres y niños— fueron expulsados de su patria en los últimos años de la Segunda Guerra Mundial, transportados al este, en su mayoría, y asesinados allí.
La radio alemana no contó, según he dicho, nada de ello a sus oyentes, y cuando, al acabar la guerra (1945), se dieron a conocer aquellos hechos inconcebibles, me resultó casi imposible, al igual que a muchos otros, creer en ellos en un primer momento. Pero, por desgracia hay innumerables pruebas de la realidad de este crimen inaudito; y, a pesar de haber transcurrido ya tantos años, es de una enorme importancia que no se olvide ni se disimule.
En la mezcla de pueblos de nuestra pequeña Tierra será cada vez más necesario educarnos para el respeto y la tolerancia mutuas, aunque sólo sea porque los logros técnicos nos han ido aproximando progresivamente unos a otros.
La guerra mundial demostró también este hecho, pues las reservas casi inagotables de la industria norteamericana de armamento, que favorecieron así mismo a Inglaterra y Rusia, hicieron inevitable el fin. Por más desesperada que fuera la resistencia ofrecida por los soldados alemanes, los ingleses y norteamericanos lograron desembarcar en la Normandía francesa en el verano de 1944 y avanzar hacia Alemania. Al mismo tiempo, los rusos persiguieron al debilitado ejército alemán y, en abril de 1945, alcanzaron, finalmente, Berlín, donde Hitler se quitó la vida. Esta vez no se habló ya de un tratado de paz. Los vencedores mantuvieron a Alemania bajo ocupación militar y el país quedó atravesado durante muchas décadas por una frontera rigurosamente vigilada que corría entre la zona de influencia de la Rusia comunista y las democracias occidentales.
Es verdad que con la derrota de Alemania no había concluido aún la guerra mundial, pues faltaba todavía mucho para derrotar a los japoneses, que habían conquistado para entonces zonas enteras de Asia. Pero, como no se podía prever un final, los norteamericanos utilizaron un arma totalmente nueva: la bomba atómica.
Poco antes de estallar la guerra me encontré casualmente con un joven físico que me habló de un artículo publicado por el gran científico danés Niels Bohr. Bohr comentaba en él la posibilidad teórica de construir una «bomba de uranio» que sobrepasaría con mucho la capacidad de destrucción de cualquier explosivo conocido. En aquel momento estuvimos de acuerdo en que debíamos esperar que un arma sin parangón como aquélla se lanzaría, si acaso, sobre una isla deshabitada, para demostrar a amigos y enemigos que habían perdido vigencia todas las antiguas ideas sobre combates y guerras. Esa esperanza no se cumplió, aunque la abrigaran también muchos de los científicos que trabajaron encarnizadamente durante la guerra en la realización de aquella arma. En agosto de 1945, las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki fueron las primeras víctimas de una catástrofe tan inimaginable, y Japón se dio efectivamente por vencido.
Todos vimos con claridad que con aquel invento había comenzado en la historia un capítulo completamente nuevo, pues el descubrimiento de la energía atómica es casi comparable con el del fuego. También el fuego puede calentar y destruir, pero sus destrucciones no son nada frente a la potencia aniquiladora de las armas atómicas, multiplicada en la actualidad. Es de esperar que esta nueva situación haya hecho imposible utilizarlas de nuevo contra los seres humanos, pero todos sabemos que las dos superpotencias, los norteamericanos en Occidente y los rusos en el Este, se hallan en posesión de inmensas cantidades de esta clase de armas, aunque ambos saben claramente que no sobrevivirían a su utilización. Como es natural, el mundo ha cambiado desde entonces de manera considerable. La mayoría de los pueblos de extensas partes de la Tierra que antes de la guerra pertenecían todavía al imperio mundial británico se han independizado pero, por desgracia, no se han vuelto más sociables. No obstante, a pesar de las crueles guerras y amenazadoras crisis que han seguido estallando en muchos lugares de la Tierra, se nos ha ahorrado desde 1945 una tercera guerra mundial, pues todos saben que significaría el fin de la historia del mundo. Es un débil consuelo, pero es un consuelo.