Breve historia del mundo (14 page)

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Authors: Ernst H. Gombrich

BOOK: Breve historia del mundo
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El imperio romano occidental se habría perdido, si el papa no lo hubiera salvado en aquel momento, pues los emperadores carecían totalmente de poder. Los únicos soberanos eran entonces las tropas. Y esas tropas eran casi en exclusiva germánicas. Al final, los soldados germanos descubrieron que el emperador estaba perfectamente de sobra y decidieron destituirlo. El último emperador romano tenía un curioso nombre: se llamaba Rómulo Augústulo. Recuerda que el primer rey de Roma, su fundador, se llamaba Rómulo; y el primer emperador romano, Augusto. El último, es decir, Rómulo Augústulo, fue depuesto el año 476 d.C.

Un caudillo germánico, Odoacro, se hizo nombrar rey de los germanos en Italia. Aquello fue el fin del imperio romano occidental, el latino, por lo que se considera también el final del largo periodo transcurrido desde los inicios más remotos y al cual llamamos «Antigüedad».

Con el año 476 comienza una nueva era, la Edad Media, llamada así sencillamente por encontrarse entre la Antigüedad y la Edad Moderna. Pero entonces nadie se dio cuenta de que comenzaba un nuevo periodo. Todo continuó tan revuelto como antes. Los ostrogodos, que habían marchado anteriormente con los ejércitos de los hunos, se habían instalado en el imperio romano oriental. Allí, el emperador, que quería deshacerse de ellos, tuvo la idea de aconsejarles que sería mejor que marchasen al imperio romano occidental, es decir, que conquistaran Italia. Los ostrogodos se fueron realmente a Italia, el año 493 d.C., bajo el mando de su gran rey Teodorico. Acostumbrados como estaban a luchar, conquistaron pronto aquel país pobre y saqueado. Teodorico apresó al rey Odoacro y, aunque le había prometido conservarle la vida, lo apuñaló durante un banquete.

Siempre me ha extrañado que Teodorico pudiera haber hecho algo tan abominable, pues, aparte de eso, fue un soberano realmente grande, importante e instruido. Se empeñó en que los godos vivieran en paz con los italianos y entregó a cada uno de sus soldados sólo una parcela de tierra cultivable para que se dedicaran a la agricultura. Como capital eligió Ravena, una ciudad portuaria del norte de Italia.

Allí hizo construir magníficas iglesias con maravillosos mosaicos de colores. No era eso lo que habían imaginado los emperadores orientales, pues no creían que los ostrogodos fueran a establecer allá, en Italia, un reino poderoso y floreciente que, al final, podía convertirse en un peligro para los soberanos de Constantinopla.

En esta ciudad vivía entonces, desde el año 527, un soberano más poderoso, más amante del fasto y más ambicioso: Justiniano. Su ambición era unir de nuevo la totalidad del imperio romano bajo su gobierno. En su corte se vivía todo el lujo de Oriente; él y su mujer, Teodora, que había sido bailarina de circo, vestían pesados ropajes de seda bordados con piedras preciosas, con cadenas de oro y perlas de mucho runrún y tintineo.

Justiniano hizo construir en Constantinopla una inmensa iglesia con cúpula, Hagia Sophia (Santa Sofía), y quiso reavivar, en general, la magnificencia desaparecida de la antigua Roma. Para ello, mandó recopilar, ante todo, las múltiples leyes de los antiguos romanos, con todas las observaciones que habían hecho acerca de ellas los grandes eruditos y juristas. Esta recopilación es el gran código del derecho romano, llamado en latín
Corpus iuris civilis Justiniani
. Todo aquel que quiera ser juez o abogado hoy en día debe leerlo, pues sigue siendo el fundamento de muchísimas leyes.

Justiniano intentó, pues, arrojar a los godos de Italia tras la muerte de Teodorico y conquistar el país. Pero los godos se defendieron durante décadas en aquella tierra extranjera con un heroísmo inaudito. El asunto no era nada fácil, pues tenían también en su contra a los italianos, y la confusión fue aún mayor porque los godos eran también cristianos, aunque no creían exactamente en las mismas doctrinas que los romanos y los súbditos de Justiniano. No creían, por ejemplo, en la Trinidad. Por eso fueron combatidos y acosados como infieles. En aquellas luchas acabaron sucumbiendo casi todos. El resto, un ejército de 1.000 hombres, obtuvo tras la última batalla libertad de retirada y desapareció en el norte. Fue el final del gran pueblo de los ostrogodos. Justiniano era ahora también soberano de Rávena, donde construyó iglesias magníficas en las que aparecen solemnemente representados él y su esposa.

Pero los soberanos del imperio romano oriental no gobernaron en Italia mucho tiempo. El año 568 d.C. llegaron del norte nuevos pueblos germánicos, los longobardos. Volvieron a conquistar el país, y una comarca de Italia sigue llamándose en la actualidad Lombardía, por el nombre de esos pueblos. Fue el último gran rugido de la tormenta. Luego cayó lentamente la noche clara y estrellada de la Edad Media.

COMIENZA LA NOCHE ESTRELLADA

Es probable que también tú creas que las invasiones de los bárbaros fueron una especie de tormenta, pero sin duda te parecerá extraño que la Edad Media se haya de considerar una noche estrellada. Sin embargo, así fue. Quizá hayas oído hablar de la «tenebrosa Edad Media». Con esta expresión se quiere decir que, en aquella época, tras la caída del imperio romano sólo unas pocas personas sabían leer y escribir, que desconocían lo que ocurría en el mundo, que contaban toda clase de milagros y cuentos fabulosos y, sobre todo, que eran muy supersticiosas. Que las casas eran entonces pequeñas y oscuras, los caminos y las carreteras construidos por los romanos se habían deteriorado y estropeado y las ciudades y campamentos romanos eran ruinas cubiertas de hierba. Que las buenas leyes romanas habían caído en el olvido y las hermosas esculturas griegas estaban destrozadas. En realidad, no era de extrañar, tras los terribles periodos de guerra de las invasiones de los bárbaros.

Pero eso no es todo. No se trataba de una noche cerrada, sino de una noche estrellada, pues por encima de toda aquella oscuridad y de la inquietante incertidumbre que provocaba en las personas el temor a magos y brujas, al demonio y a los espíritus malignos, como niños en un lugar sin luz, sobre todo ello brillaba, no obstante, el cielo estrellado de la nueva fe que les indicaba un camino. De la misma manera que uno no se pierde fácilmente en el bosque si ve las estrellas, la Osa Mayor o la estrella Polar, tampoco la gente llegó a extraviarse del todo en aquel tiempo, por más a menudo que tropezara en la oscuridad. Una cosa sabían con certeza: que todos los seres humanos han recibido su alma de Dios, que todos son iguales ante El, el pordiosero lo mismo que el rey, y que, por tanto, no debía haber esclavos a quienes se tratara como objetos. Que el Dios único e invisible que ha creado el mundo y salva a los humanos por medio de su gracia quiere que seamos buenos. No es que entonces hubiera únicamente gente buena. En Italia, al igual que en las comarcas germánicas, había numerosos guerreros terriblemente crueles, salvajes, brutales y duros de corazón que actuaban de manera maliciosa, sanguinaria y despiadada. Pero ahora lo hacían con peor conciencia que en tiempo de los romanos. Sabían que eran malos. Y temían la venganza de Dios.

Muchas personas deseaban vivir enteramente de acuerdo con la voluntad divina. No querían permanecer en medio del ajetreo de las ciudades y de la gente, donde se corre tan a menudo el peligro de hacer algo injusto. De manera muy similar a los ermitaños indios, marchaban al desierto para rezar y hacer penitencia. Eran los monjes. Al principio los había en Oriente, en Egipto y Palestina. Para muchos de ellos, lo más importante era la penitencia. Se trataba de una doctrina que habían aprendido también, en parte, de los indios, de quienes ya has oído que se mortificaban de manera particular. Había monjes que se instalaban en medio de la ciudad sobre una alta pilastra, sobre una columna, y pasaban allí la vida casi inmóviles pensando en la condición pecadora del ser humano. La poca comida que necesitaban la subían en una cesta. Sentados así, contemplaban desde lo alto el ajetreo que se desarrollaba a sus pies y esperaban acercarse a Dios. Se les llamaba santos estilitas, de la palabra griega stylos, que significa columna.

Pero en Occidente, en Italia, vivió un santo, también monje, que de manera muy parecida a Buda, no encontró la calma interior en esta vida solitaria de penitencia. Se llamaba Benito, «el bendecido». Pensaba que la penitencia por sí sola no respondía a las enseñanzas de Cristo. No basta con hacerse ser bueno uno mismo, sino que, además, hay que hacer el bien. Pero para hacer el bien no podemos estar sentados sobre una columna, sino que debemos trabajar. Ese era su lema: reza y trabaja. Benito fundó una asociación con algunos monjes que pensaban como él y querían vivir de esa manera. Esa asociación recibe el nombre de orden. Los miembros de su orden se llaman, por él, benedictinos. Los lugares donde residía esa clase de monjes eran los monasterios. Quien deseaba entrar en un monasterio y permanecer allí para siempre como miembro de la orden debía prometer tres cosas: 1, no poseer nada personalmente; 2, no casarse; 3, obedecer siempre y sin condiciones al superior del monasterio, el abad.

Cuando alguien profesaba como monje no tenía que limitarse, pues, a rezar en el monasterio, aunque los rezos se tomaban, por supuesto, muy en serio y los oficios divinos se celebraban varias veces al día. Además, había que hacer el bien. Pero para ello era también necesario saber y ser capaz de algo. Por eso, los monjes benedictinos fueron los únicos en interesarse por todas las ideas y descubrimientos de la Antigüedad. Coleccionaron los antiguos libros en rollo, dondequiera que pudieron encontrarlos, a fin de estudiarlos, y los copiaron por escrito para difundirlos. En un trabajo de años, pintaron en gruesos tomos realizados en pergamino sus letras claras y recurvadas y escribieron no sólo biblias y vidas de santos, sino también antiguos poemas latinos y griegos. Si los monjes no se hubieran tomado tanto trabajo, no conoceríamos casi ninguno de ellos. Pero, sobre todo, reprodujeron los antiguos libros sobre ciencias naturales y cultivo de los campos y los copiaron con tanta fidelidad como les fue posible, pues, aparte de la Biblia, lo más importante para ellos era cultivar bien la tierra para tener grano y pan no sólo para ellos, sino también para los pobres. En los parajes abandonados no había ya apenas posadas. Quien se atrevía a viajar debía pernoctar en los monasterios, donde recibía un buen alojamiento. En ellos reinaban el silencio, la laboriosidad y la tranquilidad. Los monjes daban también clases a los niños de los alrededores del monasterio; les enseñaban a leer y escribir, a hablar latín y a comprender la Biblia. Así, el monasterio era entonces el único lugar en medio de extensos territorios donde existía cultura y civilización y donde no había muerto el recuerdo de las ideas de griegos y romanos.

Italia no fue el único país donde hubo monasterios de ese tipo. Al contrario; los monjes consideraban especialmente importante construirlos en tierras salvajes y lejanas para predicar allí el Evangelio, instruir al pueblo y roturar bosques impenetrables. Irlanda e Inglaterra contaron con un gran número de monasterios. Estos países, al ser islas, no se habían visto tan duramente afectados por la tormenta de las migraciones de los pueblos, aunque también ellos habían sido colonizados en parte por tribus germánicas llamadas anglos y sajones, que aceptaron muy pronto el cristianismo.

Luego, los monjes de Irlanda e Inglaterra marcharon a predicar y enseñar a los reinos de los galos y los germanos. Estos últimos no eran aún cristianos en su totalidad. Su príncipe más poderoso se había cristianizado sólo de nombre. Se llamaba Clodoveo y pertenecía a la familia de los merovingios. Gobernaba como rey sobre la tribu de los francos y, con valor y astucia, mediante el asesinato y el engaño, había puesto pronto bajo su dominio a media Alemania y una gran parte de la actual Francia, que sigue llamándose así, Francia, por el rey de los francos, Clodoveo.

Clodoveo, pues, se había hecho bautizar, a sí y a su pueblo, en el año 496, probablemente porque creía que el dios de los cristianos era un poderoso demonio que le ayudaría a triunfar. No era una persona piadosa. Los monjes tenían aún muchísimo quehacer en el país de los germanos. Fundaron monasterios y enseñaron a los francos o alamanes el cultivo de los árboles frutales y la vid y mostraron a aquellos feroces guerreros que en el mundo existían otras cosas además de la fuerza corporal y el valor en la batalla. Fueron muy a menudo consejeros de los reyes cristianos de los francos en la corte merovingia; y como eran quienes mejor sabían leer y escribir, redactaban las leyes y realizaban para el rey todas las tareas de escribanía. Pero los trabajos de escribanía eran también tareas de gobierno, pues los monjes escribían cartas dirigidas a otros reyes, mantenían los vínculos con el papa de Roma y, vestidos con sus hábitos sencillos y nada vistosos, eran los auténticos soberanos del reino de los francos, sumido todavía en un gran desorden.

Otros monjes llegados de Irlanda e Inglaterra se atrevieron a penetrar en las zonas salvajes y en los densos bosques del norte de Alemania y en la actual Holanda, cuyas poblaciones no eran cristianas ni siquiera de nombre. La predicación del Evangelio en aquellas tierras era arriesgada, pues los campesinos y guerreros del país se mantenían firmes en la fe de sus padres. Rezaban a Wotan, el dios del viento de las tormentas, a quien no veneraban en templos sino al aire libre, a menudo bajo viejos árboles considerados sagrados. En cierta ocasión llegó hasta uno de esos árboles el monje y sacerdote cristiano Bonifacio para predicar su fe. Quería mostrar a los germanos del norte que Wotan era sólo una figura fabulosa, así que cogió un hacha para hacer astillas el árbol sagrado con sus propias manos. Todos los presentes esperaban ver cómo un rayo caído del cielo acababa con él en un instante. Pero el árbol se derrumbó sin que ocurriera nada. Muchos se hicieron bautizar a continuación por Bonifacio, pues habían perdido su antigua fe en el poder de Wotan y de los demás dioses; pero otros se indignaron con él y lo mataron en el año 754.

No obstante, la época del paganismo había concluido en Alemania. Pronto comenzaron todos a acudir a las sencillas iglesias de madera construidas junto a los monasterios y, acabados los servicios divinos, pedían consejo a los monjes sobre cómo tratar el ganado enfermo y proteger los manzanos contra las orugas. También los poderosos del reino acudían a visitar a los monjes; y los más feroces y violentos de ellos fueron precisamente quienes más gustosos les ofrecieron grandes posesiones, pues pensaban poder apaciguar a Dios de esa manera. Los monasterios se hicieron, pues, ricos y poderosos, pero los propios monjes siguieron viviendo pobres en sus celdas sencillas y pequeñas, y rezaron y trabajaron tal como les había ordenado san Benito.

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