Read Breve historia del mundo Online
Authors: Ernst H. Gombrich
Todo el pueblo alemán se sentía enormemente inquieto e indignado por la arbitrariedad y violencia del emperador francés. Ahora que la mayoría de los principados alemanes se hallaba bajo el dominio francés, los alemanes sintieron por primera vez en la historia el carácter común de su destino: el hecho de ser alemanes, y no franceses; que importaban poco las relaciones que mantuviera el rey de Prusia con el de Sajonia, o que el rey de Baviera fuese aliado del hermano de Napoleón; lo importante era que la experiencia común a los alemanes de estar sometidos a soberanos extranjeros generaba también una voluntad común en todos ellos: la voluntad de liberación. Es la primera vez en la historia universal en que todos los alemanes, estudiantes y poetas, campesinos y aristócratas, se unieron contra la voluntad de sus príncipes al objeto de liberarse. Pero aquello no resultaba tan fácil. Napoleón era poderoso. El mayor poeta alemán de aquellos tiempos, Goethe, dijo por aquel entonces: «Ya podéis sacudir vuestras cadenas; ¡ese hombre es demasiado grande!». Y, realmente, todo heroísmo y entusiasmo fueron durante largo tiempo inútiles contra el poder de Napoleón. Lo que finalmente le derribó fue su increíble orgullo. Hacía mucho que su poder no le parecía ya lo bastante grande. Consideraba que no era más que el comienzo. A continuación le tocó el turno a Rusia. Los rusos, en efecto, no habían cumplido su orden de no comerciar con los ingleses. ¡Aquello debía castigarse!
Napoleón hizo llegar soldados de todas partes de su gigantesco imperio y reunió un ejército de 600.000 hombres, es decir, más de medio millón de personas. Nunca había existido en la historia del mundo una fuerza militar parecida a aquel gran ejército, que, en 1812, se puso en marcha hacia Rusia y penetró cada vez más adentro del país sin que se entablara combate. Los rusos retrocedían continuamente, tal como lo habían hecho en tiempos de Carlos XII de Suecia. Al final, a poca distancia de las puertas de Moscú, apareció el imponente ejército ruso. Napoleón lo derrotó —a punto he estado de decir: naturalmente, pues para él una batalla era algo parecido a una adivinanza para alguien hábil en resolverlas. Examinaba cómo estaban colocados los enemigos y, al punto, sabía a dónde tenía que mandar sus tropas para rodearlos o derrotarlos—. Así entró Napoleón en Moscú; pero halló la ciudad casi vacía, pues la mayoría de sus habitantes había huido. Era el final del otoño, y Napoleón se instaló en el Kremlin, el antiguo palacio de los zares, y esperó a dictar sus condiciones. Entonces le llegó la información de que los barrios de las afueras de Moscú estaban ardiendo. La ciudad era entonces casi toda de casas de madera. El fuego, iniciado probablemente por los mismos rusos para poner en un aprieto a los franceses, se fue apoderando de sectores cada vez mayores de la ciudad. Todos los intentos de apagarlo resultaron vanos.
¿Dónde iban a alojarse los 600.000 hombres, si se quemaba Moscú? ¿Y de qué iban a vivir? Napoleón se decidió, por tanto, a dar media vuelta con su ejército. Pero, entretanto, había llegado el invierno y el frío era aterrador. El ejército había saqueado y consumido todas las provisiones de la comarca en su viaje de ida. Así, la vuelta a través de la extensa, helada y desértica llanura de Rusia se convirtió en una acción terrorífica. El número de soldados congelados y muertos de hambre iba en aumento. Entonces llegaron los jinetes rusos, los cosacos, y cayeron sobre la retaguardia y los flancos del ejército, que se defendió a la desesperada. En medio de la más espantosa tormenta de nieve y rodeado por los cosacos consiguió, incluso, atravesar un gran río, el Beresina, pero todas sus fuerzas quedaron agotadas progresivamente. La desesperación se impuso. Apenas una vigésima parte de los soldados logró salvarse de aquella tremenda derrota; los hombres alcanzaron la frontera alemana sin fuerza alguna y mortalmente enfermos. Como remate, Napoleón llegó a París disfrazado y en un trineo de labradores.
Lo primero que hizo allí fue solicitar una nueva tropa, pues, ahora que estaba tan debilitado, todos los pueblos se alzaron contra él, y consiguió, en efecto, reunir un imponente ejército de jóvenes. Eran los últimos hombres, la juventud francesa, enviada ahora por él contra los pueblos sometidos. De ese modo se dirigió contra Alemania. El emperador de Austria le envió a su canciller, Metternich, para negociar con él una paz. Metternich pasó un día entero hablando con Napoleón y le dijo: «Si este joven ejército llamado a filas hoy por Ud. resulta aniquilado, ¿qué ocurrirá?». Al oír Napoleón estas palabras, se apoderó de él la cólera, palideció y se le demudó el rostro: «Usted no es soldado», le increpó a Metternich, «y no sabe qué sucede en el alma de un soldado. Yo crecí en el campo de batalla y me importa un comino la vida de un millón de personas». Al tiempo que exclamaba esas palabras, contó Metternich más tarde, lanzó su sombrero a un rincón de la habitación.
Metternich no lo recogió y, sin perder la calma, dijo: «¿Por qué me ha elegido a mí para decirme esto entre cuatro paredes? Abra la puerta y que sus palabras resuenen de un extremo al otro de Francia». Napoleón no accedió a las condiciones de paz del emperador y dijo a Metternich que estaba obligado a triunfar, pues de lo contrario ya no seguiría siendo emperador de los franceses. Así, en 1813, cerca de Leipzig, se entabló un combate en el que el ejército de Napoleón luchó contra sus enemigos aliados. El primer día, Napoleón resistió. Pero cuando, al segundo, las tropas bávaras que habían permanecido en su bando le abandonaron de pronto, perdió la batalla y hubo de huir. En la huida derrotó a otro ejército de bávaros aún mayor que le perseguía y regresó a París.
Había tenido razón: al ser derrotado, los franceses lo depusieron. Se le entregó como ducado la pequeña isla de Elba y Napoleón se retiró allí. Pero los príncipes y el emperador que le habían derrotado se reunieron en 1814 en Viena para deliberar y repartirse Europa. Los principios de la Ilustración, la doctrina de la libertad de la persona, les parecían la causa de todo aquel desorden y de los sacrificios que habían supuesto para Europa las luchas revolucionarias y Napoleón. Querían hacer como si la Revolución no hubiera sucedido. Metternich, en particular, deseaba que todo fuera como había sido antes de la Revolución y que jamás pudiera producirse un trastorno semejante. Por eso le parecía especialmente importante que no se imprimiera o escribiera nada en Austria sin la autorización del gobierno o del emperador.
En Francia, la Revolución quedó totalmente anulada. El hermano del decapitado Luis XVI subió al trono con el nombre de Luis XVIII (se cuenta como Luis XVII al hijo de Luis XVI, muerto durante la Revolución). Este nuevo Luis gobernó con su corte en Francia como si nunca hubieran existido los 26 años de la Revolución y el imperio, con la misma pompa y la misma incomprensión mostradas por su desdichado hermano. Los franceses estaban muy descontentos. Al oírlo Napoleón, abandonó en secreto (1815) la isla de Elba y desembarcó en Francia con unos pocos soldados. Luis envió contra él a su ejército, pero, en cuanto los soldados vieron a Napoleón, se pasaron todos a sus filas. En pocos días llegó triunfal a París como emperador, y el rey Luis XVIII emprendió la huida.
Los príncipes, que seguían deliberando en Viena, quedaron aterrados. Se le declaró enemigo de la humanidad y, a las órdenes del duque inglés de Wellington, se reunió en Bélgica un ejército compuesto principalmente por ingleses y alemanes. Napoleón marchó enseguida contra él. En la localidad de Waterloo se entabló una terrible batalla. Parecía como si Napoleón volviera a ganar, cuando uno de sus generales no comprendió una orden y avanzó en dirección equivocada. El comandante en jefe de los prusianos, el general Blücher, reunió a su ejército agotado y vapuleado, y dijo: «La cosa no marcha, pero tiene que marchar», y volvió a conducir sus tropas a combate al anochecer. Napoleón fue derrotado así por última vez. Huyó con su ejército, pero volvió a ser depuesto y tuvo que abandonar Francia.
Esta vez buscó refugio en un barco inglés y se entregó voluntariamente a sus más antiguos enemigos, los únicos a quienes nunca había vencido. Confiaba en su magnanimidad y dijo que quería vivir bajo las leyes inglesas como un particular. Pero él mismo no había practicado la magnanimidad demasiado a menudo y los ingleses lo declararon prisionero y lo enviaron con el barco al que se había dirigido lejos, muy lejos, a una isla pequeña y deshabitada en medio del océano, a Santa Elena, para que no pudiera volver jamás. Allí vivió otros seis años sin poder y abandonado, dictó las memorias de sus hazañas y victorias y luchó con el funcionario inglés que no consentía siquiera en permitirle pasear por la isla sin vigilancia. Este fue el fin de aquel hombre pequeño y pálido con la mayor fuerza de voluntad y la inteligencia más lúcida que haya poseído un soberano. Las grandes potencias del pasado, las antiguas y piadosas familias principescas, volvían a gobernar ahora sobre Europa; y el serio y riguroso Metternich, que no había recogido el sombrero de Napoleón, dirigió desde Viena los destinos europeos por medio de sus enviados e intentó dar la Revolución por no ocurrida.
Metternich y los piadosos soberanos de Rusia, Austria, Francia y España pudieron, sin duda, restablecer las formas de la época anterior a la Revolución francesa. Volvió a haber cortes ceremoniosas en las que los nobles aparecían con grandes condecoraciones de diversas órdenes y ejercían una gran influencia. A los ciudadanos no les estaba permitido hablar de política, y aquello le pareció muy bien a más de uno. Se ocuparon de sus familias y se interesaron por los libros y, sobre todo, por la música, pues, en los últimos cien años, la música, conocida anteriormente sólo como acompañamiento del baile, las canciones y los cantos religiosos, se había convertido en un arte capaz de conmover a las personas más que ningún otro. Pero aquella paz y sosiego, denominada en alemán época Biedermeier, era tan sólo una cara de la realidad. Metternich no podía prohibir ya una de las ideas de la Ilustración, y ni siquiera pensaba en hacerlo. Era la idea de Galileo sobre la contemplación racional y matemática de la naturaleza que tanto había gustado a la gente en tiempos de la Ilustración. Y precisamente ese aspecto tan poco llamativo de la Ilustración provocó una Revolución mucho más importante que destruyó las antiguas formas e instituciones con mucha mayor violencia que los jacobinos de París con su guillotina.
En efecto, aquella contemplación matemática de la naturaleza permitió entender no sólo cómo sucedían las cosas sino, también, cómo sacar partido a las fuerzas naturales descubiertas, fuerzas que fueron sometidas a control y que hubieron de actuar para los seres humanos.
La historia de esos descubrimientos no es tan sencilla como a menudo imaginamos. Se consideró posible una mayoría de cosas que, luego, se experimentaban, se probaban, se abandonaban y eran recuperadas por alguien; y sólo entonces aparecía el llamado inventor con suficiente fuerza de voluntad y resistencia como para llevar hasta el final la idea y darle una utilización general. Así ocurrió con las máquinas que han cambiado nuestra vida: la máquina de vapor, el barco de vapor, la locomotora y el telégrafo, importantes todas ellas en tiempos de Metternich.
La primera fue la máquina de vapor. El estudioso parisino Papin había realizado ya un experimento hacia el año 1700. Pero hubo que esperar a 1769 para que el trabajador inglés Watt patentara una auténtica máquina de vapor. Al principio fue utilizada principalmente para bombas en las minas, pero pronto se pensó en la posibilidad de impulsar con ella carros o barcos. En 1788 y 1802, un inglés realizó un experimento con barcos de vapor; y en 1803, el mecánico americano Fulton construyó un vapor de rueda. Napoleón escribió entonces, refiriéndose a él: «El proyecto puede cambiar el aspecto del mundo». En 1807 navegó, entre traqueteos, humo y ruido, el primer barco de vapor de Nueva York a una ciudad vecina movido por una rueda de paletas.
Por las misma fechas, aproximadamente, se intentó también impulsar carros con vapor. Sin embargo, hasta el año 1802, tras el descubrimiento de las vías de hierro, no se logró construir una máquina utilizable. El inglés Stephenson construyó su primera locomotora en 1814. En 1821 se inauguró la primera línea ferroviaria entre dos ciudades inglesas; y diez años después había ya ferrocarriles en Francia, Alemania, Austria y Rusia. Al cabo de otros diez no existía apenas un Estado europeo sin largos tendidos ferroviarios. Las líneas pasaban a menudo por encima de montañas, a través de túneles y sobre grandes ríos, y se viajaba por lo menos diez veces más deprisa de lo que se había viajado antes con el coche de postas más veloz.
Algo muy similar ocurrió con el descubrimiento del telégrafo eléctrico. Un estudioso había pensado también ya en esa posibilidad en 1753. A partir de 1770 se llevaron a cabo muchos experimentos, pero hasta 1837 no logró el pintor norteamericano Morse presentar a sus amigos un telegrama breve; y aún tuvieron que pasar casi diez años hasta la introducción de la telegrafía en los distintos países.
Pero hubo otras máquinas que cambiaron el mundo todavía más. Son las que ponen las fuerzas de la naturaleza a su servicio al sustituir al trabajo humano. Piensa en la labor de hilar y tejer. Antes la realizaban los artesanos. Cuando se necesitaron más telas (es decir, hacia la época de Luis XIV) hubo ya fábricas, pero en ellas trabajaban muchos oficiales de forma manual. Sólo poco a poco se cayó en la idea de aprovechar los conocimientos acerca de la naturaleza. Las cifras en años vuelven a ser muy similares a las de los demás grandes inventos. La máquina de hilar se experimentó desde 1740, se perfeccionó a partir de 1783, pero no fue completamente utilizable hasta 1825. La época del telar mecánico da comienzo casi por las mismas fechas. Estas máquinas empezaron también a fabricarse y emplearse en Inglaterra. Para las máquinas y sus fábricas se requería carbón y hierro, por lo que aquellos países que los poseían gozaban de una gran ventaja.
Todo ello provocó una imponente conmoción entre las personas, y la sacudida experimentada fue tal que casi nada quedó en su anterior posición. ¡Piensa en lo fijo y ordenado que se hallaba todo en los gremios de la ciudad medieval! Aquellos gremios habían pervivido hasta la época de la Revolución francesa, y aún más. Es cierto que a un oficial le resultaba entonces mucho más difícil llegar a maestro que en la Edad Media, pero, no obstante, tenía la posibilidad y la esperanza de alcanzar ese grado. Ahora, de pronto, todo cambió por completo. Algunas personas eran propietarios de máquinas. Y para hacer funcionar una de aquellas máquinas no se necesitaba haber estudiado mucho, pues la máquina lo hace todo por sí sola. En unas horas se puede enseñar con facilidad su manejo. Así, quien fuera dueño de un telar mecánico contrataba a unas pocas personas (podían ser incluso mujeres o niños) que eran capaces de realizar más trabajo con la máquina que el producido antes por cien tejedores expertos en el oficio. ¿Qué harían ahora los tejedores de una ciudad si, de pronto, se instalaba allí una de esas máquinas? Ya no se les necesitaba. Lo aprendido en un trabajo de años como aprendices y oficiales resultaba totalmente superfluo; la máquina lo hacía más rápido, y hasta mejor, e incomparablemente más barato, pues no necesita comer ni dormir como una persona. No le hace falta descansar jamás. El fabricante, con su máquina, se ahorraba o podía emplear en provecho propio todo lo que habrían necesitado cien tejedores para llevar una vida feliz. Sin embargo, ¿no necesitaba también él trabajadores para hacer funcionar la máquina? Sin duda. Pero, en primer lugar, muy pocos; y en segundo, sin ninguna preparación.