Read Breve historia del mundo Online
Authors: Ernst H. Gombrich
Algunos jefes del ejército y políticos austriacos creían entonces que la guerra con Serbia era inevitable, antes o después, y que se debía humillar a aquel país en venganza por el tremendo asesinato. Rusia intervino, pues temía que Austria pudiera acercarse demasiado a sus fronteras; Alemania, aliada de Austria, se puso del lado de ésta y, al entrar en guerra, estallaron todas las antiguas enemistades. Los alemanes quisieron aniquilar cuanto antes a su enemigo más peligroso, Francia, y atravesaron la pacífica Bélgica en su marcha hacia París. Inglaterra temía una victoria germana que haría de Alemania el país más poderoso, y también intervino. Pronto el mundo entero se halló en guerra contra Alemania y Austria. Estos dos países se encontraban ahora en medio de los ejércitos enemigos de la «entente» (es decir, sus enemigos aliados, pues entente significa «alianza»). Por eso, para referirse a Alemania y Austria, se hablaba de las «potencias centrales».
El enorme ejército de Rusia avanzó, pero fue detenido al cabo de unos meses. Nunca había habido en el mundo una guerra similar. Millones y millones de personas marchaban unas contra otras. Africanos e indios se vieron obligados igualmente a participar en los combates. El ejército alemán fue detenido cerca de París, junto al río Marne, y a continuación se libraron pocas batallas en el sentido antiguo de la palabra; en cambio, aquellos enormes ejércitos se atrincheraron, abrieron zanjas en la tierra y se apostaron unos frente a otros ocupando interminables franjas de terreno. De pronto, se disparaba durante días desde miles de cañones contra las trincheras del enemigo y se cargaba al asalto a través de alambradas y parapetos removidos a lo largo de un terreno quemado y asolado, sembrado de cadáveres. En 1915, Italia declaró también la guerra a Austria, a pesar de que en origen había sido su aliada. Se luchó entonces en los glaciares de las montañas del Tirol, y las famosas hazañas del paso de Aníbal por los Alpes fueron un juego de niños en comparación con el valor y la resistencia que hubieron de demostrar ahora los simples soldados.
Se combatió en el aire con aviones; se lanzaron bombas sobre ciudades pacíficas; se hundieron barcos que no participaban en la guerra y se luchó por mar y hasta debajo del agua, tal como lo había predicho en otros tiempos Leonardo da Vinci. Además de las armas terribles que acababan a diario con la vida de miles de personas o las mutilaban, se inventó la más espantosa de todas: se envenenó el aire con gases tóxicos. Quien lo respiraba moría entre crueles dolores. Los gases eran llevados por el viento hasta los soldados enemigos o se lanzaban por medio de granadas que, al estallar, esparcían su veneno. Se construyeron vehículos acorazados, tanques, que avanzaban lentos y seguros por encima de trincheras y murallas y derribaban y aplastaban todo.
En Alemania y Austria reinaba una miseria aterradora. No había comida suficiente ni ropa ni carbón ni luz. Las mujeres tenían que guardar cola durante horas en medio del frío para conseguir un mendrugo de pan o unas pocas patatas medio podridas. En un determinado momento, las potencias centrales abrigaron cierta esperanza. El año 1917 había estallado en Rusia una revolución. El zar había abdicado, pero el gobierno burgués que le sucedió quiso proseguir la guerra. El pueblo, sin embargo, no lo deseaba. Se produjo así otro cambio profundo por el que los trabajadores de las ciudades fabriles se hicieron con el poder guiados por Lenin. Distribuyeron la tierra cultivable entre los campesinos, arrebataron sus posesiones a ricos y aristócratas e intentaron gobernar el imperio según los principios de Karl Marx. Las naciones extranjeras intervinieron. Y en las terribles luchas que estallaron murieron más millones de personas. Los sucesores de Lenin gobernaron Rusia por mucho tiempo.
Sin embargo, no sirvió de mucho que los alemanes pudieran retirar algunas tropas del frente oriental, pues al mismo tiempo aparecieron en el oeste para combatir contra Alemania soldados de refresco y con las fuerzas íntegras. Eran los norteamericanos, que acudían también a participar en la guerra. A pesar de todo, alemanes y austriacos resistieron todavía más de un año contra aquella enorme superioridad y estuvieron a punto de vencer en una recuperación desesperada de todas sus fuerzas en el oeste. Pero, al final, quedaron agotados. Cuando el presidente norteamericano Wilson anunció en 1918 su deseo de una paz justa por la que todos los pueblos debían decidir su futuro por sí mismos, parte de las tropas de los ejércitos de las potencias centrales abandonaron la lucha y éstas se vieron obligadas a firmar un armisticio. Los supervivientes regresaron del frente a unirse con sus familias hambrientas.
Entonces estalló la revolución en aquellos países agotados. Los emperadores de Alemania y Austria abdicaron; los diversos pueblos del imperio austriaco, checos, eslovacos, húngaros, polacos y eslavos del sur se independizaron y fundaron sus propios Estados. Al llegar a París los delegados alemanes, austriacos y húngaros para negociar la paz prometida por Wilson en los antiguos palacios reales de Versalles, St. Germain y el Trianón, supieron que no tenían nada que negociar. Se dijo que Alemania era la culpable de la guerra y debía, por tanto, ser castigada. No sólo se le quitaron todas sus colonias y los territorios conquistados a Francia en 1870, no sólo fue obligada a pagar anualmente sumas increíblemente elevadas a los vencedores, sino que se le obligó a firmar solemnemente que ella era la única culpable de la guerra. Los austriacos y húngaros no salieron mejor librados. Así fue como se mantuvieron las promesas de Wilson (véase no obstante mi declaración en el epílogo).
En la guerra murieron once millones de personas, y comarcas enteras quedaron arrasadas hasta resultar irreconocibles. Una espantosa miseria y desesperación se adueñó del mundo.
El ser humano había ido demasiado lejos en su dominio de la naturaleza. Actualmente puedes conectar en tu habitación un aparato y conversar con un australiano, en la otra punta de la Tierra, sobre los asuntos más inteligentes o estúpidos. Puedes escuchar en la radio música interpretada en un hotel londinense o una conferencia sobre la cría de gansos pronunciada en Portugal.
Se construyen rascacielos más altos que las pirámides o que la iglesia de San Pedro en Roma. Se fabrican aviones gigantescos cada uno de los cuales puede acabar con más personas que la gran armada de Felipe II de España. Se han descubierto remedios contra las más terribles enfermedades y se conocen las cosas más maravillosas. Se han hallado para cualquier fenómeno de la naturaleza fórmulas tan misteriosas y notables que sólo las entienden unas pocas personas; y, sin embargo, son correctas: las estrellas se mueven exactamente como lo prevén esas fórmulas. Cada día se sabe un poquito más sobre la naturaleza y sobre el propio ser humano. Pero la miseria sigue siendo inmensa. Muchos, muchísimos millones de personas, no pueden encontrar trabajo sobre nuestra Tierra, y son también millones los que mueren de hambre cada año. Todos esperamos un futuro mejor y, por tanto, ¡
tendrá
que llegar!
Imagina el río del tiempo cuyo curso hemos seguido como si voláramos en un avión. Allá atrás, entre la bruma, sigues divisando, tal vez, las cuevas de los cazadores de mamuts y las estepas donde crecieron los primeros cereales. Aquellos puntos lejanos son las pirámides y la torre de Babel. En esa depresión de terreno pastorearon en otro tiempo los judíos sus rebaños. Sobre ese mar navegaron los fenicios. Lo que brilla allí como una blanca estrella entre los mares es la Acrópolis, monumento característico del arte griego. Y allá, en el otro lado del mundo, se extiende la selva oscura con los penitentes indios en la que Buda recibió la iluminación. Más adelante se encuentra la muralla fronteriza de los chinos y, al otro lado, las ruinas humeantes de Cartago. Unos cristianos fueron desgarrados por fieras salvajes en esos grandes embudos de piedra por orden de los romanos. Esas nubes apelmazadas sobre el paisaje son la tormenta de las migraciones de los pueblos; los primeros monjes convirtieron e instruyeron a los germanos en esos bosques a la orilla del río. Allí, partiendo del desierto, conquistaron los árabes el mundo; aquí reinó Carlomagno. Sobre esta colina se alza aún el castillo donde se decidió la lucha entre el papa y el emperador por el dominio del mundo. Vemos fortalezas de caballeros y, más próximas a nosotros, ciudades con magníficas catedrales; allá está Florencia, y allá la nueva iglesia de San Pedro, motivo de la lucha con Lulero. La ciudad de México se hunde entre las llamas; la armada española fracasa junto a las costas de Inglaterra; aquella pesada exhalación es el humo de pueblos y hogueras que arden en tiempos de la Guerra de los Treinta Años; el suntuoso palacio en medio del gran parque es el Versalles de Luis XIV. Aquí se alza el campamento de los turcos frente a Viena; y más cerca aún los sencillos palacios de Federico el Grande y María Teresa. En la lejanía oímos el griterío sobre las calles de París pidiendo libertad, igualdad y fraternidad, y ya vemos Moscú en llamas y el paisaje invernal en el que se derrumbó el gran Ejército del último conquistador. Muy cerca de nosotros humean las chimeneas de las fábricas y silban los ferrocarriles. El palacio de verano de Pekín aparece en ruinas; y de los puertos japoneses salen barcos de guerra con la bandera del Sol naciente. Aquí retumban todavía los cañones de la guerra mundial. El gas venenoso se extiende sobre el país. Aquí, a través de la cúpula abierta del observatorio astronómico, un telescopio gigante dirige la mirada del investigador hacia mundos astrales increíblemente lejanos. Pero a nuestros pies y delante de nosotros sigue habiendo niebla, una niebla impenetrable. Sólo sabemos que el río continúa fluyendo hasta una distancia interminable, hacia un mar desconocido.
Pero, hundámonos deprisa con el avión bajando hasta la corriente. Al aproximarnos observamos que se trata de un verdadero río, y que sus olas rugen como las del mar. Sopla un fuerte viento y las olas llevan crestas blancas de espuma. Observa bien esos millones de burbujas blancas y esplendentes que se forman y disipan con cada ola. Surgen y desaparecen al ritmo regular del oleaje. La cresta de la ola las sostiene durante un momento; luego, se hunden y dejan de existir. Ya ves; cada uno de nosotros no es más que ese algo destellante, una minúscula gotita sobre las olas del tiempo que avanzan allá abajo hacia el futuro incierto y nebuloso. Surgimos, echamos una ojeada, y, antes de habernos dado cuenta, hemos vuelto a desaparecer. Constantemente aparecen otras nuevas, y lo que llamamos destino no es más que nuestra lucha entre la apretada muchedumbre de las gotitas en cada uno de los altibajos de la ola. Debemos, sin embargo, aprovechar ese momento: merece la pena.
¡Qué distinto es aprender historia en los libros o haberla vivido uno mismo! Eso es lo que he querido hacerte recordar en las páginas anteriores, donde comparaba la mirada hacia el pasado de la humanidad con la vista desde un avión que vuela alto. Desde allí sólo vemos unos pocos detalles junto a la orilla del río del tiempo. Pero también has leído lo distinta que parece la corriente vista de cerca, cuando nos aproximamos a cada una de las olas. En tal caso se ven mejor ciertas cosas, y otras dejan de verse. Así me ocurrió también a mí. El capítulo anterior concluía con la terrible guerra mundial de 1914 a 1918. Yo la llegué a vivir, pero sólo tenía 9 años cuando concluyó. Ésa es también la razón de que escribiera lo que sabía por los libros.
En este último capítulo me gustaría describir un poco lo que viví yo mismo realmente. Y cuanto más reflexiono sobre ello, tanto más extraño me resulta. En efecto, a partir de 1918 han cambiado en el mundo una infinidad de cosas, pero algunos de esos cambios han llegado de manera tan imperceptible que hoy nos parecen completamente naturales.
Entonces no había, por ejemplo, televisiones ni ordenadores, viajes espaciales ni energía nuclear. Pero el principal cambio, el hecho de que hoy haya en el mundo muchísimos más seres humanos que cuando yo era joven, se olvida con especial facilidad. Al terminar la Primera Guerra Mundial vivían sobre nuestro planeta 2.000 millones de personas; ahora, sin embargo, la Tierra tiene más del doble de habitantes. Con cifras tan grandes no hay mucho que hacer, pues somos incapaces de imaginarlas. Pero recordemos que el diámetro de la Tierra mide en el ecuador, con bastante aproximación, 40 millones de metros. Cuando la gente guarda cola delante de una ventanilla, suele colocarse a dos por metro. Eso significa que una cola de 80 millones de personas en paciente espera daría la vuelta al mundo entero. En aquellas fechas, la cola habría rodeado ya la Tierra unas 22 veces. Pero hoy, los 4.500 millones de seres como nosotros forman una cola que le da más de 50 vueltas.
Además, en los años en que el número de personas ha aumentado tan enormemente, el globo del mundo sobre el que vivimos se ha ido reduciendo de continuo de manera igualmente imperceptible. No es que haya disminuido de verdad, por supuesto, sino que la técnica, sobre todo la de la aviación, ha acortado constantemente la distancia entre las diversas partes de la Tierra. También yo he vivido esta experiencia. Cuando me encuentro en un aeropuerto donde los altavoces anuncian uno tras otro vuelos a Delhi, Nueva York, Hong Kong o Sydney y veo las multitudes bullentes que se preparan para partir, no puedo menos de pensar a menudo en mi juventud. Entonces, se señalaba a una persona con el dedo y se decía: «Ese ha estado en América»; o incluso: «Ese ha ido a la India».
Hoy hay pocos lugares en el mundo a donde no se pueda llegar en unas horas. Pero, aunque nosotros mismos no viajemos a países lejanos, hoy se encuentran más cerca de nosotros de lo que lo estaban en mi juventud. Cuando ocurre algo importante en algún lugar del mundo, lo leemos al día siguiente en el periódico, lo oímos en la radio o lo vemos en las noticias de la televisión. Los habitantes del antiguo México no tenían ni idea de que Jerusalén había sido destruida; y en China no se había oído probablemente nada acerca de las consecuencias de la Guerra de los Treinta Años. La situación era ya distinta en tiempos de la Primera Guerra Mundial. Si se le da ese nombre de guerra mundial es precisamente por el gran número de Estados y pueblos que entraron en combate.
Eso no significa, desde luego, que todas las noticias que nos llegan ahora de cualquier parte sean ciertas. También a mí me ocurrió que no debería haber creído todo cuanto leía en los periódicos. Quiero mencionar un ejemplo: el hecho mismo de ser consciente de haber vivido en persona la Primera Guerra Mundial me hizo estar convencido de que podía creer lo que se me contaba entonces. Por eso, el capítulo anterior, «Sobre el reparto del mundo», no me salió tan imparcial como sin duda deseaba. En especial, lo que escribí al final acerca de la función del presidente norteamericano Wilson no sucedió del todo según creía yo entonces. En mi exposición presenté el asunto como si Wilson hubiera hecho a los alemanes y los austriacos promesas que luego no se cumplieron. Tenía la firme convicción de recordar correctamente, pues entonces ya estaba vivo y, más tarde, me limité a poner por escrito lo que era creencia general. Pero, debería haberlo comprobado, pues eso es lo que tiene que hacer en cada caso, sobre todo, el historiador. En resumen, es cierto que el presidente Wilson hizo una oferta de paz a comienzos de 1918, pero el punto destacable es que, entonces, Alemania, Austria y sus aliados esperaban todavía poder ganar la guerra e ignoraron, por tanto, su llamada. Sólo cuando la habían perdido, al cabo de otros diez meses, con un número terrible de víctimas, quisieron apelar a la oferta, pero ya era demasiado tarde.