Read Breve historia del mundo Online
Authors: Ernst H. Gombrich
Robespierre y los diputados habían declarado que el cristianismo era una superstición antigua y suprimieron a Dios mediante una ley. En su lugar, había que rezar a la Razón. Y, entre músicas festivas, se paseó por la ciudad como diosa de la Razón a la joven esposa de un impresor vestida de ropas blancas y una capa azul. Robespierre no tardó tampoco mucho en no ser lo bastante virtuoso. Se dictó una nueva ley por la que Dios existía y según la cual el alma humana era inmortal. Como sacerdote de este «ser supremo», según se llamó ahora a Dios, se presentó el propio Robespierre con un penacho de plumas en la cabeza y un ramo de flores en la mano. Debía de resultar tremendamente ridículo en aquella fiesta solemne y muchos se rieron, seguramente de él. El poder de Robespierre llegó pronto a su fin. Danton estaba harto de las decapitaciones diarias y solicitó perdón y compasión. Enseguida se oyó decir a Robespierre: «Sólo los criminales piden compasión para los criminales». Así pues, Danton fue también decapitado, y Robespierre triunfó por última vez. Pero, cuando poco después se hallaba pronunciando un discurso interminable en el que afirmó que las ejecuciones no habían hecho, por así decirlo, más que empezar, que en todas partes seguía habiendo enemigos de la libertad, que el vicio triunfaba y la patria se hallaba en peligro, sucedió que, por primera vez, nadie le aplaudió. Se hizo un silencio sepulcral. Y al cabo de unos días, también él fue decapitado.
Los enemigos de Francia habían sido derrotados; los aristócratas, muertos, desterrados o transformados voluntariamente en ciudadanos. Se había alcanzado la igualdad ante la ley; los bienes de la iglesia y de la gente distinguida se habían repartido entre los campesinos, liberados de la servidumbre. Todos los franceses podían ejercer cualquier profesión y llegar a cualquier cargo. El pueblo estaba cansado de luchar y deseaba gozar con calma y orden de los frutos de aquella enorme victoria. Se disolvió el tribunal revolucionario y, en 1795, se eligió un gobierno de cinco hombres, un Directorio, encargado de administrar el país según los nuevos principios.
Entretanto, las ideas de la Revolución se habían difundido más allá de Francia y habían despertado gran entusiasmo en los países vecinos. Bélgica y Suiza establecieron así mismo repúblicas según los principios de los derechos del hombre y de la igualdad; y todas esas repúblicas fueron apoyadas por el gobierno y los franceses con soldados. Entre esos ejércitos auxiliares sirvió también un soldado que fue más fuerte que toda la Revolución.
Siempre he pensado que lo mejor de la historia universal es que sea realmente verdadera y que todos esos sucesos sorprendentes hayan sido tan auténticamente ciertos como lo somos hoy tú y yo. En ella, sin embargo, han ocurrido aventuras y maravillas mayores que todo cuanto uno pueda inventar. Voy a contarte ahora una de esas historias de lo más admirable y arriesgado, tan real como lo son actualmente tu vida y la mía. Todavía no ha transcurrido mucho tiempo desde aquellos sucesos. Mi propio abuelo los llegó a vivir cuando tenía la edad que tú tienes.
Es cierto que no conoció el principio, que fue así: Hay junto a Italia una isla montañosa, soleada y pobre llamada Córcega. Allí vivía un abogado con su esposa y ocho hijos. Tenía el apellido italiano de Buonaparte. Al nacer su segundo hijo. Napoleón, en 1769, la isla acababa de ser vendida a Francia por los genoveses, pero sus habitantes, los corsos, no lo aceptaron de buen grado, y hubo muchas luchas con los funcionarios franceses. El joven Napoleón fue destinado a la carrera de oficial y su padre lo envió, por tanto, con diez años a una escuela militar en Francia. Era pobre. Su padre apenas podía mantenerlo, por lo que Napoleón era un niño serio y triste y no jugaba con sus compañeros. «En la escuela», contaba más tarde, «busqué un rincón donde solía sentarme y soñar cuanto me apetecía. Cuando mis compañeros me querían disputar aquel rincón, me defendía con todas mis fuerzas. Sentía ya entonces que mi voluntad debía llevarme a la victoria y que obtendría lo que me apeteciera».
Napoleón aprendió mucho y poseía una memoria magnífica. A los 17 años era alférez del ejército francés. Como era muy bajo de estatura, le pusieron el mote de «el pequeño sargento». Llegó casi a pasar hambre. Leía mucho y recordaba todo. Cuando, tres años después, en 1789, estalló la Revolución francesa, Córcega quiso liberarse de la soberanía francesa. Napoleón fue a la isla y luchó contra los franceses. Pero luego marchó a París, «pues sólo en París se puede llegar a algo», escribió entonces en una carta. Tenía razón En París llego a ser algo. Por casualidad, un paisano de Napoleón servía como oficial de alta graduación en un ejército enviado por los revoluciónanos contra la provincia sublevada de Toulón. Aquel oficial se llevó al joven teniente Napoleón, que tenía entonces 25 años, y no hubo de lamentarlo. Napoleón dio tan buenos consejos sobre dónde se debían colocar los cañones y a dónde había que disparar, que la ciudad fue tomada muy pronto. Como recompensa, fue nombrado general. Aquello, sin embargo, no era una señal segura de una gran carrera en tiempos tan confusos, pues ser afecto a un partido significaba estar enemistado con el otro. Cuando fue depuesto el gobierno que lo había nombrado general, los amigos de Robespierre, Napoleón acabó también en la cárcel. Es cierto que lo soltaron pronto pero se le degradó y expulsó del ejército por su amistad con los jacobinos. Era tremendamente pobre y carecía de cualquier esperanza. Entonces, otro conocido lo recomendó en París para el directorio de cinco hombres y se le encomendó acabar con una peligrosa sublevación de jóvenes aristócratas. Napoleón ordenó disparar sin miramientos contra la multitud y la dispersó. En agradecimiento volvieron a nombrarlo general y se le entregó pronto el mando de un pequeño ejército que debía marchar a Italia para difundir allí como en otros países, las ideas de la Revolución francesa
Era una misión casi desesperada. El ejército estaba muy mal pertrechado, pues Francia era entonces pobre y se hallaba en una situación de terrible desorden. El año 1796, antes de iniciarse la campana, el general Napoleón, que ahora se apellidaba Bonaparte a la francesa dirigió una arenga a sus soldados. No dijo mucho más que estas palabras: «¡Soldados! Estáis desnudos y hambrientos; el gobierno os debe mucho y no os lo puede pagar. Pero yo os voy a conducir a las llanuras más fértiles del mundo. Provincias ricas y grandes ciudades caerán en vuestro poder: allí hallaréis honor fama y riqueza. ¡Soldados!, ¿os faltará valor y resistencia?» Supo así entusiasmar a los soldados y atacar a un enemigo muy superior con tal inteligencia que venció en todas partes. Al cabo tan sólo de unas pocas semanas después de su partida, escribió en una orden a su ejercito: «¡Soldados! En catorce días habéis logrado seis victorias y obtenido 21 banderas y 55 cañones. Habéis ganado batallas sin artillería, habéis atravesado ríos sin puentes, habéis recorrido largas marchas sin calzado. A menudo carecíais incluso de pan. Estoy convencido de que cada uno de vosotros, cuando vuelva a la patria, estará orgulloso de poder decir: también yo estuve en el ejército que conquistó Italia».
Y, realmente, su ejército se apoderó del norte de Italia en poquísimo tiempo y creó una república al estilo de la de Francia o Bélgica. Cuando le gustaba una de las magníficas obras de arte italiano, ordenaba enviarla a París. A continuación, marchó hacia el norte, a Austria, pues el emperador le había hecho la guerra en Italia. En Estiria, en la ciudad de Leoben, se presentaron a él emisarios del emperador llegados de Viena. En la habitación de las negociaciones se había preparado un asiento más elevado para el enviado imperial. Napoleón dijo: «Quitad de ahí ese asiento; no puedo ver un trono sin que me entren ganas de sentarme en él». Obligó al emperador a entregar a Francia todas las comarcas alemanas situadas en la orilla occidental del Rin y regresó a París. Pero allí no tenía nada que hacer, por lo que presentó al gobierno una arriesgada propuesta: los mayores enemigos de Francia eran entonces los ingleses. Por aquellas fechas, Inglaterra era ya un país poderoso, con muchas posesiones en América, África, la India y Australia. El ejército francés era demasiado débil para llevar a cabo un ataque contra la propia Inglaterra. Tampoco tenía suficientes barcos de buena calidad. Pero sí que era posible atacar alguna de las posesiones inglesas.
Napoleón consiguió, por tanto, que se le enviara con un ejército a Egipto, sometido entonces al dominio inglés. Quería conquistar todo el Oriente, como Alejandro Magno, y se llevó no sólo soldados, sino también estudiosos que se encargarían de examinar e investigar los monumentos de la Antigüedad. Llegado a Egipto, habló con los mahometanos del país como si fuera un profeta, igual que Mahoma. Les anunció solemnemente que sabía todo cuanto encerraban en lo más hondo de su corazón y que su llegada había sido profetizada hacía ya siglos y estaba incluso escrita en el Corán. «Sabed que todos los esfuerzos de los humanos contra mí son inútiles, pues todo cuanto emprendo está destinado al éxito».
Al principio parecía realmente así. El año 1798, derrotó a los ejércitos egipcios en una gran batalla al pie de las pirámides y volvió a repetir su victoria algunas veces más, pues nadie sabía ganar batallas en tierra como él. Es cierto que, por mar, los ingleses eran todavía mejores, por lo que el famoso almirante inglés Nelson consiguió destruir casi por completo la flota francesa ante Abukir, en la costa egipcia. Al declararse entonces una peste en el ejército de Napoleón y enterarse él de que el gobierno de París estaba desunido, dejó a sus soldados en la estacada y volvió a Francia solo y en secreto. Llegó allí como un famoso general. Todos esperaban que se mostrara en su propio país tan valiente como en tierras enemigas. Y así, en 1799, pudo atreverse a dirigir sus cañones contra los edificios del gobierno en la capital, hacer que sus granaderos expulsaran de la Asamblea a los diputados elegidos por el pueblo y concederse a sí mismo el máximo poder. Siguiendo el ejemplo de los antiguos romanos se dio el título de cónsul.
En su cargo de cónsul llevó una suntuosa vida cortesana en el palacio de los reyes de Francia e hizo volver a muchos nobles desterrados. Pero, sobre todo, se dedicó día y noche a imponer orden en Francia. Su idea de orden era que sólo se hiciera lo que él quería. Y lo consiguió. Hizo preparar un código de leyes basado en principios nuevos y lo bautizó con su propio nombre. En una nueva campaña bélica contra Italia derrotó por segunda vez a Austria. Era idolatrado por sus soldados, y todos los franceses lo veneraban por haber conseguido fama y conquistas para su país. Lo nombraron cónsul vitalicio, pero aquello no fue aún bastante para Napoleón. Quería ser más y, en 1804, se hizo coronar emperador. Emperador de los franceses. El papa viajó a París con el exclusivo propósito de coronarlo. Poco después se hizo nombrar también rey de Italia. Los demás países se atemorizaron ante aquel hombre nuevo y poderoso, por lo que Inglaterra, Alemania, Austria, Rusia y Suecia se aliaron en su contra. A Napoleón no le asustaban los ejércitos enemigos, por grandes que fueran. Marchó contra ellos y, en el invierno de 1805, derrotó por completo a las fuerzas aliadas enemigas junto a la localidad morava de Austerlitz. Ahora, Napoleón era dueño de casi toda Europa. Regaló a sus parientes a modo de pequeño recuerdo, por así decirlo, un reino a cada uno. Su yerno recibió Italia; su hermano mayor, Napóles; su hermano pequeño, Holanda; su cuñado, una parte de Alemania; sus hermanas, diversos ducados en Italia. Fue una estupenda carrera para la familia del abogado corso que, apenas veinte años antes, se sentaba a comer en su lejana isla a una mesa pobremente provista.
Napoleón consiguió también todo el poder en Alemania, pues los príncipes alemanes sobre los cuales el emperador de Viena no tenía desde hacía ya tiempo ninguna autoridad, se aliaron ahora con el poderoso Napoleón. A renglón seguido, el emperador Francisco renunció al título de emperador alemán. Aquello fue el fin del Sacro Imperio Romano de la Nación Germánica, iniciado en Roma con la coronación de Carlomagno. Corría el año 1806. A partir de ese momento, Francisco de Habsburgo se llamó sólo emperador de Austria.
Napoleón marchó también pronto contra los Hohenzollern y derrotó por completo en unos pocos días al ejército prusiano. En 1806 entró en Berlín e impartió desde allí sus leyes a Europa. Ante todo, ordenó que nadie comprara ya ninguna mercancía a los ingleses, los enemigos de Francia, ni les vendiera nada. Aquella orden fue conocida con el nombre de bloqueo continental. Napoleón quería acabar de ese modo con Inglaterra, pues carecía de flota para conseguir una victoria militar sobre aquel poderoso país. Al negarse a ello los Estados, volvió a marchar de nuevo a Alemania y luchó contra los rusos, que se habían aliado con Prusia. Entonces (1807) pudo dar también una parte de Alemania como reino a su hermano menor.
Seguidamente le llegó el turno a España. La conquistó y la entregó como reino a su hermano José; Napóles , a su vez, pasó a uno de sus cuñados. Pero los pueblos no aceptan indefinidamente ser tratados como regalos de familia. Los españoles fueron los primeros que, desde 1808, no acataron el dominio de los franceses. Libraron combates irregulares, pero todo el pueblo se mantuvo en lucha constante y no se apaciguó, por más crueldades que perpetraran los soldados franceses. El emperador austriaco no quiso tampoco seguir sometiéndose al tono ordenancista de Napoleón, y en 1809 se inició una nueva guerra. Napoleón marchó con su ejército contra Viena. Aunque fue vencido por primera vez en su vida en las cercanías de Viena, en Aspern, por el valeroso archiduque Carlos, comandante de las tropas, derrotó por completo pocos días después al ejército austriaco en Wagram. Napoleón se trasladó a Viena, vivió en el palacio imperial de Schönbrunn y obligó al emperador Francisco a darle a su hija por esposa. Aquello no fue una decisión fácil para un emperador austriaco cuya familia gobernaba en Viena desde hacía más de 500 años, pues Napoleón no tenía linaje principesco, sino que era, en realidad, un pequeño teniente a quien sus inmensas dotes habían convertido en señor y máximo mandatario de Europa.
En 1810, Napoleón dio el título de «rey de Roma» al hijo que tuvo con la emperatriz Luisa. Su imperio era ahora mucho mayor que el de Carlomagno en su tiempo, pues todos los reinos de sus familiares y generales sólo existían de nombre. Napoleón les escribía largas cartas cuando no le agradaba su conducta. A su hermano, el rey de Westfalia, le escribió, por ejemplo, lo siguiente: «He visto tu orden del día para los soldados que va a convertirte en el hazmerreír de Alemania, Austria y Francia. ¿No tienes cerca de ti a ningún amigo que te diga la verdad? Eres rey y hermano del emperador. Pero, en la guerra, eso no pasa de ser una curiosidad. Hay que ser soldado, soldado y sólo soldado. No se han de tener ministros, embajadores ni lujo; hay que pernoctar con la vanguardia de las tropas en el campamento; hay que mantenerse a caballo día y noche y marchar a la cabeza del ejército para tener información». La carta concluye: «Y, por todos los diablos, ¡ten gracia suficiente como para escribir y hablar con dignidad!». Así trataba el emperador a su hermano. Pero aún trataba peor a los pueblos. Le resultaba indiferente lo que pensasen o sintiesen, con tal de que le proporcionaran dinero y, sobre todo, soldados. Pero los pueblos accedían cada vez menos a dárselos. Después de los españoles, los campesinos tiroleses, que Napoleón había arrebatado al emperador de Austria para regalárselos al rey de Baviera, lucharon contra los soldados franceses y bávaros hasta que Napoleón apresó y mandó fusilar a su caudillo, Andreas Hofer.