Breve historia del mundo (26 page)

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Authors: Ernst H. Gombrich

BOOK: Breve historia del mundo
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Todo estaba regulado hasta el menor detalle. El máximo honor consistía en poder alcanzar al rey la camisa, calentada previamente con cuidado. Aquel honor competía al hermano del rey y, en su ausencia, a quien le siguiera en rango. El camarero sostenía una manga; un duque, la otra; y así es como su majestad se ponía la camisa. Las cosas continuaban de ese modo hasta que el rey aparecía vestido con sus vistosas medias de seda y sus pantalones cortos también de seda y un chaleco de satén, la bufanda de color azul claro, la espada y su levita de punto con el cuello de encaje que le presentaba un alto funcionario, el guarda del cuello, sobre una bandeja de plata. A continuación el rey, con su sombrero de pluma y un bastón, salía sonriente y digno de su dormitorio al gran salón y tenía para cada uno una palabra amable y rebuscada, mientras la gente lo contemplaba y declaraba sumisa con palabras afectadas que estaba más hermoso que Apolo, el dios griego del Sol, y tenía más fuerza que Hércules, el héroe griego; que era, sin duda, como el propio dios Sol, que mantiene todo en vida con sus rayos y su brillo. Ya ves que se trataba de algo parecido a los tiempos del Faraón, llamado hijo del Sol, aunque con una gran diferencia: los antiguos egipcios lo creían de veras, y en el caso de Luis XIV era sólo una especie de juego que, tanto él como los demás, consideraban una representación ceremoniosa, bien estudiada y maravillosa de contemplar.

En la antesala, el rey daba a conocer el programa del día. Se sucedían entonces muchas horas de trabajo de gobierno con las que cumplía a diario, pues quería ocuparse de todos los asuntos del Estado. Había además numerosas cacerías, bailes y representaciones teatrales de grandes autores y actores con las que se entretenía su corte y a las que Luis XIV solía presentarse siempre. Las comidas eran tan fatigosas y ceremoniosas como el acto de levantarse, y el mismo hecho de acostarse se había convertido en una representación complicada parecida a un ballet. Se llegó a las exageraciones más ridículas. Así, por ejemplo, todos debían hacer una reverencia ante la cama del rey como ante el altar, aunque el propio rey no estuviera en ella. Cuando el monarca jugaba a las cartas y se entretenía, lo rodeaba siempre a una distancia respetuosa un enjambre de personas que permanecían atentas a sus conversaciones rebosantes de talento e ingenio, como si se tratara de revelaciones.

La meta de todos los hombres de la corte era vestirse igual que el rey y llevar el bastón, ponerse el sombrero, sentarse y caminar como él lo hacía. Y la meta de todas las mujeres, ser de su agrado. También ellas llevaban cuellos de encaje, y amplios vestidos de mucho frufrú confeccionados con los tejidos más costosos y los más preciosos adornos. Toda aquella vida se desarrollaba en unos palacios tan grandiosos como no se habían visto hasta entonces. La construcción de palacios era, en efecto, la gran pasión de Luis XIV, que hizo levantar fuera de París un palacio, Versalles, casi tan grande como una ciudad, con innumerables salas cubiertas de oro y damasco, con lámparas de araña y miles de espejos, con muebles torneados, con raso y seda y llenas de magníficas pinturas donde se veía siempre a Luis en figura de Apolo, honrado por todos los pueblos de Europa. Pero lo más grandioso no era el palacio mismo sino el parque, tan solemne, geométrico y artificioso como toda la vida de aquel lugar. Ningún árbol debía crecer como quisiera, ningún arbusto conservar su forma natural. Todas las plantas se injertaban y podaban hasta hacer de ellas paredes de follaje perfectamente rectas y setos redondos, céspedes amplios con arriates de flores en caracol y avenidas con plazas circulares adornadas con estatuas, lagos y surtidores. Allí se paseaban arriba y abajo sobre la gravilla blanca los poderosos duques de otros tiempos con sus damas y conversaban con frases amaneradas y bellamente construidas sobre cómo había hecho la reverencia últimamente el embajador sueco y cosas por el estilo.

Ya puedes imaginar lo que costó un palacio como aquél y una vida de esas características. El mismo rey disponía de 200 sirvientes, y así era todo lo demás. Pero Luis XIV tuvo ministros inteligentes, casi siempre personas de origen humilde, a quienes había otorgado aquel poder por su gran capacidad. Esos ministros sabían cómo sacar dinero al país. Sobre todo mirando por el comercio con el extranjero y favoreciendo la manufactura y la industria francesa. En cambio, los campesinos sufrían un terrible agobio bajo el peso de impuestos y tributos; y mientras en la mesa de la corte se consumían los manjares más refinados en vajilla de plata y oro, los campesinos vivían literalmente de los restos y las malas hierbas.

Pero la vida de la corte no era lo más costoso. Lo más caro de todo eran las guerras mantenidas incesantemente por Luis XIV, casi siempre sin más motivo que aumentar su poder y arrebatar algo a los Estados vecinos. Luis tenía un ejército gigantesco y bien armado con el que atacó Holanda y Alemania y quitó a los alemanes, por ejemplo, Estrasburgo sin buscar siquiera una excusa adecuada. Se consideraba señor de toda Europa. Y en cierto sentido lo era. Todos los grandes lo imitaban. Cualquier príncipe alemán, por minúsculo que fuera el territorio de su soberanía, tuvo pronto un palacio gigantesco al estilo del de Versalles, con oro y damasco, avenidas de setos podados, señores con grandes pelucas y damas empolvadas con amplios vestidos, aduladores y habilidosos charlatanes.

Le imitaban en todo menos en una cosa: ellos eran lo que Luis XIV se limitaba a representar: amaneradas marionetas regias espléndidamente vestidas y un poco ridículas. Luis XIV fue algo más. Y para que no te limites a creérmelo, te repetiré aquí un pasaje de una carta que escribió a su nieto cuando marchó a España para ser rey: «No favorezcas a las personas que más te adulen y ten, en cambio, en consideración a quienes se atrevan a desagradarte por tu bien. No descuides tus asuntos por el placer; hazte un plan de vida que fije el tiempo destinado al descanso y a la diversión. Presta toda tu atención a los asuntos de gobierno. Antes de decidir, comienza escuchando cuanto puedas. Haz todo lo posible por conocer con exactitud a todos los hombres destacados para poder servirte de ellos cuando los necesites. Sé amable con todos y no digas nada ofensivo a nadie». Esos fueron, realmente, los principios del rey Luis XIV de Francia, aquella curiosa combinación de vanidad, gracia, derroche, dignidad, desconsideración, desenfado y laboriosidad.

QUÉ OCURRÍA ENTRETANTO EN EL ESTE DE EUROPA

Mientras Luis XIV mantenía su corte en París y Versalles, cayó sobre Alemania una nueva desgracia; los turcos. Ya sabes que habían conquistado Constantinopla más de 200 años antes (en 1453) y establecido luego un gran imperio mahometano al que pertenecían Egipto, Palestina, Mesopotamia, Asia Menor y Grecia. Es decir, todo el antiguo imperio romano de Oriente, de cuyo brillo y suntuosidad había quedado, por lo demás, poca cosa. Luego, continuaron aguas arriba del Danubio y derrotaron al ejército húngaro en el año 1526. En la batalla cayeron casi todos los nobles magiares, además del rey. Los turcos habían conquistado la mayor parte de Hungría e intentaron hacerse con Viena, pero se retiraron pronto. Como recordarás, su poder marítimo fue aniquilado en 1571 por el rey de España, Felipe II, y sus aliados venecianos, pero siguieron siendo un Estado poderoso, y en Budapest gobernaba un pacha turco. Ahora bien, muchos húngaros, que tras la muerte del rey de Hungría habían quedado sometidos a la soberanía del emperador, eran protestantes y lucharon, por tanto, contra éste en las guerras de religión. Además, tras la Guerra de los Treinta Años, los nobles húngaros se sublevaron en varias ocasiones y, finalmente, llamaron en su ayuda a sus vecinos turcos.

El sultán, que así se llamaba el soberano turco, aceptó con gusto y benevolencia aquella petición de ayuda. Hacía tiempo que deseaba una guerra, pues sus soldados y guerreros estaban haciéndose demasiado poderosos en la patria. Tenía miedo de que se le insolentaran y se alegró de poder enviarlos fuera. Si triunfaban, tanto mejor. Si caían en combate..., al menos se habría librado de ellos. Ya ves que era un señor bonachón. Así pues, el año 1683 armó un gigantesco ejército con tropas de todas partes del mundo. Los pachas de Mesopotamia y Egipto aportaron sus soldados; tártaros, árabes y griegos, húngaros y rumanos se reunieron en Constantinopla y marcharon contra Austria al mando del primer ministro o gran visir Kara Mustafá. Eran más de 200.000 hombres bien armados, con trajes raros y vistosos, con turbantes y banderas donde podía verse su signo, la media luna.

Los ejércitos del emperador, acantonados en Hungría, no lograron resistir aquel ataque. Se retiraron y dejaron que los turcos se acercaran hasta Viena. Viena tenía entonces, como cualquier ciudad, fortificaciones que fueron puestas a punto a toda prisa de manera provisional, mientras se hacía acopio de cañones y víveres. La ciudad debía ser defendida por 20.000 soldados hasta que el emperador llegara en su ayuda con sus aliados. El propio emperador se retiró apresuradamente con su corte a Linz y luego a Passau. Cuando los vieneses vieron cómo ardían a lo lejos pueblos y suburbios incendiados por los turcos, huyeron de la ciudad en número de unos 60.000 en filas interminables de carros y carrozas.

Los jinetes turcos se hallaban ya a las puertas. El gigantesco ejército acampó alrededor de Viena y comenzó a cañonear o a minar las murallas. Los vieneses se defendieron con todas sus fuerzas. Sabían qué se estaban jugando. Pero pasó un mes en que los turcos atacaban repetidamente la ciudad, mientras sus cargas abrían brechas cada vez más peligrosas en las murallas, y la ayuda seguía sin llegar. Lo más terrible fue la aparición de enfermedades infecciosas que se propagaron en la ciudad y que causaban más muertes que las balas de los turcos. También fue en aumento la escasez de alimentos, a pesar de que los soldados conseguían de vez en cuando, en salidas arriesgadas, llevar algún que otro buey a la ciudad. Al final, en Viena, se pagaban de 20 a 30 kreuzer por un gato, que era entonces muchísimo dinero para un asado tan poco apetecible. Cuando ya era casi imposible guardar las murallas, llegaron por fin los soldados imperiales en ayuda de la ciudad. ¡Cómo debieron de respirar los vieneses! Las tropas auxiliares no venían sólo de Austria y Alemania. El rey polaco Juan Sobieski, con quien el emperador había concluido anteriormente una alianza contra los turcos, se había declarado también dispuesto a colaborar en la lucha a cambio de grandes concesiones. No obstante, quería tener además el honor de ser el comandante en jefe, que también habría deseado para sí el emperador, y en aquellas negociaciones se perdió un tiempo precioso. Pero, finalmente, el ejército imperial apareció sobre las colinas de los alrededores de Viena a las órdenes de Sobieski y avanzó contra los turcos, que huyeron después de violentos combates sin tener siquiera tiempo de levantar y llevarse el campamento, que pudo ser saqueado por los soldados imperiales. Estaba formado por 40.000 tiendas de campaña y era, por tanto, una auténtica ciudad en pequeño, con calles tiradas a cordel y de un aspecto muy suntuoso.

Los turcos se fueron retirando cada vez más. Si entonces hubieran llegado a triunfar y conquistar Viena, las consecuencias habrían sido tan malas como si los árabes mahometanos hubiesen vencido junto a Tours y Poitiers mil años antes, cuando los derrotó Carlos Martel.

En esta ocasión, las tropas imperiales no cesaron de perseguirles mientras las gentes de Sobieski regresaban a su país. Un destacado general francés a quien Luis XIV no quiso aceptar en su ejército por su presencia insignificante, el príncipe Eugenio de Saboya, llegó a convertirse en un caudillo famoso del ejército austriaco y realizó en los años siguientes una conquista tras otra en las tierras sometidas al dominio turco. El sultán se vio obligado a entregar toda Hungría, que pasó a manos de Austria. La corte del emperador en Viena había conseguido mucho poder y dinero, y en Austria se construyeron palacios suntuosos y muchos monasterios de gran belleza en un estilo nuevo y espléndido llamado barroco. El poder de los turcos fue disminuyendo, pues a sus espaldas apareció también un poderoso enemigo: Rusia.

Hasta ahora no hemos oído una palabra sobre Rusia. Era un extenso y agreste país boscoso, con inmensas estepas en el norte. Los terratenientes imperaban sobre los pobres campesinos con terrible crueldad; y el rey sobre los terratenientes con una crueldad aún mayor, si era posible. Un soberano ruso que reinó en torno al año 1580 se llamaba Iván el Terrible. Y con razón. Nerón fue benigno en comparación con él. Los rusos no se preocupaban gran cosa por Europa y por todo cuanto ocurría en ella. Tenían bastante con pelear entre sí y matarse unos a otros. Eran cristianos, pero no estaban sometidos al papa, sino al obispo o patriarca de la iglesia del imperio romano oriental de Constantinopla. Por eso tenían pocas relaciones con Occidente.

Entonces, en 1689 (es decir, seis años después del sitio de Viena por los turcos) subió al trono un nuevo soberano. Se llamaba Pedro; Pedro el Grande. No era menos feroz y cruel que sus predecesores: le gustaba beber tanto como a ellos y le agradaban por igual los actos violentos. Pero se le había metido en la cabeza la idea de hacer de su reino un Estado como los occidentales, Francia, Inglaterra o el imperio alemán. Sabía qué necesitaba: dinero, comercio y ciudades. Y quería enterarse de cómo los habían conseguido los demás países, así que viajó para conocerlos. En Holanda vio las grandes ciudades portuarias con sus enormes barcos que navegaban hasta la India y América a fin de practicar el comercio. Quiso tener también barcos como aquellos y aprender a construirlos. Para ello, sin pensárselo mucho, comenzó a trabajar como simple aprendiz de carpintero de ribera en el taller de un naviero holandés y dominó, realmente, su arte. Luego, regresó enseguida con una tropa de artesanos que debería construir los barcos.

Sólo le faltaba la ciudad portuaria. Y ordenó construirla. Una ciudad a orillas del mar, exactamente igual que las que había visto en Holanda. Pero allí junto al mar, en el norte de Rusia, sólo había marismas desoladas. Además, aquellas tierras pertenecían en realidad a Suecia, con la que Pedro el Grande estaba en guerra. Pero todo aquello le resultaba indiferente. Se reunió a los campesinos de los alrededores en muchos kilómetros a la redonda para que secaran las marismas y clavaran estacas en el suelo. Pedro puso a trabajar allí a 80.000 operarios y pronto surgió una ciudad portuaria a la que dio el nombre de San Petersburgo. A continuación, los rusos tuvieron que convertirse en auténticos europeos. Ya no les estaba permitido ir con largas cabelleras, una gran barba, sus trajes locales y largos chaquetones; tenían que vestirse como los franceses o alemanes. Pedro el Grande mandó azotar y ejecutar a quien no le gustara o a quien dijera algo contra sus innovaciones. Incluso a su propio hijo. No era un señor bondadoso, pero consiguió lo que quería. Es cierto que los rusos no se hicieron europeos tan deprisa, pero desde entonces Rusia intervino en el sangriento juego por el poder en Europa.

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