Read Breve historia del mundo Online
Authors: Ernst H. Gombrich
Así, los romanos se vieron obligados a apostar guarniciones en la frontera de manera permanente para vigilar el imperio. A orillas del Rin y del Danubio se instalaron tropas de todos los rincones del mundo. En las cercanías de Viena tenían su campamento soldados egipcios que construyeron allí, junto al Danubio, un santuario para la diosa egipcia Isis. Es la actual ciudad de Ybbs, en cuyo nombre perdura todavía el de Isis. En otros casos, las tropas fronterizas veneraban igualmente a toda clase de dioses de orígenes lejanos: al dios persa Mitra y, pronto también, al dios único e invisible de los cristianos. La vida en aquellas remotas fortificaciones fronterizas no era muy diferente de la de Roma. En las actuales ciudades de Colonia, Tréveris, Augsburgo y Ratisbona (Alemania), Saizburgo y Viena (Austria), Arles (Francia) o Bath (Inglaterra) había teatros y baños, villas para los funcionarios y cuarteles para los soldados. Los soldados más viejos compraban gustosos tierras en los alrededores, se casaban con mujeres indígenas y se asentaban junto al campamento. De ese modo, la población de las provincias romanas se habituó poco a poco a la manera de ser de los romanos. Pero los pueblos al otro lado del Danubio y del Rin se mostraban cada vez más inquietos. Los emperadores romanos pasaban más tiempo en los campamentos de la frontera que en sus palacios de Roma. Entre ellos hubo individuos extraordinarios como el emperador Trajano, que vivió cien años después del nacimiento de Cristo. La gente siguió contando durante mucho tiempo historias relativas a su rectitud y su clemencia.
Las tropas de Trajano pasaron el Danubio para entrar en las actuales Hungría y Rumania para convertir en provincias romanas aquellos territorios situados al otro lado de sus orillas y poder proteger así mejor el imperio. Esa comarca se llamaba entonces Dacia; y desde que se romanizó y sus habitantes hablaron latín, recibió el nombre de Rumania. Pero Trajano no se limitó a dirigir campañas de guerra, sino que hizo también adornar Roma con magníficas plazas. Para crear espacio para aquellas grandes plazas fue necesario desmontar colinas enteras; luego, un arquitecto griego construyó en ellas templos y centros comerciales, tribunales, pasajes con columnas y monumentos. Todavía se pueden ver sus ruinas en la actual Roma.
Los emperadores que sucedieron a Trajano se preocuparon así mismo por el imperio y defendieron sus fronteras. El emperador Marco Aurelio, que gobernó entre los años 161 y 180 d.C., residía constantemente en los campamentos a orillas del Danubio, en Carnuntum y Vindobona, llamada hoy Viena. Sin embargo, a Marco Aurelio no le gustaba en absoluto la guerra. Era una persona amable y silenciosa, cuyo mayor placer consistía en leer y escribir; era un filósofo. De él se nos ha conservado su diario, que redactaba sobre todo durante sus campañas de guerra. En él escribió casi exclusivamente acerca del dominio de uno mismo y la tolerancia, la resistencia al sufrimiento y los dolores y el heroísmo callado del pensador. Son pensamientos que le habrían agradado a Buda.
Pero Marco Aurelio no podía retirarse al bosque a meditar. Tenía que luchar en los alrededores de Viena contra las tribus germánicas, que en aquellos momentos se movían con especial intensidad. Se cuenta que los romanos llevaron consigo leones para azuzarlos contra los enemigos al otro lado del Danubio. Pero los germanos no habían visto nunca leones, por lo que tampoco les tenían miedo. Sencillamente, mataron a aquellos «grandes perros». Marco Aurelio murió en Vindobona durante estas guerras. Era el año 180 d.C.
Los siguientes emperadores pasaron aún más tiempo en la frontera, y menos en Roma. Eran auténticos soldados, elegidos por las tropas, depuestos a veces por ellas y, a veces también, asesinados por los mismos soldados. Muchos de esos emperadores no eran siquiera romanos, sino extranjeros, pues las legiones sólo estaban formadas por romanos en una proporción mínima. Casi no existían ya aquellos campesinos italianos que en otros tiempos habían conquistado el mundo como soldados, pues las granjas de labranza se habían convertido en gigantescas haciendas donde trabajaban esclavos de otros países. El ejército se componía igualmente de extranjeros. Ya hemos hablado de los egipcios a orillas del Danubio. No obstante, un contingente especialmente numeroso de soldados estaba compuesto por germanos que, como sabes, eran muy buenos guerreros. Estas tropas extranjeras del este y el oeste de aquel imperio inmenso, junto a las fronteras germánica y persa, en España, en Bretaña, en el norte de África, en Egipto, en Asia Menor y en Rumania elegían ahora emperadores a sus generales favoritos, que se peleaban por el poder y se hacían matar unos a otros como en tiempos de Mario y Sila. En los años posteriores al 200 d.C. reinó una terrible confusión y una tremenda miseria. En el imperio romano no había ya casi más que esclavos o soldados extranjeros que no se entendían entre sí. Los campesinos de las provincias no podían pagar ya los impuestos y se rebelaban contra los propietarios de las tierras. En aquella época de espantosa miseria en la que, además, el país era arrasado por pestes y bandidos, muchas personas encontraron consuelo en las enseñanzas de la buena nueva, el Evangelio. Los libres y esclavos que se convertían al cristianismo y se negaban a ofrecer sacrificios al emperador eran cada vez más numerosos.
Cuando los apuros del imperio romano habían llegado al máximo, tomó el poder el hijo de unos padres muy pobres. Era el emperador Diocleciano, que consiguió el poder el año 284 d.C. Diocleciano intentó reconstruir todo aquel Estado en ruinas. Fijó unos precios máximos para todos los alimentos, debido a la hambruna general, y se dio cuenta de que el imperio no podía gobernarse ya desde un solo lugar. Declaró, pues, nuevas capitales a cuatro ciudades del país y colocó en ellas a cuatro coemperadores. Para dar nuevamente dignidad y respeto a la institución imperial, impuso un ceremonial cortesano riguroso y unos ropajes suntuosos y con bellos bordados para la corte y los funcionarios. Como es natural, insistió con particular severidad en los sacrificios al emperador y persiguió, por tanto, a los cristianos de todo el país con especial dureza. Fue la última y peor persecución. Al cabo de más de 20 años de gobierno, Diocleciano renunció al imperio y se retiró cansado y enfermo a un palacio de Dalmacia como persona particular. Allí tuvo que ver todavía la irracionalidad de su lucha contra el cristianismo.
En efecto, su sucesor en el gobierno, el emperador Constantino, puso fin a aquella lucha. Se cuenta que, antes de entrar en combate contra Majencio, uno de los anteriores coemperadores de Diocleciano, vio en sueños la cruz y oyó estas palabras: «Con este signo vencerás». Tras haber vencido, decidió, en el año 313, que no se debía perseguir más al cristianismo. Él, no obstante, siguió siendo pagano aún por mucho tiempo y sólo se bautizó poco antes de morir. Constantino no gobernó ya desde Roma. En aquel tiempo el imperio estaba amenazado sobre todo por el este, precisamente por los persas, que habían vuelto a ser de nuevo poderosos. Constantino eligió, por tanto, como sede de gobierno la antigua colonia griega de Bizancio, a orillas del mar Negro. Desde entonces se llama, por su nombre, la Ciudad de Constantino: Constantinopla.
Algo más tarde, a partir del año 395 d.C., ya no hubo sólo en el imperio romano dos capitales sino dos Estados. El imperio romano occidental, donde se hablaba latín, con Italia, las Galias, Bretaña, España y el norte de África; y el imperio romano oriental, donde se hablaba griego, con Egipto, Palestina, Asia Menor, Grecia y Macedonia. A partir del 380 d.C., el cristianismo fue en ambos Estados la religión oficial. Eso significaba que obispos y arzobispos eran altos dignatarios, con gran influencia también sobre el Estado. Los cristianos no se reunían ya en subterráneos, sino en iglesias suntuosas y adornadas con columnas; y la cruz, el signo de la liberación del sufrimiento, marchó delante de las legiones como insignia de guerra.
¿Has visto alguna vez formarse una tormenta en un día caluroso de verano? Es un fenómeno grandioso, sobre todo en las montañas. Al principio no se observa nada, pero el propio cansancio nos hace sentir que algo flota en el aire. Luego, se oye tronar por aquí y por allá. No se sabe con seguridad de dónde llegan los truenos. A continuación, las montañas parecen de pronto misteriosamente próximas. No se mueve un soplo de aire y, sin embargo, las nubes ascienden apelotonadas. Las montañas desaparecen casi tras un muro de vaho. Las nubes se acercan desde todas partes, pero no se nota ningún viento. Los truenos aumentan. Todo presenta un aspecto amenazador y fantasmal. La espera se prolonga. De pronto, todo se desata. Al principio es como una liberación. La tormenta desciende al valle con relámpagos y crujidos por todas partes. La lluvia golpetea con gotas gruesas y pesadas. La tormenta ha comenzado en alguna estrecha hondonada del valle. El eco de las paredes rocosas hace que retumben los truenos. El viento llega de todos lados. Cuando todo haya pasado y caiga por fin la noche tranquila y estrellada, te resultará difícil explicar de dónde salieron todas aquellas nubes de tormenta y qué trueno correspondía a cada rayo.
Algo muy parecido ocurrió con la época de la que voy a hablarte ahora. En aquel tiempo estalló la tormenta que hizo añicos el imperio mundial romano. Se habían oído ya truenos; eran las migraciones de los germanos hacia la frontera, la invasión de cimbrios y teutones, las guerras que Julio César, Augusto, Trajano, Marco Aurelio y muchos otros debieron emprender contra las tribus germánicas para impedirles penetrar en el imperio.
Pero entonces llegó la tormenta. Comenzó muy a lo lejos, casi junto a la muralla que había levantado en otros tiempos el emperador Qin Shi Huangdi, el enemigo de la historia. Como las hordas asiáticas de jinetes de la estepa no podían saquear ya China, se dirigieron hacia el oeste para buscar allí sus presas. Eran los hunos. Nunca se habían visto en Occidente aquellos pueblos, aquellos hombres pequeños y amarillos, de ojos rasgados y espantosas cicatrices en el rostro. Eran verdaderos centauros, pues casi nunca desmontaban de sus pequeños y veloces caballos; llegaban incluso a dormir sobre ellos, trataban sus asuntos a caballo, comían a caballo y ablandaban la carne cruda que comían colocándola bajo la silla de montar. Atacaban en medio de un griterío terrorífico a galope tendido y disparaban auténticas nubes de flechas contra sus enemigos; luego, daban media vuelta y se alejaban zumbando, como si quisieran huir. Si alguien les seguía, se volvían en la silla y disparaban sus flechas contra sus perseguidores. Eran más ágiles, astutos y sedientos de sangre que todos los demás pueblos vistos anteriormente. Llegaron a llevarse por delante incluso a los valientes germanos.
Una tribu de estos germanos, los visigodos, quiso ponerse a salvo en la seguridad del imperio romano, donde se les acogió. Pero pronto comenzaron las luchas contra los anfitriones. Los visigodos llegaron a Atenas y la saquearon, se presentaron ante Constantinopla y, finalmente, todo el pueblo se puso en movimiento y, bajo su rey Alarico, marchó a Italia en el año 410 d.C.; y, tras la muerte de Alarico, a España, donde se quedó. Para protegerse de sus ejércitos, los romanos habían tenido que retirar muchos soldados de las fortalezas fronterizas de las Galias y Bretaña, del Rin y del Danubio. Entonces, las numerosas tribus germánicas, que habían estado esperando durante siglos ese momento, comenzaron a penetrar por la fuerza.
Se trataba en parte de pueblos con nombres que puedes encontrar actualmente en el mapa de Alemania: suabos, francones o alamanes. Todos pasaban el Rin con sus rechinantes carros de bueyes, con mujeres y niños y con sus pertenencias; luchaban y vencían. Cuando eran derrotados, aparecían detrás de ellos nuevos pueblos que triunfaban a su vez. No importaba que murieran a millares, pues les seguían decenas de miles. Aquella época se conoce con la expresión de migraciones de los pueblos, o invasiones de los bárbaros. Es la tormenta que agitó y destruyó el imperio romano, pues las tribus germánicas no se quedaron tampoco en Francia y España. Los vándalos marcharon hasta la antigua Cartago atravesando Italia y Sicilia. Allí fundaron un Estado de piratas y marcharon en sus barcos contra las ciudades costeras, que conquistaron y redujeron a cenizas. Todavía hoy se habla de vandalismo, aunque los vándalos no fueron en realidad peores que otros muchos.
Pero entonces llegaron los hunos, que eran todavía más perniciosos. Tenían un nuevo rey, Atila, que accedió al gobierno el año 444 d.C. ¿Te acuerdas de quién llegó al poder en el 444 a.C.? Pericles, en Atenas. Fue la época más hermosa. Atila era, realmente, lo contrario de Pericles en todo. De él se decía que donde pisaba no volvía a crecer la hierba, pues sus hordas quemaban y asolaban todo. Pero, a pesar del oro y la plata y los objetos preciosos saqueados por los hunos y de los fastuosos adornos con que se engalanaban sus magnates, Atila siguió llevando una vida sencilla; comía en platos de madera y vivía en una simple tienda. No disfrutaba con el oro y la plata. Sólo le agradaba el poder. Se dice que nunca rió. Era un soberano terrible. Había conquistado medio mundo. Todos los pueblos con los que no acabó, se vieron obligados a ir a la guerra con él. Su ejército era inmenso. Formaban parte de él muchos germanos, sobre todo ostrogodos (los visigodos habían recalado ya en España). Desde su campamento en Hungría, Atila envió un emisario al emperador romano occidental con este mensaje: «Atila, mi señor y el tuyo, te comunica que debes darle la mitad de tu reino, y a tu hija por esposa». Al negarse el emperador, Atila se puso en marcha con su imponente ejército para castigarlo y coger lo que se le había negado. En el año 451 d.C. se entabló una gran batalla en los Campos Cataláunicos, en las Galias. Se habían congregado todos los ejércitos del imperio romano, incluidas las tropas germánicas, para luchar unidos contra la turba salvaje de Atila. La batalla tuvo un resultado incierto y Atila se dirigió contra Roma. Todo el mundo estaba atemorizado y aterrado. Los hunos se hallaban cada vez más cerca. Nada podía lograrse por la fuerza militar.
Entonces, el obispo cristiano de Roma salió a su encuentro acompañado de sacerdotes y estandartes eclesiásticos. Era el papa León, llamado el Grande. Todos creían que los hunos los masacrarían sin contemplaciones. Pero Atila accedió a dar media vuelta. Se retiró de Italia, y Roma, por esta vez, quedó a salvo. Poco después moría Atila, el año 453 d.C., el día de su boda con una princesa germánica.