Breve Historia De La Incompetencia Militar (14 page)

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Authors: Edward Strosser & Michael Prince

BOOK: Breve Historia De La Incompetencia Militar
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El 5 de abril de 1879, Chile declaró la guerra a Bolivia y Perú.

¿Qué sucedió?: Operación «Tormenta de excrementos»

Las regiones del guano eran algunas de las zonas más secas y más duras de la Tierra. Nadie vivía allí permanentemente, de modo que la región prácticamente no contaba con carreteras y las que existían iban directamente de las minas a la costa.

Sin ninguna ruta norte-sur, quien controlase las rutas marítimas tendría la capacidad de trasladar tropas a voluntad y, por tanto, podría ganar con facilidad la guerra.

Aunque la población de Chile fuese la mitad de la de Perú y Bolivia juntas, su fuerza militar era más poderosa. Su ejército regular contaba con 3.000 hombres, armados con dieciséis nuevas piezas de artillería, algunas metralletas y rifles de repetición. También tenía 18.000 hombres de la guardia nacional provistos con mosquetes de la época de la guerra civil de Estados Unidos. La armada presumía precisamente de dos acorazados, el Cochrane y Blanco Encalada, que poseían el arsenal y la fuerza para dominar a la armada peruana. Sin embargo, los soldados estaban mal pagados y el ejército iba escaso de personal médico. Además, los altos oficiales, tanto del ejército como de la armada, habían sido designados políticamente y carecían de experiencia militar. Aun así, según los estándares de Sudamérica, Chile se alzaba como una importante potencia.

No obstante, el presidente Pinto de Chile se enfrentaba a un problema aún mayor. Sus principales generales también resultaban ser los líderes del partido político de la oposición; una rotunda victoria en el campo de batalla podría catapultar a cualquiera de ellos hasta su cargo. Pero una derrota también caería sobre la cabeza de Pinto, apartándolo también del cargo.

Era una situación en la que no podía ganar. Inteligentemente, Pinto solucionó el problema nombrando «coordinador» de guerra a Rafael Sotomayor: su cometido era supervisar a los altos cargos en servicio, robándoles la gloria en caso de victoria o culpándoles de la derrota.

Tanto el ejército de Perú como el de Bolivia, fieles reflejos de la economía de su país, eran un desastre. El ejército permanente de Perú, de 5.000 hombres, estaba equipado sin orden ni concierto con un batiburrillo de armas. Tal como era apropiado en una dictadura más preocupada por la lucha interna que por defender sus fronteras, los regimientos estaban estacionados cerca de las principales ciudades, listos para acudir al rescate en cualquier acción golpista.

La armada de Perú contaba con dos acorazados de fabricación inglesa. Aunque eran navíos sólidos, palidecían en comparación con los dos navíos chilenos. Lo que era aún más problemático para los peruanos era que sus barcos habían sido hasta entonces tripulados principalmente por chilenos. Cuando empezó la guerra, expulsaron a aquellos marinos y dejaron a los barcos con poco personal, integrado por peruanos poco entrenados.

La preparación boliviana para un estado de guerra aún era peor. A pesar de tener aún línea costera, el país carecía de flota. Su ejército estaba un poco mejor: constaba de algo más de 2.000 hombres, adiestrados para derrocar a dictadores trasnochados en lugar de para enfrentarse a soldados bien armados en el campo de batalla. Las mejores tropas eran probablemente el regimiento de la guardia de palacio, los «colorados» (de donde procedía el presidente Daza), que alcanzaban un número de 600 experimentados golpistas armados con modernos rifles de repetición. Además, la alta jefatura del ejército estaba tan sobrecargada que era un milagro que el cuerpo no se cayese: de los 2.000 soldados, más de 600 eran oficiales, y la mayoría habían sido ascendidos por lealtad política. Iniciando una secuencia de ridículos errores al inicio de la guerra, Bolivia les prometió a sus aliados peruanos que conseguiría un ejército de 12.000 soldados, una cifra que incluso un observador casual habría calificado de imposible.

Aun así, en La Paz, capital de Bolivia, la fiebre de la guerra subió tan alto como los Andes. Unos cuatro mil voluntarios, algunos procedentes de las mejores familias bolivianas, formaron nuevos regimientos espléndidamente financiados, vestidos con pantalones blancos y chaquetas de varios colores que representaban a su regimiento elegantemente organizado. La escasez de armas no empañó su entusiasmo por lo que todo el mundo predecía que sería una guerra breve y victoriosa, pródiga en glorias. Para la «Jet set» de La Paz, la guerra iba a ser una gran fiesta.

Para empezar con la parte terrestre de la guerra, una fuerza de chilenos se había trasladado hacia la minúscula ciudad boliviana de Calama. La ciudad estaba defendida por unos 135 ciudadanos y algunos soldados, todos armados con rifles viejos y casi inservibles. El 22 de marzo, los chilenos avanzaron a través del río, se adentraron en la ciudad y dispersaron a los defensores. Se quedó un solo resistente, un civil llamado Eduardo Abaroa. Rodeado, disparó con sus dos rifles al enemigo. Los chilenos le pidieron que se rindiese. El rechazó la oferta declarando: «Que se rinda tu abuela, carajo», y los chilenos le mataron a tiros. Después de ese desafío, generaciones de niños bolivianos repetirían la firme declaración de honor de Eduardo Abaroa, al que se dedicó una estatua de bronce que se alza prominentemente en La Paz. Bolivia había establecido su estilo de guerra: la derrota seguida de martirio.

A mediados de abril, Daza pasó revista a su ejército pobremente equipado, sin preparación y que aún no había sido sometido a prueba, y lo declaró enseguida apto para acabar con los chilenos. Hizo desfilar a su ejército ante los efusivos ciudadanos de La Paz, dio media vuelta a la izquierda y salió de la ciudad camino a la costa, a cuatrocientos kilómetros de distancia.

Los líderes chilenos enseguida se dieron cuenta de que, en la región, un movimiento de tropas a gran escala sólo podía hacerse por mar. Avanzar por el desierto, desprovisto de carreteras, sería demasiado duro, y abastecer allí al ejército era un auténtico desafío, porque dependía completamente del control de la zona costera. Sotomayor ordenó al contralmirante de la marina Juan Williams Rebolledo que atacase la armada peruana. Pero el almirante, falto de empuje, se negó a atacar a sabiendas de que la flota peruana era un blanco fácil: sus dos acorazados estaban en dique seco en Callao, cientos de kilómetros al norte, con sus calderas desmanteladas.

En lugar de atacar a su enemigo indefenso, el almirante Williams estableció un bloqueo en el puerto peruano de Iquique, en el núcleo del territorio del guano donde se estaba reuniendo el ejército peruano. Su estrategia era aplastar económicamente a los peruanos impidiendo que su guano saliese del país, obligándoles así a salir y luchar sin la protección de sus rifles desde la costa, o a ver como su ejército se debilitaba.

El almirante Williams, después de demorarse demasiado, de pronto decidió navegar hacia el norte y atacar Callao. Su infalible plan, sin embargo, hizo aguas por todas partes. Williams se cruzó casualmente con un barco de pesca italiano que le informó de que los dos acorazados peruanos, su presa, habían zarpado del puerto hacía cuatro días. Sin saberlo, las dos flotas se habían cruzado en el mar en direcciones opuestas. El enemigo había hecho lo que él había planeado, pero Williams ni siquiera se había enterado. Y, lo que era aún peor, los acorazados peruanos abrieron brechas en los dos viejos navíos que Williams había apostado fuera de Iquique. El almirante chileno dio media vuelta y acudió apresuradamente en su ayuda.

Pero llegó demasiado tarde. El 21 de mayo, el almirante peruano Grau atacó con agresividad a los dos viejos navíos chilenos. Después de que sus inexpertos marinos disparasen inútilmente, Grau decidió embestir el barco de madera chileno Esmeralda con su acorazado Huáscar. Sabiendo que su barco estaba condenado, el comandante chileno, el capitán Arturo Prat, dio la orden de abordar al enemigo, pero entre el barullo sólo le siguió un soldado. Los marinos peruanos les abatieron en segundos. Después de que fracasase una segunda embestida, otro grupo de chilenos saltó al abordaje a la cubierta del Huáscar y sufrió el mismo destino. Finalmente, una tercera embestida acabó mandando el barco chileno al fondo del mar.

El otro cañonero peruano, el Independencia, persiguió al pequeño navío chileno, el Covadonga, cuyo calado poco profundo le permitía avanzar pegado a la costa. El Independencia siguió implacablemente a su presa, ajeno a los peligros que le acechaban bajo las aguas. De pronto, el barco chocó con una gran roca y el casco se resquebrajó irremediablemente: el golpe había sido mortal. Hasta entonces, al disponer de sus dos acorazados, Grau había albergado la esperanza de que podría derrotar a los chilenos o al menos amenazar su dominio naval lo suficiente para mantener sus tropas en el puerto. Pero entonces, al contar con sólo un navío, el Huáscar; sus esperanzas desaparecieron entre las invisibles rocas del fondo del Pacífico. La guerra ya casi había terminado para Perú y Bolivia. Todo el mundo lo sabía excepto ellos.

El desastre espoleó aún más la furia del almirante Grau. Atacó la costa de arriba abajo con el único acorazado que le quedaba. El pueblo chileno se indignó ante el giro que tomaron los acontecimientos. El almirante Williams fue despedido y todo el gabinete dimitió. Increíblemente, Perú parecía estar ganando la guerra, pero no era más que una ilusión. Chile, con su nueva región rica en nitrato a buen recaudo, se aprovisionó con armas europeas.

Finalmente, el 8 de octubre los chilenos alcanzaron a Grau. El acorazado chileno Cochrane tuvo un encontronazo con el Huáscar y le disparó un proyectil directamente al puente de mando: Grau murió. Los chilenos remolcaron el Huáscar hasta Valparaíso como botín. En aquel momento ya casi habían ganado la guerra. Casi. Pero los bolivianos y los peruanos aún no lo sabían.

Durante el mes siguiente, los chilenos agruparon toda su fuerza de invasión para asestar el golpe final. Sin embargo, la invasión del 2 de noviembre no salió como se había planeado. Los chilenos llegaron al despuntar el día y, al parecer, el capitán al mando de los desembarcos estaba bebido. Por fortuna, iban a enfrentarse a soldados bolivianos, muchos de los cuales huyeron aparentemente liderados por sus generales; la victoria estaba pues asegurada.

Los ineptos aliados planearon un contraataque con dos fuerzas principales. El dictador boliviano Daza y 2.400 hombres entre los que estaba su valorado batallón de colorados se prepararon para entrar en acción después de meses de preparación.

El 10 de noviembre, Daza, naturalmente sin previsión ni coherencia alguna, emprendió una marcha por el desierto en dirección sur para unir sus fuerzas con las del general Juan Buendía y sus peruanos. No se molestó en comprobar las raciones y planificó el avance durante las horas diurnas más calurosas. En lugar de comida y agua, Daza dio a sus tropas efectivo: debía de creer que iban a encontrarse con algunas docenas de bodegas bien aprovisionadas por el camino. Al cabo de cuatro días de marcha brutal, Daza se detuvo en el río Camarones; sólo había llegado a medio camino de su objetivo. El diez por ciento de sus tropas ya habían desertado por el camino. De pronto, Daza fue presa del pánico. Se dio cuenta de que corría el enorme riesgo de perder el apoyo de sus colorados con su estúpida incursión en el desierto y cabía la posibilidad de que las tropas que él mismo había armado para la guerra se usasen en su contra cuando regresasen a casa. Para él era más importante defender su poder que cualquier zona costera. Sin siquiera haber encontrado la ubicación de sus aliados, ni tampoco la del enemigo, dio media vuelta y volvió sobre sus pasos. Daza se dio cuenta de que realmente no merecía la pena morir por aquella lucha y se convirtió en un
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de su propia guerra. Los bolivianos le honraron con el apodo de «El héroe de los camarones».

El general Buendía, con un ejército de 9.000 hombres integrado por bolivianos y peruanos, se negó en cambio a abandonar. Los chilenos avanzaron hacia el interior con 7.000 soldados y esperaron a Buendía. La incompetencia de los aliados seguía persistiendo. Los chilenos enviaron refuerzos por ferrocarril delante de las narices de los aliados; la columna de Buendía se detuvo en los apestosos campos de nitrato a la vista del enemigo, en pleno día, bajo un sol de justicia.

El 19 de noviembre, ambos contendientes esperaron a que el otro empezase la batalla. Pero algunos soldados peruanos y bolivianos sedientos querían ir a buscar agua en el pozo que estaba justo bajo el fuego chileno y de pronto decidieron atacar sin que les hubiesen dado la orden. Al alarmado Buendía no le quedó más elección que ordenar un avance general. La artillería chilena repelió el ataque. Intuyendo que estarían más seguros en la retaguardia, la caballería aliada se alejó del campo de batalla, seguida por la mayor parte de la infantería boliviana.

Una niebla envolvente, típica de la zona, descendió sobre el ejército aliado dificultando su huida de los chilenos. Su líder no se había molestado en traer un mapa de la zona, ni tampoco una brújula, negándole así a su ejército la posibilidad de abandonar el campo de batalla de forma ordenada. Cuando salió el sol a la mañana siguiente, las desventuradas tropas aliadas descubrieron que aún estaban a la vista del enemigo en las colinas de San Francisco: simplemente habían avanzado en círculos. Ahora que podían ver lo que tenían alrededor, los soldados escaparon por fin como pudieron de los chilenos. Los soldados del ejército de Buendía que se quedaron llegaron tambaleándose, muertos de sed, a la provincia peruana de Tarapacá el 22 de noviembre. Los chilenos, que sí llevaban mapa, les seguían de cerca desde una distancia segura.

Incapaces de defenderse, los peruanos abandonaron el puerto de Iquique al día siguiente. Habían perdido ya el último puerto de guano que les quedaba y, con él, la posibilidad de vender su única exportación de valor. Los aliados se reagruparon en Tarapacá. Los chilenos, creyendo que los soldados estaban desmoralizados y listos para ser rematados, iniciaron un ataque, pero los aliados los superaban en número de dos a uno. Cada ofensiva chilena era repelida. La lucha acabó por la tarde, cuando el calor era ya insoportable y los niveles de agua de las cantimploras estaban prácticamente a cero. Aquel día murieron unos 500 chilenos. Aunque reanudaron su retirada, los aliados probaron el sabor de la victoria por primera… y por última vez.

La pérdida de todas las zonas de guano convulsionó a ambos países perdedores. Incluso antes de la pérdida, el presidente Prado había olido la derrota en el aire. Entregó el mando del ejército peruano al vicealmirante Lizardo Montero y escapó a Lima para «organizar» el esfuerzo de guerra. Sin embargo, una vez allí, los disturbios causados por el desastroso estado de la guerra le atraparon en el palacio presidencial. El 18 de diciembre resolvió cómo arreglar los problemas: despedir a su gabinete, llevarse una parte del oro del gobierno, dar un beso de despedida a su familia e irse volando a Europa para «comprar más armas». En una carta a Daza, Prado dijo que se marchaba por el bien de su país, aunque condenasen su reputación personal. Tenía razón, su reputación resultó vapuleada.

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