Un ramalazo de bochorno me enrojeció la cara. Apreté los dientes hasta hacerlos crujir. Tuve el presentimiento de que estaba desperdiciando una ocasión crucial de mi vida. Llevé aparte a Silvio.
—Amigo —murmuré al oído del astrólogo—, he mudado de parecer. Hay que terminar con el traidor.
—Ya lo he previsto —me respondió el fabricante de brujerías, y me humilló comprobar que los demás adoptaban por su cuenta, temerariamente, las resoluciones que me incumbían y que postergaba mi flojo titubeo.
Los caballitos ponían distancia, al galope. El polvo palpitaba sobre ellos como un palio irisado. Maerbale, delicado insecto de plata, nos saludó, sacudiendo los élitros, las antenas multicolores. Atravesada en el lomo de un mulo, conducían su armadura, como un héroe muerto. El administrador me preguntó, creyendo adularme, justamente lo que no debía:
—¿Cuándo partirá Su Excelencia a la campaña? Por aquí se susurra que intervendrá en el asedio florentino, a favor de los Médicis.
El frío de mis ojos heló sus palabras. Ese hombre, ese imbécil, no me servía. Habría que echarlo a la primera oportunidad.
Juan Bautista Martelli estaba a mi lado, rozando el mío con su abandonado cuerpo. La transpiración le pegaba sobre la frente un mechón rubio. Lo oí jadear como si se sofocase y me estremeció el apremio de desahogarme en seguida de mi vejación, para no estallar, para no correr a la habitación de mi abuela, arrastrando el fardo de mi giba, con mis eternas lamentaciones, con el impúdico exhibir de mi incapacidad descorazonada. Lo tomé de un brazo.
—Vamos —le dije.
Y lo empujé hacia mi aposento, mientras que en los meandros del valle aparecían y desaparecían las banderas, serpenteando, como si jugaran, como si se mofaran.
La partida de Maerbale aflojó la tensión que apretaba a Bomarzo. Continué mi correspondencia con Julia, como si nada hubiera pasado, y hasta pensé conseguir, por una ficción de autoengaño, relegar la carta suya a Maerbale a la condición de las vagas pesadillas. Deseaba ardientemente engañarme, porque necesitaba dolorosamente que me amaran —mucho más que amar yo mismo— y por eso fui apartando la carta de mi memoria, desfigurándola, reduciéndola todavía más dentro de su corta estructura hasta obtener, si no que se evaporara, por lo menos que se convirtiera en algo informe, impreciso, cuya inocuidad procedía de que, al evitar recordarla, actuaba como si no hubiera existido. Pero había existido y me acechaba, y de repente, cuando descuidaba la defensa, creyendo haberla destruido, la carta saltaba ante mis ojos, flamígera, y su visión volvía a agitarme.
Buscando distracción de esas inquietudes, me dediqué a vigilar la administración de mis tierras. Revisé las cuentas de Messer Bernardino Niccoloni, tarea que repugnaba a mi prejuicio de que los príncipes debían abstenerse de faenas propias de comerciantes, y comprobé que el intendente me robaba. Presentábase, pues, la ocasión de despedirlo, pero mi incertidumbre fluctuante obró como otras veces, cuando se trataba de adoptar una medida radical, y me circunscribí a amonestarlo y a señalarle, con imperioso desprecio, que los ojos del amo estaban fijos en él. Messer Bernardino era astuto y sabía manejar los argumentos y las cifras; desde entonces procedió con más cuidado, ciñendo sus ambiciones.
Su mujer me obligó, inesperadamente, a acordar una resolución salomónica. Era una hembra seca, refunfuñadora, bastante sucia, que sólo entibiaba sus arideces con una pasión: la de los gatos desamparados. De noche, cuando los perros aullaban en la cárcel de los patios y las huertas y en la lontananza campesina, la grey gatuna invadía con sus felpas y sus esmeraldas la soledad de Bomarzo. A menudo los había visto yo, tardío paseante, ambular por las callejas, erizarse en los umbrales, decorar las tapias con sagradas esculturas de basalto como si transformaran la aldea en un pueblo oriental en el que nadie hubiera osado tocar a los animales divinos. Maullaban de hambre y de amor, y sus gritos herían el aire. Algunos vecinos, desvelados, abrían las puertas con estrépito para ahuyentarlos. Entonces —fui testigo de ello en varias ocasiones— dos súcubos murmurantes aparecían en los opuestos extremos de la calle empinada a cuyos lados se apretaba la población y sobre la cual se desplomaba, colosal, la sombra del castillo. La mujer de Messer Bernardino y la mujer de uno de los dos bufones de mi abuela cumplían sus ritos de protectoras de los gatos. La señora Niccoloni, alta y severa; la señora del bufón, gruesa y mimosa, rivalizaban en su afán por alimentar al ejército de felinos sin dueños. Con sendas canastas, la una descendía y ascendía la otra por la delgada calle, y los gatos, brincando fantásticamente, como poseídos, o enarcando los lomos y las colas, acudían a su encuentro como si flotaran en un río lunar. Por fin, al término de su respectivo avance, ambas samaritanas, escoltadas por sus correspondientes criaturas famélicas, vacíos ya los opulentos envases, topaban en el centro de la vía, y el concierto de maullidos era sustituido o ampliado por un torneo de palabras obscenas, con el cual las adversarias daban rienda suelta a los celos de su mecenazgo. Sé que la señora Niccoloni enloquecía a su marido para que obtuviera que mi abuela despachase al bufón a Roma, a fin de suprimir a su antagonista nocturna. Yo lo hubiera deseado también, aunque por distintas razones, pues me irritaba la presencia, en Bomarzo, de aquel enano anteojudo de pelo naranja, que si no tenía mi joroba, que le hubiera sido tan útil, actuaba como si la llevase. En toda gran casa italiana había bufones —no dos, como en la nuestra, sino muchos— y eso, que daba tono y era un índice de jerarquía, detuvo mi impulso de eliminarlos. Por lo demás temía que, al desterrarlos, la cosa se comentara en la corte papal, y que dijeran, haciendo una broma fácil, que en Bomarzo para bufón bastaba conmigo. Las quejas de los moradores, silenciadas primero por la circunstancia de que anduviera de por medio la esposa del intendente, crecieron y alcanzaron a mis oídos, con el reclamo de que, puesto que el administrador no se ocupaba de ello, siendo parte en el juicio, el propio duque pusiera coto al barullo. No me quedó más remedio que intervenir y escuchar a las litigantes. Fue algo grotesco, digno de Aristófanes. Mandé dibujar un plano de la calle disputada y en su centro mismo tracé, con pulso firme y tinta verde, la línea exacta que separaba las dos jurisdicciones nutricias. Después reinó la paz. Si los gatos cruzaban esa línea, las enemigas no debían llamarlos, so pena de perder sus monopolios. Los llamaban, claro está, con unas voces suavísimas, con ademanes cautelosos que imitaban, en su sigilo, los de los atigrados rebeldes. Alguna noche las espié desde una ventana, puesto de codos entre los gatos de mi abuela, príncipes blancos, Orsinis del gaterío, y las vi deslizarse con sus canastas, seguidas por sus adeptos. El pueblo declaró que el duque había dictaminado con perfecta equidad. Fue lo más sabio que logré en aquel tiempo, y si se compara con las simultáneas proezas que mi imaginación atribuía a Maerbale, se medirá la extensión de mi rabia. El duque de los gatos; eso era yo: el duque giboso de los gatos, con dos ministros, la mujer del intendente y la mujer del bufón.
Me entretuve de tanta mediocridad ordenando mis colecciones nacientes. Ayudado por Messer Pandolfo, que puntualizaba doquier la influencia de Virgilio, sin vacilar ante la evidencia anacrónica, y por Silvio de Narni, que interrumpía sus cálculos horoscópicos para adentrarse en las zonas de una arqueología improvisada, estudié la armadura que me había regalado mi abuela; los vasos, las urnas, el espejo, los peines y las figurillas de terracota halladas en las tumbas de Bomarzo; las medallas y los camafeos que en Roma había adquirido y que seguían enviándome los anticuarios excavadores. Era feliz entre esos objetos que me apartaban de la realidad. Mientras los alzaba y hacía girar entre los dedos, Porzia nos rondaba. Quizás, de ser cierta la presunción de que Silvio carecía de poderes mágicos, la muchacha se había enamorado de mi secretario sin ninguna intervención secreta, a pesar de su fealdad, y el espectáculo de aquel amor acentuaba mi melancolía, porque me mostraba que hasta él, sin gracia, sin dientes, era capaz de provocar el cariño de una mujer hermosa, en tanto que yo, que poseía cuanto me rodeaba, me movía entre las perplejidades de la inseguridad.
Con diversiones tan humildes ocupaba mis horas, como si nada más me interesase. Disfrazaba mi angustia tras la máscara de las preocupaciones económicas y artísticas, analizando impuestos y limpiando medallas, cuando en verdad no hacía más que aguardar dos cosas: las cartas de Julia y las noticias de Maerbale. Las primeras continuaron viniendo, espaciadas, incoloras; del segundo supe que guerreaba, junto a Valerio Orsini, en los muros de Florencia. En agosto, Baglioni fue dueño de la ciudad medicea, y la Señoría ordenó cesar el fuego; en diciembre murió Baglioni, el Judas, y se rompió su sueño de ser duque de esa misma Florencia que había traicionado; en cambio lo fue, como se preveía, Alejandro de Médicis, quien regresó al año siguiente al palacio de la via Larga, y nadie dudó ya de la paternidad de Clemente VII. Pero Maerbale seguía vivo, probablemente tramando contra mí, y las promesas que semana a semana me reiteraba Silvio, me dejaban indiferente. Mi hermano volvió a Venecia, con Valerio Orsini. Contaban que se había enriquecido, que su traje relampagueaba de piedras preciosas.
Por oposición a esa imagen y para marcar una índole austera que no existía, adopté la costumbre de vestirme de campesino, como Petrarca en Vaucluse, y de cultivar un huerto. Un solo perro y dos criados me acompañaban, como al poeta. Así como él se vanagloriaba del ejemplar de Homero que desde Grecia le habían mandado, pensé reducir mi orgullo a los objetos de hierro verdoso que desenterraba en las tumbas etruscas y que me hablaban de un pasado bello y extraño. Reanudé con Messer Pandolfo la traducción del poema de Lucrecio sobre la naturaleza, poco conocido entonces. Planeaba partir para Roma, harto de debatirme con hembras locas y de arrancar ortigas, cuando nos enteramos, por un mensajero de Orso, de que Maerbale había sido malherido en la Serenísima, al cruzar un puente. Días después aparecieron en Bomarzo el propio Orso y Mateo, con tres primos más: Arrigo el condottiero: León, destinado a ser en breve el miembro más acaudalado de nuestra casa, y Guido de la Corbara, hijo de una hermana de mi padre. Venían probablemente a cobrar el precio de su perfidia, pues a ningún otro podía achacarse el atentado. Algo me insinuó en ese sentido Silvio de Narni, y le grité que saldara con ellos lo que fuese, pero que les comunicara que si se atrevían a mentarlo delante de mí los haría arrojar del castillo. De cualquier modo, Maerbale no había muerto. Yacía, retorciéndose de dolor, en la pompa de un palacio de Venecia. Valerio cuidaba de él y lo visitaba el Aretino.
Mis parientes reanudaron las prácticas del tiempo de Girolamo, atronando con su bulla nuestros salones. Los dejé desfogarse. Me solicitaron que los autorizara a hacer venir algunas amigas, y accedí. Quería emborracharme y olvidar, olvidarme de mí mismo. Cuando llegaron las mujeres, Porzia, Silvio y Juan Bautista se sumaron a las fiestas que se alargaban del crepúsculo al amanecer. Un día, el conde de la Corbara me anunció que me reservaba una sorpresa, y esa tarde Pantasilea entró en el patio del castillo, riendo, rodeada de esclavos y de bultos. Las salas resonaron con los ladridos de su can maltés, y los gatos blancos huyeron a esconderse. Traían sus pavos reales en grandes cestos. Dispuse que los mataran inmediatamente y le regalé, en trueque, un collar de perlas. Los ahorcados pavones colgaron de un árbol, en el jardín, como dos de aquellos mantos de vívido tornasol que los mercaderes venecianos compraban a las caravanas del Extremo Oriente. Pantasilea lloró, besó las perlas lunares, me abrazó y me rogó que expulsara de la memoria los episodios que oscurecían nuestra amistad. Nada me importaba ya, de modo que no tuve inconveniente en prometer cuanto exigía. Me entregué tristemente al desenfreno. En Recanati había descubierto que mi padre se parecía a mí y ahora descubría que yo, en ciertos aspectos, me parecía a mi padre. Era como si, misteriosamente, nos mudáramos el uno en el otro. Lo mismo que antaño el cardenal Orsini, mi abuela se asomaba a veces, apoyada en dos bastones, a espiar nuestras orgías. Detrás se empinaban las cabezas curiosas de sus damas de honor. Suspiraba.
—¿Qué piensas hacer, Vicino? —me preguntó una mañana en que la encontré en el jardín.
—No lo sé.
—¿Piensas quedarte aquí siempre? ¿Y Julia?
Poco después despedí a mis primos y a Pantasilea. Decidí que Silvio y Juan Bautista me acompañaran hasta Venecia, donde Lorenzo Lotto pintaría mi retrato. Me hubiera sido fácil obtener que el artista, que se desplazaba constantemente y que sufría por la escasez de dinero, descendiera hasta Bomarzo, pero preferí emprender el viaje y alejarme de un sitio que, queriéndolo yo tanto, obraba ahora sobre mí como si me enervara, como si me royera por dentro con dientes muy sutiles. Además, en Venecia sabría cómo actuar definitivamente frente a Maerbale. Luego tendría que ocuparme de mi boda. La imagen de Julia Farnese volvió a resplandecer como un incensario balanceado. Paz y que me amaran: he ahí lo que yo pedía. Era mucho pedir. Era pedir todo. ¿Qué daría a cambio? Podía cambiar una sarta de perlas por unos pavos reales muertos, cuyos cadáveres mandé transportar a leguas de Bomarzo, para que los quemaran donde no nos alcanzaría su siniestro influjo, pero por el amor de Julia y por la calma que anhelaba mi espíritu, nada tenía que dar. Levanté mis manos hermosas, en la soledad de mi cámara, y las vi vacías y transparentes, débiles, inútiles.
Viajamos hasta Ancona a caballo; allí nos embarcaríamos para seguir a Venecia. El otoño doraba, herrumbraba los caminos. Galopábamos en una nube de polvo y de follajes esparcidos, despojados, crujientes, como si el viento nos barriera hacia el Adriático, con las hojas mustias. A lo largo de la ruta, en las posadas, improvisadores que rimaban con cualquier motivo me sacaron unas monedas, cantando las glorias de los Orsini, al informarse de que ante ellos se encontraba el duque de Bomarzo. Como no conocían exactamente esas proezas y embarullaban los personajes históricos con los fantásticos, echaban mano de los héroes griegos y de los paladines de los viejos romances para suplir su ignorancia. Los osos familiares aparecían constantemente en sus cadencias, guerreando, abalanzándose, resoplando, destruyendo enemigos, inseparables de mis antecesores como los dioses del Olimpo de los jefes homéricos. Aquellas presencias reconfortantes no apaciguaron el malestar que me acompañó desde la partida y que fue en aumento a medida que avanzábamos. En Ancona sentí fiebre y el cuerpo se me empezó a vetear de manchas sospechosas. Pensé que me había llegado el turno de sufrir el mal que inspiró la
Syphilidis
de Fracastoro y que roía a Pier Luigi Farnese, como a tantos pasionales sin freno, y temblé al recordar su cara lívida cubierta de tumores y de emplastos. Quizás yo se lo debiera a Pantasilea o a alguna de las amigas de mis primos. Numerosos aprendices de Esculapio me ofrecieron entonces sus servicios que rechacé prudentemente. Me haría atender en Venecia: los remedios podían ser más agresivos que el estrago.