Blasfemia (22 page)

Read Blasfemia Online

Authors: Douglas Preston

Tags: #Techno-thriller, ciencia ficción, Intriga

BOOK: Blasfemia
4.17Mb size Format: txt, pdf, ePub

Dolby se lo quedó mirando.

—Rae —dijo Hazelius—, si hay output, busca tú la señal por los detectores.

—De acuerdo.

Chen saltó de la consola y fue a otra terminal, donde empezó a pulsar teclas.

Los demás casi parecían paralizados de miedo. Ford vio que Edelstein había dejado finalmente el libro para observar con vago interés.

El duelo, mientras tanto, continuaba. Hazelius impedía que Dolby llegara hasta el panel eléctrico. «Igualmente», tecleó Kate.

La pantalla led de encima de la consola parpadeó y se puso negra. Después apareció una respuesta:

«Me alegro de hablar contigo.»

—¡Ha respondido! —exclamó Kate.

—¿Lo tienes, Rae? —vociferó Hazelius.

—Sí —dijo Chen, agitada—. Me sale una cadena en el flujo de salida. ¡Tenías razón! ¡Viene de un detector! ¡Ya lo tenemos! ¡Seguid!

«Yo también me alegro», tecleó Kate.

—Oye, ¿qué más le digo?

—Pregúntale quién es —dijo Hazelius.

«¿Quién eres?», tecleó Kate.

«A falta de una palabra mejor, Dios.»

Se oyó un bufido desdeñoso de Hazelius.

—¡Qué hackers tan poco originales!

«Si de verdad eres Dios —tecleó Kate—, demuéstralo.»

«No tenemos mucho tiempo para demostraciones.»

«Estoy pensando en un número del uno al diez. ¿Cuál es?»

«Estás pensando en el número trascendental e.»

Kate despegó los dedos del teclado y se apoyó en el respaldo.

—¿Qué tal, Rae? —le preguntó Hazelius a Chen.

—¡Lo estoy localizando! ¡Vosotros seguid tecleando!

Kate irguió los hombros y se inclinó para volver a escribir.

«Ahora estoy pensando en un número entre cero y uno.»

«La constante de Chaitin: Omega.»

Esta vez Kate se levantó de golpe, tapándose la boca.

—¿Qué pasa? —preguntó Ford.

—¡Seguid tecleando! —ordenó Chen, encorvada.

Kate, pálida y con la mano en la boca, se apartó de la máquina sacudiendo la cabeza.

—¿Por qué demonios nadie introduce nada? —bramó Chen.

Hazelius se volvió hacia Ford.

—Wyman, sustituye a Kate.

Ford se acercó al teclado.

«Si eres Dios… —¿Qué podía preguntar? Tecleó rápidamente—:

¿Cuál es el sentido de la vida?»

«Desconozco su sentido último.»

—¡Casi lo tengo! —exclamó Chen—. ¡Así, así! ¡Seguid!

«Pues menudo Dios —tecleó Ford—, si no sabes el sentido de la vida.»

«Si lo supiera, la vida no tendría sentido.»

«¿Cómo que no?»

«Si el final del universo estuviera presente en sus inicios, si no estuviéramos más que en pleno despliegue determinista de una serie de condiciones iniciales, el universo sería un ejercicio fútil.»

—Bueno —dijo Dolby en voz baja y amenazadora—, se te ha acabado el tiempo. Quiero recuperar el
Isabella
. —Ken, necesitamos más tiempo —pidió Hazelius. Dolby intentó esquivarle, pero el físico le cerró el paso. —Todavía no.

—¡Casi lo tengo! —vociferó Chen—. ¡Dadme un minuto más, por el amor de Dios!

—¡No! —gritó Dolby—. ¡Voy a bajar la potencia ahora mismo!

—Ni se te ocurra —amenazó Hazelius—. ¡Vamos, Wyman, escribe de una vez!

«Explícate», tecleó rápidamente Ford.

«¿Qué sentido tiene viajar si ya estás en tu destino? ¿De qué sirve hacer una pregunta si ya sabes la respuesta? Por eso el futuro está, y tiene que estar, profundamente oculto, incluso para Dios, De lo contrario la existencia no tendría sentido.»

«Eso es un argumento metafísico, no físico», tecleó Ford.

«El argumento físico es que ninguna parte del universo puede calcular las cosas más deprisa que el propio universo. El universo está “prediciendo el futuro" tan deprisa como puede.»

Dolby intentó pasar al lado de Hazelius, pero el físico se echó a un lado para impedírselo de nuevo.

—¡Haced que siga hablando, me falta muy poco! —gritó Chen, casi pegada al teclado, tecleando frenéticamente. «¿Qué es el universo? —escribió Ford, haciendo preguntas al azar—. ¿Quiénes somos? ¿Qué hacemos aquí?»

Dolby apartó a Hazelius por la fuerza. Hazelius recuperó inmediatamente el equilibrio y se lanzó hacia la espalda del ingeniero, apartándole de la consola con una fuerza increíble.

—¿Estás loco? —exclamó Dolby, intentando quitárselo de encima—. ¡Vas a estropear mi máquina!

Empezaron a pelearse. El físico, aunque menudo, se aferraba como un mono a la ancha espalda del ingeniero, hasta que ambos cayeron pesadamente al suelo, derribando la silla.

Todos los demás estaban paralizados, sin saber qué hacer.

—¡Maldito loco! —gritó Dolby, rodando por el suelo, pero sin lograr zafarse del pegajoso abrazo del físico.

La bomba lógica seguía enviando datos a la pantalla del visualizador.

«El universo es un cálculo enorme e irreductible que se encamina a un estado que no conozco ni puedo conocer. El sentido de la existencia es llegar a ese estado final, pero dicho estado es para mí un misterio; como debe ser, ya que ¿cuál sería el sentido de todo, si yo conociese la respuesta?»

—¡Suéltame! —exclamó Dolby.

—¡Que alguien me ayude! —pidió Hazelius—. ¡No le dejéis tocar el teclado!

«¿A qué te refieres con cálculo? —escribió Ford—. ¿Qué pasa, acaso estamos todos dentro de un ordenador?»

«Por cálculo me refiero a pensar. Toda la existencia, todo lo que ocurre (una hoja que cae, una ola en la playa, la caída de una estrella) no es nada más que yo pensando.»

—¡Ya lo tengo! —exclamó Chen, triunfante—. ¡Ya he…! ¡Un momento, un momento! ¡Pero bueno! ¿Ahora qué…?

«¿Qué estás pensando?», escribió Ford.

Finalmente Dolby se quitó a Hazelius de encima y se abalanzo hacia la consola.

—¡No! —gritó Hazelius—. ¡No la apagues! ¡Espera!

Dolby se quedó sentado, respirando con dificultad.

—Secuencia de desconexión iniciada.

El sonido musical que llenaba la sala se atenuó y la pantalla que Ford estaba mirando parpadeó, al mismo tiempo que se desvanecían las palabras. Ford apenas tuvo tiempo de entrever una forma muy extraña que se agitaba en la pantalla, antes de reducirse a un punto en el centro, que se oscureció.

Hazelius encogió los hombros, se alisó la ropa y se volvió hacia Chen.

La mirada de Chen era fija e inexpresiva. —¿Rae?

—Sí —dijo ella—, lo he encontrado.

—¿Y qué? ¿De qué procesador salía?

—De ninguno.

Se hizo el silencio.

—¿Cómo que de ninguno?

—Procedía de CCero mismo.

—¿Qué dices?

—Pues eso, que el output procedía directamente del agujero espacio temporal de CCero.

Ford buscó a Kate con la mirada, en un silencio atónito; la encontró al fondo del Puente, sola y muy quieta. Se acercó rápidamente y le dijo en voz baja: —Kate, ¿te encuentras bien?

—Lo ha sabido —susurró ella, extremadamente pálida—. Lo ha sabido.

Su mano buscó la de Ford y la apretó; estaba temblando.

27

Eddy salió de su caravana con la toalla al hombro y el kit de afeitar en la mano, y se quedó mirando las cajas de ropa pendiente de ordenar que habían llegado durante la semana. Después de la excursión de medianoche a la mesa, no había logrado conciliar el sueño, y se había pasado casi toda la madrugada en el ordenador, par-ticipando en chats cristianos.

Le dio un par de veces a la bomba, cogió un poco de agua fría con las manos y se la echó a la cara para despejarse. Notaba un zumbido en la cabeza, por falta de sueño.

Se puso espuma en la cara y se afeitó. Después aclaró la maquinilla y tiró el agua al suelo. Al ver cómo se filtraba por la arena, dejando manchas de espuma, se acordó bruscamente de la sangre de Lorenzo; pisoteó la tierra con una sensación de pánico. No era culpa suya, sino la voluntad de Dios. Y Dios nunca hacía nada sin un objetivo. Y esta vez, estaba relacionado con el proyecto
Isabella
y con Hazelius.

Hazelius… Rememoró la escena del día anterior. Al acordarse se sonrojó y le temblaron las manos. No dejaba de repetir de mil maneras distintas todo lo que podría haber dicho, y a cada nueva revisión su discurso se volvía más largo y elocuente, más lleno de justa ira. Hazelius le había llamado insecto y germen delante de todos, por la simple razón de que Eddy era cristiano. Era un ejemplo de todo lo malo que había en el país, un alto sacerdote del templo del humanismo secular.

Su mirada fue a parar a las cajas recibidas el día anterior. Ahora que ya no estaba Lorenzo, tendría mucho más trabajo. El jueves era el «día de la ropa», el del reparto de ropa gratuita a los indios. A través de internet, Russ había pactado con media docena de iglesias de Arkansas y Texas que recogiesen ropa usada y se la enviaran, para distribuirla entre las familias necesitadas.

Sacó la navaja, abrió la primera caja cortando la parte de arriba y empezó a remover su pobre contenido: una chaqueta por aquí, unos vaqueros por allá… Cada vez que sacaba alguna prenda la colgaba en una percha o la dejaba sobre las mesas de plástico del pajar. Buscar, colgar, doblar… La mañana era fresca. Al fondo se erguía la gran silueta de Red Mesa, morada bajo la primera luz del día. Mientras tanto, sus pensamientos seguían girando alrededor de Hazelius, y de su encuentro. Dios le había enseñado cómo trataba a los blasfemos como Lorenzo. ¿Qué no haría Él contra Hazelius?

Al alzar la vista hacia la silueta de la mesa, vagamente amenazadora, se acordó de la oscuridad, la desolación y el vacío de la noche anterior. Los cables eléctricos zumbando y chisporroteando, el olor del ozono… Allá arriba se sentía la presencia de Satanás.

Una nube de arena en el horizonte delató la presencia de un vehículo. Eddy miró hacia el sol, entornando los párpados. Poco después, apareció una camioneta entre el polvo, y empezó a balancearse por la carretera llena de baches. Frenó con una sacudida. De su interior salieron una india corpulenta y dos niños, uno con una pistola de
La guerra de las galaxias
y el otro con un subfusil Uzi de plástico, que empezaron a perseguirse entre los armuelles, haciendo como si se dispararan. Russ les siguió con la mirada, pensando en su hijo, que crecía sin él, y su rabia interna aumentó.

—Hola, pastor, ¿cómo le va? —preguntó alegremente la mujer.

—Saludos en Cristo, Muriel —dijo Eddy.

—¿Hoy qué tiene?

—Sírvete tú misma.

La mirada de Eddy volvió a posarse en los niños, que se disparaban entre las matas de artemisa.

De repente sonó el timbre que había instalado en el exterior de la caravana, señal de que dentro estaba sonando el teléfono. Entró corriendo y buscó el receptor entre montañas de libros.

—¿Diga? —preguntó sin aliento.

Casi nunca le llamaba nadie.

—¿El pastor Russ Eddy?

Era el reverendo Don T. Spates.

—Buenos días, reverendo Spates, que Dios le…

—Quería saber si ha averiguado algo más, como le pedí.

—Sí, reverendo. Anoche volví a la mesa, y no había nadie en las casas ni en el pueblo. Hay tres líneas de alta tensión, y las tres zumbaban. Se me pusieron los pelos de punta.

—¿De verdad?

—Luego, hacia medianoche, oí una vibración, una especie de música que venía de debajo del suelo, y que duró unos diez minutos.

—¿Cruzó la valla de seguridad?

—Pues… no me atreví.

Otro gruñido, seguido de un largo silencio. Eddy oyó que llegaban más camionetas, y una voz que le llamaba, pero no hizo caso.

—Voy a contarle mi problema —dijo Spates—. Mañana a las seis de la tarde tengo el debate en mi programa,
América: mesa redonda
, y el invitado es un físico de la Liberty University. Necesito urgentemente algo nuevo sobre el proyecto
Isabella
.

—Lo entiendo, reverendo.

—Por ello, tal como le dije el otro día, tiene que conseguirme algo bueno. Usted es mi corresponsal. El suicidio es un buen punto de partida, pero no basta. Necesitamos algo que dé miedo a la gente. ¿Qué hacen allí arriba? ¿Se escapan radiaciones, como me dijo usted que se rumoreaba? ¿Van a hacer explotar el planeta?

—Pues la verdad es que no lo sé…

—¡Esa es la cuestión, Russ! Entre y averígüelo. Infrinja las leyes humanas al servicio de las de Dios. ¡Cuento con usted!

—Gracias, reverendo. Gracias. Lo haré.

Después de la llamada, el pastor Russ volvió a salir a la fuerte luz del sol y se acercó a media docena de personas que estaban buscando entre la ropa, sobre todo madres solteras con sus hijos. Levantó las manos.

—Lo siento, pero tenemos que cerrar. Ha ocurrido algo.

Se oyó un murmullo de decepción y Eddy tuvo remordimientos. Sabía que algunas de las madres venían de muy lejos, a pesar del gasto en gasolina.

Después de que se fueran, colgó el aviso de que se cancelaba el día de la ropa y subió a su camioneta. Miró la aguja del depósito: quedaba una octava parte, menos de lo que necesitaba para subir y bajar de la mesa. Hurgó en su bolsillo y encontró tres dólares. Ya debía unos cientos de dólares en la gasolinera de Blue Gap, y prácticamente lo mismo en la de Rough Rock. Tendría que rezar para lograr llegar a Piñón y llenar el depósito en la gasolinera de allá, con la esperanza de que le fiaran. Confiaba bastante en ello. Los navajos siempre dejaban dinero.

No tenía sentido acercarse al
Isabella
de día, porque le verían, Decidió salir después de la puesta de sol, esconder la camioneta detrás de Nakai Rock y espiar de noche. Mientras tanto, tal vez en Piñon pudiera enterarse de algo nuevo sobre el suicidio de aquel científico.

Respiró hondo, satisfecho. Finalmente, Dios le llamaba. Había que pararle los pies a Gregory North Hazelius, aquel enemigo de Cristo que escupía bilis cuando hablaba.

28

Arrellanado en un viejo sillón de piel, en un rincón de la sala de descanso, Ford vio que el resto del equipo llegaba del Bunker exhausto y desmoralizado. Los primeros rayos de sol entraban a raudales por las ventanas del lado este del edificio, llenando la sala de una luz dorada. Uno tras otro fueron dejándose caer en los sillones, mirando al vacío. El último en entrar fue Hazelius, que se dirigió hacia la chimenea, ya preparada, y encendió el fuego. Después, también se derrumbó en un sillón.

Se quedaron callados, escuchando chisporrotear el fuego. Finalmente Hazelius se levantó; todos los ojos se fijaron en él. Miró uno por uno a los científicos con el borde de sus ojos azules rosado de cansancio y los labios blancos por la tensión.

Other books

Lafcadio Hearn's Japan by Hearn, Lafcadio; Richie, Donald;
Wanting Reed (Break Me) BOOK 2 by Candela, Antoinette
The Borrowers Aloft by Mary Norton
Titan Base by Eric Nylund
Watching Amanda by Janelle Taylor
Gilbert by Bailey Bradford
Rise of the Fallen by Teagan Chilcott
Home Fires by Luanne Rice