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Authors: Douglas Preston

Tags: #Techno-thriller, ciencia ficción, Intriga

Blasfemia (17 page)

BOOK: Blasfemia
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Dio un mordisco a su galleta y empezó a leer.

Apreciado reverendo Spates:

Saludos en Cristo. Soy el pastor Russ Eddy, y le escribo desde la misión Reunidos en tu Nombre de Blue Gap, Arizona. Llevo la Buena Nueva a tierras navajo desde 1999, cuando fundé la misión. Es pequeña; de hecho, la llevo en solitario.

Su sermón sobre el
Isabella
dio en el clavo, reverendo. Voy a explicarle por qué. El
Isabella
es vecino nuestro; está justo aquí arriba, en Red Mesa, y lo veo por la ventana mientras escribo este mensaje. Mis feligreses me han hablado mucho de él. Corren todo tipo de rumores, a cual peor, y no lo digo por decir. La gente está asustada; tiene miedo de lo que pueda estar pasando allá arriba.

No le molesto más, reverendo; solo quería agradecerle que luche por la causa santa y que alerte a todos los cristianos sobre esta máquina impía que hay en el desierto. Ánimo, y no decaiga.

Suyo en Cristo,

Pastor Russ Eddy,

Misión Reunidos en tu Nombre

Blue Gap, Arizona

Spates leyó dos veces el e-mail. Después bebió el resto del café dejó la taza en la bandeja, apretó el pulgar sobre las últimas migas de galleta húmedas y lo chupó. Se apoyó en el respaldo, pensativo. Eran las siete y cuarto en Arizona. Por lo visto, los pastores rurales se levantaban temprano.

Cogió el teléfono y marcó el número que había al final del mensaje. Sonó varias veces antes de que contestara una voz aguda.

—El pastor Russ al habla.

—¡ Ah, pastor Russ! Soy el reverendo Don T. Spates, de la Iglesia de
Dios en máxima audiencia
., en Virginia Beach. ¿Cómo está, pastor?

—Muy bien, gracias. —El tono era de duda, e incluso de recelo—. ¿Quién ha dicho que era?

—¡El reverendo Don T. Spates! ¡Ya sabe, de
Dios en máxima audiencia
.!

—¡Ah, reverendo Spates! ¡Qué sorpresa! Deduzco que ha recibido mi e-mail.

—Pues sí, y lo he encontrado muy interesante.

—Gracias, reverendo.

—Llámeme Don, por favor. Creo que su proximidad a la maquina y su conocimiento de este experimento científico podrían ser un regalo de Dios.

—¿En qué sentido?

—Necesito una fuente de información, de alguien in situ, y tal vez Dios quiera que sea usted esa fuente. No creo que le haya impulsado a escribir este e-mail por nada, ¿verdad, Russ?

—Sí, claro. Quiero decir que no. Yo escucho su sermón cada domingo. Aquí no llega la televisión, pero tengo una conexión de internet por satélite, y escucho el webcast sin falta.

—Me alegro, Russ. Da gusto saber que nuestro webcast tiene público. Russ, en su mensaje hablaba de rumores. ¿Qué tipo de rumores ha oído?

—De todo: experimentos con radiación, explosiones, malos tratos a niños… Dicen que allí arriba están creando monstruos y que el gobierno está probando un arma nueva para destruir el mundo.

Spates tuvo una punzada de desilusión. El supuesto pastor parecía un chalado. Qué se podía esperar de alguien que vivía en medio del desierto con los indios.

—¿No tiene algo un poco más… sólido?

—Ayer, arriba, hubo un asesinato. Uno de los científicos fue encontrado con una bala en la cabeza.

—¿En serio?

Eso ya estaba mucho mejor. ¡Gracias a Dios!

—¿Cómo lo sabe?

—En una zona rural como esta los rumores corren deprisa. La mesa estaba llena de agentes del FBI.

—¿Usted les ha visto?

—¡Desde luego! El FBI solo viene a la reserva si ha habido un homicidio. Casi todos los otros delitos los lleva la policía tribal.

Spates sintió un hormigueo en la espalda. Uno de mis feligreses tiene un hermano en la policía tribal, y el último rumor es que ha sido un suicidio. Todo se lleva de forma confidencial.

—¿Cómo se llamaba el científico muerto?

—No lo sé.

—¿Está seguro de que era uno de los científicos, Russ?

—Hágame caso. Si fuera un navajo lo sabría. Esta comunidad está muy unida.

—¿Se ha encontrado con alguno de los científicos del equipo?

—No. Apenas salen.

—¿Habría alguna manera de que se pusiera en contacto con ellos?

—Sí, claro. Supongo que podría subir y presentarme amablemente como el pastor local.

—¡Qué buena idea, Russ! Me interesaría saber algo más del hombre que dirige el
Isabella
. Creo que se llama Hazelius. ¿Sabe quién es?

—Me suena el nombre.

—Declaró que era el hombre más inteligente del mundo. Dijo que todos los demás estaban por debajo de él, y nos llamó a todos imbéciles. ¿Se acuerda?

—Creo que sí.

—Un poco fuerte decir eso, ¿no cree? Sobre todo si es alguien que no cree en Dios.

—A mí no me sorprende, reverendo. Vivimos en un mundo que rinde culto al mal.

—Tiene usted mucha razón, hijo mío. Entonces, ¿cuento con usted?

—Sí, reverendo, por supuesto.

—Hay algo que es importante: necesito la información en dos días, para usarla en
America: mesa redonda
el viernes. ¿Ha escuchado alguna vez el programa?

—Desde que se puede seguir por internet, no me pierdo ni uno.

—Este viernes vendrá al programa un físico para hablar a fondo del proyecto
Isabella
, desde una perspectiva cristiana. Necesito urgentemente más información; no lo que le dicen a la prensa, sino trapos sucios de verdad, como esta muerte. Necesito saber qué ha pasado. Hable con el policía navajo. ¿Me ha entendido, Russ?

—Sí, reverendo, sí, perfectamente.

Spates colgó el auricular y miró por la ventana, pensativo. Todo empezaba a cuadrar. El poder de Dios no tenía límites.

20

Cuando Ford volvía de desayunar y estaba a punto de entrar en su casa, Wardlaw apareció por una esquina y le cerró el paso. Ya se esperaba algo por el estilo.

—¿Te importa que hablemos un rato? —dijo Wardlaw con falsa simpatía.

No dejaba de mover la mandíbula, masticando un chicle que le abultaba rítmicamente los músculos de encima de las orejas. Ford aguardó. No era momento para duelos, pero si Wardlaw lo quería, lo tendría.

—No sé a qué juegas, Ford, ni quién eres en realidad. Doy por supuesto que te han hecho algún encargo medio oficial. Ya lo intuí el primer día. Ford esperaba.

Wardlaw se acercó tanto que pudo oler su aftershave.

—Mi trabajo es proteger el
Isabella
, incluso de ti. Supongo que has venido de incógnito porque algún burócrata de Washington tiene que cubrirse las espaldas. Lo cual no te brinda una gran protección, ¿verdad?

Ford siguió sin decir nada. Que se desfogase.

—No voy a contarle a nadie tu excursión de esta noche. Lógicamente, tú informarás a tus jefes. Si sale a relucir ya sabes cuál será mi defensa. Tú habías entrado sin permiso, y mis órdenes son disparar a matar. ¡ Ah!. Y si crees que Greer se enfadará por la ventana y la mosquitera rotas, ya están arregladas. Esto queda entre nosotros.

Ford estaba impresionado. Wardlaw lo tenía todo muy pensado. Se alegró de que no fuera tonto. Siempre le había parecido más fácil enfrentarse a un adversario inteligente. Los tontos eran imprevisibles.

—¿Ya has acabado el discurso? —preguntó.

La arteria carótida de Wardlaw palpitó en su grueso cuello.

—Vigila tu espalda, poli.

Se apartó para dejar pasar a Ford.

Ford dio un paso y se paró. Estaba tan cerca de Wardlaw que podría haberle dado un rodillazo en la entrepierna. Le miró a la cara, que tenía a pocos centímetros, y dijo afablemente:

—¿Sabes lo gracioso? Que no tengo ni idea de qué me estás hablando.

Mientras Ford se iba, el rostro de Wardlaw delató un asomo de duda.

Ford entró en la casa y dio un portazo. Wardlaw no tenía la certeza absoluta de haberle perseguido a él. Aquella incertidumbre haría que fuese más despacio y con mayor cautela. La tapadera de Ford estaba en peligro, pero no había sufrido un daño irreparable.

Cuando estuvo seguro de que Wardlaw se había ido, se tumbó en el sofá, enfadado y frustrado. Llevaba casi cuatro días en la mesa, pero sabía prácticamente lo mismo que en el despacho de Lockwood.

Le sorprendió haber pensado que sería un encargo fácil.

Era el momento de dar el siguiente paso, el que había tenido la esperanza de evitar desde que Lockwood le había entregado el dossier de Kate.

Una hora más tarde, Ford encontró a Kate en el establo, dando forraje y agua a los caballos. Se quedó en la puerta y la siguió con la mirada mientras ella llenaba cubos de avena, abría una bala de alfalfa y echaba parte de ella en cada box. Observó sus movimientos, cómo su cuerpo esbelto y ágil realizaba tareas banales con seguridad y gracia, a pesar de que saltaba a la vista que estaba cansada. Era como retroceder doce años, cuando la había visto durmiendo debajo de una mesa.

De dentro del establo llegaba música rock a poco volumen, Después de echar la última ración, Kate se volvió y le vio por primera vez.

—¿Vas a dar otro paseo? —preguntó sin levantar la voz.

Ford penetró en la frescura del establo.

—¿Qué tal, Kate?

Ella se puso en jarras. Llevaba guantes.

—No muy bien.

—Lamento lo de Peter.

—Ya.

—¿Puedo ayudarte?

—Ya está todo hecho. Reconoció la música de fondo.

—¿Blondie?

—Cuando estoy con los caballos, a menudo pongo música. Les gusta.

—¿Te acuerdas de…? —empezó a decir él.

Ella le cortó.

—Sí.

Se miraron en silencio. Cuando estaban en el MIT, Kate solía empezar el día en el LEES, el laboratorio de electrónica, poniendo «Atomic» a todo volumen. Se oía por todo Kilian Court. Cuando llegaba Ford, solía encontrársela bailando por la sala con los auriculares puestos y una taza de café en la mano, montando un es-pectáculo. La Kate de entonces era muy dada a los espectáculos, como cuando vertió medio litro de gasolina en la fuente Murphy y le prendió fuego. Ford sintió el brusco aguijonazo de los recuerdos de lo que había pasado para siempre. ¡Qué ingenua era entonces! ¡Qué segura estaba de que la vida sería una fiesta continua!

Pero tarde o temprano la vida te daba una paliza, particularmente Kate.

Se centró en la misión, dejando a un lado los recuerdos. Con Kate, la mejor manera siempre era la más directa. Odiaba a los que mareaban la perdiz. ¿Alguna vez podría perdonarse Ford por lo que estaba a punto de hacer?

—Bueno, ¿qué estáis escondiendo? —preguntó a bocajarro.

Ella le miró fijamente, sin falsa sorpresa, protesta ni ignorancia fingida.

—A ti no te importa.

—Sí que me importa. Formo parte del equipo.

—Pues entonces pregúntaselo a Gregory.

—Sé que tú me dirás las cosas claras, mientras que Hazelius… Aún no le tengo calado.

La expresión de Kate se suavizó.

—Hazme caso, Wyman; es mejor que no lo sepas.

—Pero quiero saberlo. Lo necesito. Es mi trabajo. Tú no eres de las que guardan secretos.

—¿Por qué crees que guardamos secretos?

—Desde que he llegado, tengo la sensación de que escondéis algo. Volkonski lo insinuó. Tú también. Es algún problema grave con el
Isabella
, ¿verdad?

Kate sacudió la cabeza.

—¡Por Dios, Wyman! Siempre igual. Siempre con tu maldita curiosidad.

Se miró la camisa, se quitó unas briznas de paja de un hombro y frunció el entrecejo.

Otro largo silencio. Después Kate miró a Ford con sus ojos marrones e inteligentes, y él vio que había tomado una decisión.

—Sí, hay un problema con el
Isabella
, pero no es lo que imaginas. No tiene interés. Es una tontería. No tiene nada que ver ni contigo ni con lo que haces aquí. No quiero que lo sepas porque… porque podría causarte problemas.

Ford no dijo nada. Esperó.

Kate soltó una risita amarga.

—Está bien, tú lo has querido, pero no esperes ninguna gran revelación.

Ford tuvo un momento atroz de culpabilidad, pero lo dejó para más tarde.

—Cuando me hayas oído, entenderás que lo hayamos mantenido en secreto. —Kate le miró a los ojos—. Han saboteado el
Isabella
. Algún hacker nos está tomando el pelo.

—¿Cómo?

—Alguien ha implantado malware en el superordenador. Parece una especie de bomba lógica que se dispara justo cuando el
Isabella
está a punto de llegar al cien por cien de su potencia. Primero genera una imagen extraña en el visualizador y luego apaga el superordenador y hace aparecer un mensaje ridículo. No te imaginas lo frustrante que puede llegar a ser; frustrante y peligrosísimo, n esa potencia de energía, si los haces se tuercen o salen de su trayectoria, podríamos saltar todos por los aires, o algo aún peor: que una fluctuación brusca de energía creara partículas peligrosas agujeros negros en miniatura. Es la
Gioconda
. de los hackers, una auténtica obra maestra, de un programador increíblemente refinado. No conseguimos encontrarlo.

—¿Cuál es el mensaje?

—Lo habitual: «saludos», «hola», o «¿hay alguien»?

—¿Como aquel ejercicio de programación que dice «hola, mundo»?

—Exacto. Un chiste para entendidos.

—¿Y luego?

—Ya está.

—¿No dice nada más?

—No tiene tiempo. Al fallar el ordenador, no tenemos más remedio que hacer una desconexión de emergencia del sistema.

—¿No habéis mantenido ninguna conversación? ¿No habéis echo que hable?

¿Lo dices en serio? ¿Con una máquina de cuarenta mil millones a punto de explotar? Además, no serviría de nada; solo más chorradas. Si el superordenador no responde, tener el
Isabella
en marcha es como conducir a ciento sesenta por una carretera mojada, de noche y sin faros. Sería una locura sentarse a hablar.

—¿Y la imagen?

Es muy extraña. No podría describírtela. Es muy espectacular. Profunda y luminosa como un fantasma. El que lo hizo, a su manera, era un artista.

—¿Y no encontráis el malware?

—No. Es de una inteligencia diabólica. Parece que se mueva por todo el sistema, borra sus propias huellas y evita que lo detecten.

—¿Por qué no se lo explicáis a Washington y pedís un equipo especializado que lo arregle? Kate guardó silencio.

—Ya es demasiado tarde. Si se enteran de que nos ha paralizado un hacker, el escándalo sería mayúsculo. El proyecto
Isabella
fue aprobado en el Congreso de milagro. Sería el final.

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