—¿Por qué no informasteis enseguida? ¿Por qué lo escondéis?
—¡Queríamos informar! —Kate se atusó el pelo con la mano—. Pero luego decidimos que sería mejor borrar antes el malware, para poder decir que ya lo habíamos resuelto. Sin embargo, fueron pasando los días, y no había manera de localizarlo. Luego ya había transcurrido una semana, diez días… Hasta que nos dimos cuenta de que habíamos esperado demasiado. Si informábamos, nos acusarían de haberlo encubierto.
—Fue un error.
—¡Por supuesto! No sé muy bien cómo pasó. Estábamos bajo mucho estrés, y todo el ciclo de una prueba del
Isabella
exige como mínimo cuarenta y ocho horas.
Kate sacudió la cabeza.
—¿Sospecháis de alguien?
—Según Gregory, podría ser un grupo de hackers expertos que han planeado a conciencia un sabotaje, pero aunque no lo diga nadie, siempre existe el miedo de que el hacker sea uno de nosotros. —Se calló y suspiró—. Ya ves cómo estamos, Wyman.
Un caballo relinchó suavemente en la penumbra.
—Debido a ello Hazelius cree que la muerte de Volkonski fue un suicidio —conjeturó Ford.
—¡Pues claro que fue un suicidio! Como ingeniero de software, la humillación de ser víctima de un hacker le pesaba como una tonelada de ladrillos. Pobre Peter, era tan frágil… Emocionalmente tenía doce años; como un crío hiperactivo e inseguro, con camisetas que le iban demasiado grandes. —Kate sacudió la cabeza—. No pudo soportar la presión. Nunca dormía. Estaba día y noche delante del ordenador, pero no encontraba la bomba lógica. Era algo que le desesperaba. Empezó a beber, y no me extrañaría que tomase algo más fuerte.
—¿Y qué pasa con Innes? ¿No se supone que es el psicólogo del grupo?
—Innes. —La frente de Kate se arrugó—. Tiene buenas intenciones, pero intelectualmente está a años luz. Quizá esas sesiones semanales de «charla» y toda esa palabrería de que hay que hablar funcione con la gente normal, pero con nosotros no. Cuesta tan poco adivinar sus trucos, sus preguntas capciosas, sus pequeñas estrategias… Peter le aborrecía. —Se secó una lágrima con el dorso del guante—. Todos queríamos mucho a Peter.
—Menos Wardlaw —precisó Ford—. Y Corcoran.
—Wardlaw… Bueno, la verdad es que no aprecia a nadie del grupo, menos a Hazelius. Pero ten en cuenta que en su caso la presión todavía es mayor. Es el responsable de inteligencia del grupo, el que en principio se ocupa de la seguridad. Si llega a saberse todo esto, le mandarán a la cárcel.
«Visto así, no sorprende que esté un poco tenso.»
—En cuanto a Melissa, se ha peleado con bastantes integrantes del equipo. No era solo Volkonski. Yo de ti tendría cuidado con ella.
Ford se acordó de la nota, pero no dijo nada.
Kate se quitó los guantes y los tiró en una cesta colgada en la pared.
—¿Satisfecho? —preguntó con cierta dureza.
Al volver a su casa, Ford se repetía interiormente la pregunta: «¿Satisfecho?».
Subido a su vieja camioneta Ford, el pastor Russ Eddy miraba atentamente la aguja de la gasolina, calculando si tendría bastante para subir y bajar de la mesa, cuando vio en el horizonte la espiral de polvo que delataba la proximidad de un vehículo. Bajó de la camioneta y esperó apoyado en ella.
Al cabo de un momento frenó delante de él un coche patrulla de la policía tribal navajo, y el viento se llevó la cinta de polvo. Cuando se abrió la puerta, apareció una bota de vaquero polvorienta, seguida por un hombre alto que tras lograr salir del interior se puso derecho.
—Buenos días, pastor —saludó, tocándose el sombrero.
—Buenos días, teniente Bia —dijo Eddy con toda la soltura y naturalidad que pudo.
—¿Iba a alguna parte?
—No, solo miraba cómo está el depósito —contestó Eddy—. Aunque, la verdad es que me estaba planteando subir a la mesa y presentarme a los científicos. Me preocupa lo que pasa allá arriba.
Bia miró a su alrededor; en sus gafas de sol se reflejó el horizonte combado e interminable.
—Hace tiempo que no veo a Lorenzo. ¿Y usted?
—No —dijo Eddy—. No le he visto desde el lunes por la mañana.
Bia se subió los pantalones, haciendo tintinear los accesorios como un amuleto gigante.
—Lo curioso es que el lunes, sobre las cuatro, hizo autoestop hasta Blue Gap y dijo que venía hacia aquí para acabar el trabajo. Le vieron caminando por la carretera de la misión, y desde entonces parece que ha desaparecido.
Eddy dejó pasar un momento.
—Pues yo no llegué a verle. Bueno, sí, por la mañana, pero se fue hacia mediodía, o quizá antes, y no he vuelto a verle. Tenía que hacerme unas faenas, pero…
—Qué calor hace hoy, ¿verdad?
Bia se volvió y le sonrió, mirando la caravana de reojo.
—¿Me invitaría a una taza de café? —preguntó. —Claro que sí.
Bia siguió a Eddy hasta la cocina y se sentó a la mesa. Eddy llenó de agua la cafetera y encendió el fogón. Los navajos solían usar varias veces el mismo café. Supuso que a Bia no le importaría.
El teniente dejó el sombrero sobre la mesa; su pelo, aplastado y húmedo, formaba un anillo en su cabeza.
—En realidad no he venido por Lorenzo. Personalmente, creo que ha vuelto a irse. En Blue Gap dicen que cuando pasó por allí el lunes estaba bastante borracho.
Eddy asintió con la cabeza.
—Sí, ya me fijé que había empezado a darle a la botella. Bia sacudió la cabeza.
—Lástima, porque lo tenía prácticamente todo a su favor. Como no se presente pronto, le revocarán la libertad condicional y volverá a Alameda.
Eddy volvió a asentir con la cabeza.
—Lástima.
Empezó a salir el café. Eddy aprovechó la oportunidad para sacar las tazas, el azúcar y la leche condensada y dejarlo todo encima de la mesa. Sirvió dos tazas y volvió a sentarse.
—En realidad —prosiguió Bia— vengo por otra cosa. Ayer estuve hablando con el tendero de Blue Gap, y me contó el… probrema que tuvo usted con el dinero de la colecta. —Sí, es verdad.
Eddy bebió un sorbo de café y se quemó la lengua.
—Me dijo que usted marcó una parte del dinero y le pidió que lo vigilase.
Eddy esperó.
—Por lo visto, ayer aparecieron algunos billetes. —Ya.
Tragó saliva. «¿Ayer?
—Es una situación un poco incómoda —dijo Bia—. Por eso el tendero me lo explicó a mí en vez de llamarle a usted. Espero que entienda lo que voy a decirle. No quiero darle una importancia que no tiene.
—Claro, claro.
—¿Conoce a la vieja Benally? ¿Elizabeth Benally?
—Sí, por supuesto, va a mi iglesia.
—Antes, cada verano llevaba sus ovejas a pastar a la mesa. Tenía una vieja cabaña cerca de Piute Spring. Las tierras no eran de su propiedad, por lo que no tenía ningún derecho sobre ellas, pero las había usado casi toda la vida. Cuando el gobierno tribal expropió la mesa para el proyecto
Isabella
, la señora Benally perdió los pastos y tuvo que vender las ovejas.
—Me sabe mal.
—Tampoco es que saliera perdiendo. Ya tiene más de setenta años, y le dieron una casa de protección oficial en Blue Gap, que no está nada mal. El problema es que con una casa así de repente te llegan facturas de electricidad, de agua… Me entiende, ¿verdad? Ella nunca había tenido que pagar una factura, y ahora que ya no tiene ovejas sus ingresos se reducen a la pensión del gobierno.
Eddy lo entendía.
—Pues bien, esta semana su nieta cumple diez años, y ayer la vieja Benally le compró una Gameboy en el almacén; se la envolvieron para regalo y todo. —El policía hizo una pausa, mirando fijamente a Eddy—. La pagó con los billetes marcados por usted.
Eddy se quedó mirando a Bia.
—Sí, es sorprendente, ya lo sé. —El teniente sacó un billetero del bolsillo de atrás. Su mano, grande y manchada de polvo, cogió un billete de cincuenta y lo empujó sobre la mesa—. No tiene sentido armar un escándalo.
Eddy no podía moverse.
Bia se levantó y se guardó el billetero.
—Si vuelve a pasar, dígamelo y cubriré las pérdidas. Repito que no tiene sentido que intervengan las fuerzas del orden. De hecho, ni tan siquiera estoy seguro de que la buena mujer esté en plena posesión de sus facultades.
Cogió el sombrero y volvió a encajárselo sobre la marca de sudor de su pelo gris.
—Gracias por su comprensión, pastor.
Se volvió, y cuando ya iba a marcharse se paró.
—Si ve a Lorenzo, llámeme, ¿de acuerdo?
—Desde luego, teniente.
El pastor Russ Eddy se quedó mirando al teniente Bia, que salió por la puerta, desapareció y reapareció a través de la ventana, dando zancadas por el patio justo encima de donde estaba enterrado el cadáver, levantando polvo con sus botas de vaquero.
Al posar la vista en el billete sucio de cincuenta dólares, sintió nauseas. Luego rabia, mucha rabia.
Ford entró en el salón de su casa y se acercó a la ventana para contemplar la silueta torcida de Nakai Rock sobre los álamos. Ya había cumplido su misión. Ahora tenía por delante una decisión: ¿informar o no de ella?
Se echó en un sillón, con la cabeza entre las manos. Kate tenía razón: si llegaba a saberse, los daños para el proyecto serían irreparables. Destrozaría la carrera de todos ellos, incluida la de Kate. En el campo de la ciencia, cualquier sospecha de encubrimiento o mentira era fatal.
«¿Satisfecho?», volvió a preguntarse.
Se levantó y empezó a pasear por el salón, enfadado. Lockwood sabía desde el principio que averiguaría la respuesta si preguntaba a Kate. Si le habían contratado, no era por ser un ex agente brillante de la CIA convertido en investigador privado, sino por la simple casualidad de haber salido doce años atrás con una mujer determinada. Debería haber rechazado la oferta de Lockwood cuando aun podía, pero le había intrigado el encargo. Intrigado y halagado. Ya decir verdad, le seducía demasiado la idea de volver a ver a Kate.
Añoró fugazmente su vida en el monasterio, aquellos treinta meses en los que la vida parecía tan sencilla y limpia; una estancia durante la que casi había olvidado la terrible insustancialidad del mundo, y las elecciones morales imposibles que imponía. Pero no tenía madera de monje. Había ingresado en el monasterio con esperanza de recuperar la certeza y la fe, pero había sido todo lo contrario.
Inclinó la cabeza e intentó rezar, pero solo eran palabras. Palabras en medio del silencio.
Quizá ya no existiera el bien y el mal. La gente hacía lo que hacía. Tomó una decisión. No estaba dispuesto a hacer nada que perjudicase la carrera de Kate. Bastante accidentada había sido su vida. Les daría dos días para localizar el malware, y les ayudaría. Tenía la firme sospecha de que el saboteador era alguien del equipo. Nadie más podía tener el acceso necesario, ni los conocimientos.
Salió y dio una vuelta a la casa como si estuviera tomando el aire, para asegurarse de que Wardlaw no anduviera cerca. Después fue a su dormitorio, abrió un archivador y sacó su maletín. Introdujo el código de apertura y marcó el número.
La respuesta fue tan rápida que Ford pensó que Lockwood debía de estar esperando al lado del teléfono.
—¿Algo nuevo? —preguntó sin aliento el asesor científico.
—No gran cosa.
Un brusco suspiro de exasperación. —Ya han pasado cuatro días, Wyman.
—No consiguen que el
Isabella
funcione, pero nada más. Empiezo a pensar que te equivocas, Stan. No esconden nada. Es lo que dicen ellos: no logran que la máquina funcione bien.
—¡No, Ford, no me lo creo!
Ford oía la agitada respiración de Lockwood en el auricular. Él también se jugaba su carrera, pero lo cierto era que a Ford aquel hombre no le importaba en absoluto. Que se hundiera. Lo importante era Kate. Si les conseguía un par de días más para encontrar el malware, Lockwood no tenía por qué saberlo.
Lockwood siguió hablando.
—¿Te has enterado de lo del predicador Spates y su sermón?
—Sí.
—Ahora tenemos menos margen de tiempo. Dispones de dos días a lo sumo tres, antes de que le demos carpetazo a todo esto. Averigua qué esconden, Wyman. ¿Me oyes? ¡Averígualo!
—Lo he entendido.
—¿Ya has registrado la casa de Volkonski?
—Sí.
—¿Encontraste algo?
—Nada en particular.
Lockwood se quedó callado unos instantes. —Acabo de recibir el informe forense preliminar sobre Volkonski. Cada vez tiene más pinta de suicidio —dijo finalmente.
—Ajá.
Ford oyó un ruido de papeles a través del teléfono.
—También he hecho algunas de las averiguaciones que me encargaste. Por lo que respecta a Cecchini… la secta se llamaba «La Puerta de los Cielos». ¿Te acuerdas de aquella secta que se suicidó colectivamente en 1997 porque creían que sus almas subirían a una nave espacial extraterrestre que se estaba acercando a la Tierra por detrás del cometa Hale-Bopp? Pues Cecchini ingresó en 1995, se quedó menos de un año y se fue antes del suicidio.
—¿Algún indicio de que él aún se lo crea? Parece un tío un poco robótico.
—La secta ya no existe, y no hay pruebas de que Cecchini todavía crea en esas ideas. Desde entonces su vida ha sido muy normal, aunque algo solitaria. No bebe, no fuma, no se le conoce ninguna novia, y tiene muy pocos amigos o ninguno. Vive para el trabajo. Es un físico brillante, totalmente dedicado a su carrera.
—¿Y Chen?
—Según el informe, su padre era un peón analfabeto que murió antes de que ella y su madre emigrasen de China, pero no es cierto; era físico y estuvo en la base de pruebas china de armamento nuclear de Lop Nor. De hecho está vivo y sigue en China.
—¿De dónde sale la información falsa del dossier?
—De los archivos de inmigración y de la entrevista con la propia Chen.
—O sea, que miente.
—No necesariamente. Su madre se la llevó de China a los dos años, y podría ser ella quien mintiera. Aunque también podría haber una explicación más sencilla: si la madre hubiera dicho k verdad, no le habrían dado el visado para Estados Unidos. Chen no sabe que su padre sigue vivo. No hay pruebas de que este pasando información.
—Hum.
—Se nos está acabando el tiempo, Wyman. Tú insiste. Sé que esconden algo gordo. Estoy seguro. Lockwood colgó.
Ford volvió a la ventana y siguió mirando Nakai Rock. Ahora era uno de ellos, de los que escondían el secreto. La diferencia era que él tenía más de uno.