Blasfemia (9 page)

Read Blasfemia Online

Authors: Douglas Preston

Tags: #Techno-thriller, ciencia ficción, Intriga

BOOK: Blasfemia
12.42Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Energía oscura, cuerdas… ¡Bah! ¿Qué más da? Yo lo que quiero saber es qué hacen antropólogos.

A Ford le alivió la distracción.

—Solemos ir a vivir con alguna tribu apartada y preguntamos muchas tonterías.

—¡Aja! —dijo Volkonski—. Pues entonces tal vez sabes que vienen pieles rojas a Red Mesa. ¡Espero que no sea fiesta de cortar cabellera!

Imitó un grito indio y miró a su alrededor, para ver la reacción.

—No tiene gracia —dijo agriamente Corcoran.

—Tranquila, Melissa —replicó Volkonski, irguiendo la cabeza en un acceso de ira que hizo temblar el mechoncito de pelo de su mentón—. No me eches sermones. Corcoran se volvió hacia Ford.

—No puede evitarlo. Se doctoró en gilipollez.

«Más problemas», pensó Ford. Tendría que ser prudente, para no interponerse en el fuego cruzado hasta haber averiguado en qué términos estaban los unos con los otros.

—Creo esta noche Melissa ha bebido un poco demasiado del vino —dijo Volkonski—. Como siempre.

—Ssí, clarro —dijo ella, imitando despiadadamente su acento—. ¡Supongo que es megorr hincharrme de vodka de madrugada, como tú! —Levantó la copa—.
Za vas
! Apuró lo que quedaba.

—¿Me permitís que os interrumpa? —preguntó Innes, con la voz engolada de un profesional—. No es que esté mal expresar las emociones, pero mi consejo…

Hazelius le silenció con un gesto. Después miró fijamente a Volkonski y a Corcoran, que acabaron callándose. Volkonski se echó hacia atrás, con un temblor en la comisura de los labios. Corcoran cruzó los brazos.

Hazelius dejó que el silencio se volviera incómodo.

—Estamos todos un poco cansados y decepcionados —acabó diciendo con voz suave. Se oía crepitar el fuego—. ¿Verdad que sí, Peter?

Volkonski no dijo nada. —¿Melissa?

Corcoran se había ruborizado. Asintió ligeramente. —Nos os empecinéis. Tranquilos. Perdón y afabilidad. Por el bien del proyecto.

Era una voz que imponía sosiego, una voz con algo rítmico e hipnótico, como la de un domador serenando a un caballo asustado; y a diferencia de la de Innes, sin rastro de condescendencia. —Exacto —dijo Innes, interrumpiendo la calma creada por Hazelius—. Ni más ni menos. Ha sido una conversación muy positiva. Ya ventilaremos estas cuestiones en la próxima sesión de grupo. Repito que es bueno expresar las emociones.

Volkonski se levantó tan deprisa que tumbó la silla. Arrugó la servilleta y la tiró sobre la mesa, hecha una bola.

—A la mierda sesiones de grupo. Yo tengo trabajo.

Salió dando un portazo.

Nadie dijo nada. Solo se oía un susurro de papeles. Era Edelstein, que ya había acabado de cenar y giraba otra página de
Finnegans Wake
.

8

El pastor Russ Eddy salió de la caravana, se echó una toalla sobre sus hombros escuálidos y se paró un momento en el patio. Aquel lunes había amanecido despejado y luminoso en la misión. El sol naciente bañaba la arena del valle con una luz dorada, que teñía de amarillo las ramas del álamo seco situado junto a la pequeña caravana. Más allá, en el horizonte, se erguía Red Mesa, gigantesca, como un pilar de fuego bajo el primer sol de la mañana.

Miró hacia el cielo, juntó las palmas de las manos e, inclinándose, dijo con fuerza y nitidez:

—Gracias, Señor, por este día.

Tras un momento de silencio, arrastró los pies hasta la vieja bomba de agua situada en el porche y tiró la toalla sobre un viejo poste para atar a los caballos. Hizo rechinar con ímpetu el mango de la bomba una docena de veces, hasta que salió un chorro de agua fría que cayó en el interior de una tina galvanizada. Entonces se refrescó un poco la cara, sacó una pastilla de jabón, hizo espuma, se afeitó y se cepilló los dientes. Después se enjabonó la cara y os brazos, se aclaró, cogió la toalla del poste y se secó con brío.

Lo siguiente que hizo fue observarse en el espejo que colgaba de un clavo oxidado en la valla. Tenía la cara pequeña, con mechoncitos ralos encima. Despreciaba su cuerpo. Parecía un frágil pajarito. Mucho tiempo atrás, el médico le había dicho a su madre que se trataba de un «retraso en el crecimiento», y a Russ aún le dolía La insinuación de que su endeblez física era en cierto modo culpa suya un fracaso personal.

Se peinó con cuidado, tapando los avances de la calvicie, e hizo una mueca para inspeccionarse la dentadura torcida; nunca había tenido suficiente dinero para arreglarla. Por alguna razón se acordó de su hijo Luke (que debía de tener once años), y se angustió todavía más. No le había visto en seis años, seis años obligado a pagar una pensión que evidentemente no podía costear. De repente cruzó su pensamiento un recuerdo del niño, canijo, en un día caluroso de verano corriendo a través de un aspersor. Fue como si un cuchillo le cortase el cuello, como aquel cuchillo con el que había visto que una mujer navajo rebanaba el cuello a un cordero que se resistía y balaba, vivo aún, pero ya muerto.

Se estremeció al pensar en las injusticias sufridas durante su vida, en sus problemas económicos, en la infidelidad de su mujer, en el divorcio; víctima una y otra vez, sin ser culpable de nada. Había llegado a la reserva únicamente con su fe y con dos cajas repletas de libros. Ahora Dios ponía su fe a prueba con una vida de trabajo duro sin recompensa, y una penuria económica constante. Eddy aborrecía deber dinero, sobre todo a los indios. De todos modos, seguro que el Señor sabía lo que se hacía; poco a poco Eddy conseguía feligreses, aunque parecían más interesados por la ropa que les regalaba que por los sermones. Apenas le dejaban unos miserables dólares en el cepillo (que algunas semanas solo contenía veinte). Muchos, además, iban a misa en la misión católica para lle-varse gafas y medicamentos gratis, o a los mormones de Rough Rock por el suministro de alimentos. Era el problema de los navajos, que no sabían distinguir la voz del dinero de la de Dios.

Se paró un momento y buscó a Lorenzo con la mirada, pero su ayudante navajo aún no había aparecido. Pensar en él le puso ner-vioso. Ya era la tercera vez que desaparecía el dinero del cepillo, y ahora Eddy estaba seguro de que el culpable era Lorenzo. Solo había cincuenta y pocos dólares, pero la misión los necesitaba deses-peradamente. Y lo peor de todo era que aquello significaba robarle a Dios. El alma de Lorenzo corría peligro por cincuenta miserables pavos.

Eddy estaba harto. La semana anterior había decidido despedirle, pero necesitaba pruebas. Aunque pronto las tendría. El día anterior entre la colecta y el final del servicio, había marcado los billetes del cepillo con un rotulador fluorescente amarillo, y el tendero Je Blue Gap tenía instrucciones de avisarle si alguien los gastaba.

Se puso la camiseta y estiró los brazos, mirando su humilde misión con una mezcla de cariño y repugnancia. La caravana donde vivía se estaba cayendo a trozos. Cerca estaba el pajar prefabricado que le había comprado a un ranchero de Shiprock, y que, tras desmontarlo y transportarlo hasta allí, se había convertido en su iglesia. Un trabajo que deslomaría a cualquiera. En vez de bancos había sillas de plástico de distintos tamaños, formas y colores. La «iglesia» estaba abierta por tres de sus cuatro costados. Durante el sermón del día anterior se había levantado viento, que había tirado arena a los feligreses. La única pertenencia de cierto valor de Eddy estaba en la caravana: un iMac Intel Core Dúo con pantalla de veinte pulgadas, envío de un turista cristiano que al pasar por tie-rras navajo había quedado impresionado por la misión. Aquel or-denador era un regalo de Dios, su único medio de contactar con el mundo que estaba más allá de la reserva. Se pasaba muchas horas frente a él, visitando grupos de noticias cristianos y chats, mandando y recibiendo e-mails y organizando donativos de ropa.

Entró en la iglesia y empezó a disponer las sillas en hileras rectas, a la vez que limpiaba la arena de los asientos con un cepillo. Mientras tanto, pensó en Lorenzo, y se enfadó tanto que empezó a arrastrar ruidosamente las sillas. Se suponía que era trabajo de su ayudante.

Cuando acabó de arreglar las sillas, subió a la plataforma que hacía las veces de pulpito con una escoba grande, y empezó a barrer la arena del fondo. Mientras barría, vio que Lorenzo aparecía en el patio. Ya era hora. El navajo siempre recorría a pie los tres kilómetros desde Blue Gap, y tenía tendencia a llegar silenciosa e inesperadamente, como un fantasma.

Eddy se írguió y se apoyó en el mango de la escoba, esperando a que el joven navajo penetrase en la sombra de la iglesia. —Hola, Lorenzo —saludó, haciendo un esfuerzo de serenidad—.Que el Señor te bendiga y te guíe durante el día de hoy. Lorenzo echó hacia atrás sus largas trenzas.

—Hola.

Eddy le miró atentamente a la cara, en busca de señales de que se hubiera drogado o emborrachado, pero Lorenzo desvió la mirada, le cogió la escoba y empezó a barrer. Si los navajos normalmente ya eran inescrutables, Lorenzo lo era todavía más; era un hombre solitario y poco hablador que iba a lo suyo. Era difícil saber si tenía algo en la cabeza aparte del ansia de drogas y alcohol. Eddy no recordaba haberle oído ni una sola frase entera. Parecía mentira que hubiera ido a Columbia, aunque no se hubiera licen-ciado.

Se apartó para ver cómo barría, con golpes de escoba lentos y poco eficaces que dejaban un rastro de arena. Reprimió las ganas de decirle algo sobre el dinero de la colecta. Eddy prácticamente no tenía ni para comer, y una vez más tendría que pedir prestado para la gasolina. Sin embargo, a Lorenzo no se le ocurría nada mejor que robar el dinero de Dios, seguro que para drogas o alcohol. La idea de pedirle cuentas empezó a poner nervioso a Eddy. Habría que esperar a saber algo del tendero, porque necesitaba pruebas. Si acusaba a Lorenzo y el chico lo negaba (porque seguro que lo negaría, el muy mentiroso), ¿qué podía hacer sin pruebas?

—Lorenzo, por favor, cuando hayas acabado ordena la ropa que acaba de llegar.

Señaló varias cajas, llegadas el viernes de una iglesia de Arkansas.

Lorenzo gruñó en señal de que lo había oído. Eddy se quedó un rato más, viendo lo mal que barría. Decididamente, estaba flipado. Había robado la colecta para comprar droga. Y ahora, para pasar la semana, Eddy tendría que pedir prestado para gasolina y comida.

Tembló de rabia, pero no dijo nada; dio media vuelta y camino otra vez con pasos rígidos hasta la caravana, para tomar un exiguo desayuno.

9

Ford se paró en la entrada del establo. Era lunes por la mañana, y el sol entraba oblicuamente, iluminando un torbellino de motas de polvo. Oyó que los caballos se movían y comían. Finalmente se internó por el pasillo central, hasta el primer box, donde un caballo pinto lo miró con la boca llena de avena. —¿Cómo te llamas, compañero?

El caballo relinchó suavemente, y bajó la cabeza para seguir comiendo.

Hacia el fondo del establo se oyó el ruido de un cubo. Ford se volvió y vio que una cabeza se asomaba por el último box. Era Kate Mercer.

Se miraron.

—Buenos días —saludó Ford, con la esperanza de que su sonrisa pareciera tranquila. —Buenos días.

—Subdirectora, experta en teoría de cuerdas, cocinera… ¿y ahora también mozo de cuadra? Eres una mujer realmente polifacética.

Trató de adoptar un tono frívolo. Bastante esfuerzo le costaba no pensar en otros talentos de Kate. Sí, podría decirse así. Kate se tocó la frente con el dorso de la mano (llevaba guantes) y caminó hacia Ford cargando un cubo de grano. Se le había enredado un poco de paja en su pelo brillante. Vestía unos vaqueros ajustados, y una cazadora vaquera vieja por encima de una camisa de hombre blanca, bien planchada. El primer botón estaba desabrochado. Ford entrevió la suave curva de sus pechos.

Tragó saliva, y no se le ocurrió nada demasiado ingenioso.

—Te has cortado el pelo.

—Sí, el pelo suele crecer.

Él no iba a morder el anzuelo.

—Te queda bien —dijo insípidamente.

—Es como una versión personal de un corte tradicional japonés que se llama umano-o.

Con Kate, la cuestión del pelo siempre había sido delicada. Su madre, japonesa, no quería que su hija tuviera nada que ver con Japón; se negaba a oír hablar japonés en casa, e insistía en que Kate llevara el pelo largo y suelto, como una americana de pura cepa. En eso Kate había dado el brazo a torcer, pero cuando su madre empezó a insinuar que Ford sería un marido americano ideal únicamente logró que la joven se fijara más en los defectos de su novio.

Ford intuyó el significado del nuevo corte de pelo.

—¿Y tu madre?

—Murió hace cuatro años.

—Lo siento.

Una pausa.

—¿Vas a dar un paseo a caballo? —preguntó Kate.

—Estaba planteándomelo.

—No sabía que supieses montar.

—A los diez años pasé un verano de campamentos en un rancho.

—Entonces te aconsejo a Snort. —Kate señaló al pinto.

—¿Adonde pensabas ir?

Ford sacó de su bolsillo un mapa del servicio nacional de cartografía y lo desplegó.

—Quería hacer una visita a Blackhorse, para ver al chamán. En coche parecen treinta kilómetros de mala carretera, pero a caballo, si tomo el camino del borde de la mesa, solo son diez.

Kate cogió el mapa y lo examinó.

—Te refieres al Camino de Medianoche. No es para jinetes novatos.

—Me ahorraría varias horas.

—De todos modos, yo de ti iría en jeep.

—Es que no quiero llegar en un coche lleno de distintivos del gobierno.

—Hum… Ya te entiendo.

Se quedaron callados.

—Bueno —dijo Kate—, en ese caso el caballo que más te conviene es Ballew.

Descolgó un ronzal, entró en un box y salió con un caballo de color parduzco, cuellicorto, panzón y con la cola pelada.

—Parece que lo hayan rechazado en la fábrica de comida para perros.

—No te fíes de las apariencias. El viejo Ballew es un caballo resistente, y lo bastante listo para no ponerse nervioso en un camino como el de Medianoche. Vamos, coge la silla y el sudadero de aquel gancho, y pongámoselos.

Cepillaron al caballo, le pusieron la silla, lo embridaron y lo hicieron salir del establo.

—¿Sabes subir? —preguntó Kate. Ford se la quedó mirando. —Pones el pie en el estribo y te aupas, ¿no?

Kate le sujetó las riendas. Ford las cogió como buenamente pudo, pasó una por el cuello del caballo, aguantó el estribo con la mano e introdujo el pie. —Espera, tienes que…

Other books

Glitter. Real Stories About Sexual Desire From Real Women by Mona Darling, Lauren Fleming, Lynn Lacroix, Tizz Wall, Penny Barber, Hopper James, Elis Bradshaw, Delilah Night, Kate Anon, Nina Potts
Haunted Island by Joan Lowery Nixon
Prester John by John Buchan
The Negotiator by Chris Taylor