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Authors: Douglas Preston

Tags: #Techno-thriller, ciencia ficción, Intriga

Blasfemia (16 page)

BOOK: Blasfemia
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Corrió por un caballón de piedra desnuda, que no le ofrecía ninguna protección, pero en el que al menos no quedarían marcadas sus pisadas. Delante había varios pequeños barrancos que zigzagueaban hacia el borde de la mesa. Tardó muy poco en llegar al primero. Saltó y bajó corriendo por el cauce seco del fondo, hasta donde este se torcía bruscamente al acercarse al borde de la mesa. Entonces se escondió en un saliente de piedra y miró hacia atrás. Su perseguidor se había quedado en el borde, examinando la arena del suelo con la linterna.

Era Wardlaw, con absoluta certeza.

El jefe de seguridad se levantó y movió el haz de la linterna por el cauce. Después bajó, ayudándose con las manos, y se dirigió hacia donde estaba Ford, con la pistola preparada.

Ford trepó por la parte que quedaba oculta. Justo cuando llegaba al final del barranco, y quedaba fugazmente a la vista, se sucedieron rápidamente dos disparos, uno de los cuales descascarilló la piedra que estaba más cerca de él.

Echó a correr por un tramo desprotegido de arena, con la esperanza de llegar al fondo antes de que Wardlaw alcanzase el punto más alto del cañón. El esfuerzo era tan grande, que parecía que le estuvieran clavando cuchillos en los pulmones. Poco antes del final, cambió de dirección y fue hacia un llano de roca desnuda y erosionada. La falta de vegetación lo hacía arriesgado, pero al fondo había un conjunto de pilares que le brindaría protección, y una posible escapatoria. Saltó de la última duna y empezó a correr por el llano, que, de momento, Wardlaw no podía ver. De repente vio algo que le hizo cambiar de planes. A medio camino se hundía un poco la roca, y quedaba un espacio suficientemente oscuro para esconderse. Volvió de golpe y se dejó caer. No era un gran escondrijo; bastaba con que Wardlaw enfocase correctamente la linterna, pero probablemente daría por supuesto que Ford había corrido hacia el magnífico refugio de los pilares del fondo.

Minutos después oyó que Wardlaw corría por la roca, hasta que sus jadeos se alejaron. Contó hasta sesenta y asomó la cabeza con precaución. Vio que la linterna de Wardlaw se movía por las rocas del fondo, escudriñando a conciencia el laberinto de piedra.

Saltó y volvió corriendo a Nakai Valley.

Después de dar un amplio rodeo, Ford llegó a la parte trasera de su casita. Se cercioró de que Wardlaw no hubiera apostado a alguien a vigilar, y entró furtivamente. Empezaba a amanecer por el este. En la mesa resonó el grito lejano de un puma. Fue al dormitorio con la esperanza de poder dormir un poco antes del desayuno, pero al llegar se quedó mirando la cama. Había un sobre encima de la almohada. Lo cogió y sacó la nota. «Siento no haberte encontrado», rezaba en una letra generosa y re-dondeada. Lo firmaba «Melissa».

Lo dejó otra vez sobre la almohada, diciéndose con ironía que los riesgos de aquella misión apenas empezaban a desvelar su verdadera magnitud.

18

Una hora después, cuando Ford entró a desayunar, se encontró con el olor tonificante del café, el beicon y los panqueques. Miró desde la puerta. Había poca gente. Varios miembros del equipo estaban en el Bunker, y otros prestaban declaración al FBI en la sala de descanso. Como siempre, Hazelius presidía la mesa.

Respiró hondo y entró. Si hasta entonces los científicos tenían mala cara, ahora parecían zombis comiendo en silencio, con los ojos rojos y la mirada perdida. El que tenía peor aspecto era Hazelius.

Se sirvió una taza de café. Pocos minutos después, cuando entró Wardlaw, Ford le observó de reojo. En contraste con los demás, se le veía descansado, impasible y más simpático de lo habitual, saludando con la cabeza mientras iba hacia su asiento.

Kate iba y venía de la cocina con bandejas de comida. Ford hizo lo posible por no mirarla. Todos hablaban con desgana. Nadie quería comentar nada de Volkonski. Cualquier tema de conversación era bueno para evitarlo.

Corcoran se sentó a su lado. Sintiéndose observado, Ford se volvió y se encontró con una sonrisa cómplice.

—¿Dónde estabas esta noche? —le preguntó en voz baja inclinándose hacia él.

—Paseando.

—Ya.

Corcoran miró hacia Kate con una sonrisita. «Cree que me acuesto con Kate.» Después se volvió hacia el grupo y dijo:

—Esta mañana salimos en todas las noticias. ¿Os habéis enterado?

Todos dejaron de comer.

—¿No, nadie? —Corcoran miró a su alrededor con aire triunfal. —No es lo que os pensáis. Peter Volkonski no sale, al menos por ahora.

Volvió a mirar al grupo, disfrutando de su atención.

—Se trata de algo bastante extraño. ¿Sabéis aquel telepredicador que tiene una iglesia enorme en Virginia? ¿Spates? Pues en el
Times
digital de esta mañana hay un artículo sobre él y sobre nosotros.

—¿Spates? —Innes se inclinó al otro lado de la mesa—. ¿El predicador al que pillaron con aquellas putas? ¿Qué tiene que ver con nosotros?

La sonrisa de Corcoran se volvió más amplia.

—Su sermón del domingo pasado fue un monográfico sobre nosotros.

—Pues no puedo imaginar por qué —dijo Innes.

—Dijo que éramos una pandilla de científicos impíos que estábamos desmintiendo el libro del Génesis. El sermón está disponible en versión completa como podcast en su página web. «Os saludo en nombre de nuestro Señor y Salvador Jesucristo» —recitó Corcoran, haciendo una imitación casi perfecta del acento sureño de Spates, en una nueva demostración de su talento como imitadora.

No puedes decirlo en serio —dijo Innes.

Corcoran tocó a Ford con la pierna por debajo de la mesa.

—¿Tú no te habías enterado? —No.

—Pero ¿acaso alguien tiene tiempo de leer las noticias? —preguntó Thibodeaux con voz aguda, irritada—. A mí ya me cuesta bastante acabar mi trabajo.

—No lo entiendo —dijo Dolby—. ¿En qué sentido estamos desmintiendo el Génesis?

—Estamos investigando el Big Bang, esa teoría humanista secular que el universo se creó al margen de la mano de Dios. Forrmamos parte de una guerra contra la fe. Odiamos a Cristo.

Dolby sacudió la cabeza, irritado.

—Según el
Times
, el sermón ha armado un gran revuelo. Ya hay varios congresistas del sur que piden una investigación y que amenazan con cerrar el grifo del dinero.

Innes se volvió hacia Hazelius.

—¿Tú lo sabías, Gregory?

Hazelius asintió cansadamente.

—¿Y qué vamos a hacer?

Dejó su taza de café y se frotó los ojos.

—La prueba de Stanford-Binet demuestra que el setenta por ciento de los seres humanos tienen una inteligencia igual o por debajo de la media. Dicho de otra manera, más de dos tercios de la población mundial está dentro de la media, que ya es ser bastante tonto, o bien son imbéciles clínicos.

—No estoy seguro de ver por dónde vas —dijo Innes.

—Estoy diciendo que el mundo es así, George. Resígnate.

—Pero tendremos que emitir un comunicado para refutar esta acusación —opinó Innes—. Por lo que a mí respecta, la teoría del Big Bang es perfectamente compatible con creer en Dios. Lo uno no excluye lo otro.

Edelstein levantó la vista del libro con una chispa de diversión en la mirada.

—Si eso es realmente lo que piensas, George, es que no entiendes ni a Dios ni el Big Bang.

—Un momento, Alan —le interrumpió Ken Dolby—. Se puede tener una teoría puramente física, como la del Big Bang, y seguir creyendo que detrás está Dios.

Los ojos oscuros de Edelstein se enfocaron en él.

—Si la teoría lo explica todo, como debe hacer una buena teoría, entonces Dios sería innecesario, un simple espectador. ¿Que sentido tiene un Dios inútil?

—¿Por qué no nos dices lo que piensas de verdad, Alan? —dijo sarcásticamente Dolby.

Innes habló en voz alta, adoptando su tono profesional.

—Seguro que el mundo es bastante grande para que quepan Dios y la ciencia.

Corcoran puso los ojos en blanco.

—Yo me opondría a cualquier declaración que se hiciera en nombre del proyecto
Isabella
en el que se mencionase a Dios —objetó Edelstein.

—Basta de discusiones —interrumpió Hazelius—. No habrá ningún comunicado. Que lo resuelvan los políticos.

En ese momento se abrió la puerta de la sala y tres científicos salieron seguidos por los agentes especiales Greer y Álvarez, y el teniente Bia. Se hizo el silencio.

—Quería darles las gracias por su colaboración —dijo Greer fríamente, con el portapapeles en la mano, dirigiéndose al grupo—. Ya tienen mi tarjeta. Si necesitan algo más o si se acuerdan de algo útil, llámenme, por favor.

—¿Cuándo sabremos algo? —preguntó Hazelius.

—En dos o tres días.

Después de un silencio, Hazelius dijo:

—¿Puedo hacerle un par de preguntas?

Greer esperó.

—¿Encontraron la pistola en el coche?

—Sí —respondió después de vacilar.

—¿Dónde?

—En el suelo, en el lado del conductor. Tengo entendido que el doctor Volkonski recibió un disparo a bocajarro en la sien derecha cuando estaba sentado al volante. ¿Correcto?

—Correcto.

—¿Había alguna ventanilla abierta?

—Todas estaban cerradas.

—¿Estaba puesto el aire acondicionado?

—Sí.

—¿Y los seguros de las puertas?

—También.

—¿La llave de contacto?

—También.

—Los tests de la mano derecha del doctor Volkonski han dado positivo en restos de pólvora?

Un silencio.

—Aún no han llegado los resultados. —Gracias.

Ford se dio cuenta de la importancia de las preguntas. Estaba claro que Greer también. Cuando los agentes salieron de la sala, se reanudó la comida en un silencio tenso. Parecía flotar en el aire la palabra «suicidio», sin que la pronunciase nadie.

Al final de la comida, Hazelius se levantó.

—Desearía pronunciar unas palabras. —Sus ojos cansados re-corrieron toda la sala—. Ya sé que estáis tan afectados como yo.

Varias personas cambiaron de postura, incómodas. Ford miró a Kate con disimulo. Más que afectada, parecía destrozada.

—Los problemas del
Isabella
se cebaron particularmente en Peter, por razones que todos conocemos. Hizo un esfuerzo sobrehumano por arreglar las dificultades con el software del proyecto, y supongo que acabó rindiéndose. Me gustaría recitar unos versos en su memoria, de un poema de Keats sobre el momento trascendental del descubrimiento.

Recitó de memoria:

Y supe qué se siente al otear

nuevos planetas en el firmamento,

o qué sintió Cortés al contemplar,

águila audaz, el Pacífico inmenso

(y entre sus hombres todo era dudar),

en lo alto del Darién, en gran silencio.

Hazelius hizo una pausa y alzó la vista.

—Ya lo he dicho otras veces: en este mundo, ningún descubrimiento que valga la pena es fácil. Cualquier gran exploración de lo desconocido es peligrosa, física y psicológicamente. No hay más que pensar en el viaje de Magallanes alrededor del mundo o en el descubrimiento de la Antártida por el capitán Cook; por no hablar del programa Apollo, o el del transbordador espacial. Ayer sufrimos una baja a causa de los rigores de la investigación. Al margen del resultado que obtengamos (y creo que la mayoría ya adivina cuál será), siempre consideraré a Peter un héroe.

Hizo una pausa, con un nudo en la garganta, y al cabo de un momento carraspeó.

—La siguiente prueba del
Isabella
empezará mañana a mediodía. Todos sabéis qué debéis hacer. Los que aún no estemos en la montaña nos reuniremos aquí, en la sala de descanso, a las once y media, y saldremos en grupo. A las doce menos cuarto se cerrarán las puertas del Bunker. Esta vez, señoras y señores, prometo que contemplaremos el Pacífico, como Cortés.

A Ford le impresionó el fervor de su voz: el fervor del auténtico creyente.

19

Esa misma mañana, el reverendo Don T. Spates se sentó en el sillón de su despacho, accionó una palanca para ajustar el soporte lumbar y manipuló un rato el resto de controles hasta sentirse cómodo. Se encontraba bien. El proyecto
Isabella
había resultado ser una cuestión candente, y le pertenecía. Era suya. Llegaba dinero a mansalva, y los teléfonos no daban abasto. La cuestión era cómo abortarla en su programa cristiano del viernes por la noche,
América: mesa redonda
. En un sermón podía jugar con las emociones y ponerse melodramático, mientras que
América: mesa redonda
apelaba a la razón. Era un programa respetado. Por eso Spates necesitaba datos sólidos, algo de lo que prácticamente carecía aparte de lo que pudiera conseguir en la página web del proyecto
Isabella
. Ya había cancelado a los invitados citados con varias semanas de antelación, y había encontrado uno nuevo, un físico capacitado para hablar sobre el proyecto
Isabella
. Sin embargo, necesitaba algo más. Necesitaba una sorpresa.

Charles, su ayudante, entró en el despacho con las carpetas de cada mañana.

—Los e-mails que solicitó ver, reverendo. Mensajes. Agenda del día.

Las dejó una al lado de la otra, con discreta eficacia.

—¿Dónde está mi café?

Apareció su secretaria.

—¡Buenos días, reverendo! —dijo, animada.

Su pelo, cardado y con mechas, reflejaba el sol matinal. Depositó una bandeja frente a Spates: una cafetera de plata, una taza, azúcar, una jarrita con leche, una galleta de nueces de macadamia y el
Virginia Beach Daily Press
recién impreso.

—Cierra la puerta al salir.

De nuevo solo, y en plácido silencio, Spates se sirvió un café, se apoyó en el respaldo del sillón, acercó la taza a los labios y tomó el primer sorbo, amargo y delicioso. Tras paladear el café, se lo tragó, expulsó el aire y dejó la taza en su sitio. A continuación cogió la carpeta de los e-mails. Cada día, Charles y tres ayudantes hacían una criba de los miles de e-mails que llegaban, para elegir los de quienes habían hecho, o parecían dispuestos a realizar, donativos del nivel «1.000 bendiciones», así como los de políticos y figuras del mundo empresarial a quienes hubiera que dorar la píldora. Ahí estaba la selección, que requería una respuesta personal; generalmente, dar las gracias por el dinero o pedir un donativo.

Cogió el primer e-mail del montón y, tras una lectura somera, redactó una respuesta y la dejó a un lado. Después cogió el segundo mensaje, y así con todos. Cuando llevaba un cuarto de hora, apareció un e-mail con un Post-it de Charles: «Parece interesante».

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