—Sí.
—Muy bien. Escúchenme: los del proyecto
Isabella
que hagan el favor de volver a su base. Doctor Hazelius, ocúpese de reunir a todo el mundo en algún sitio a las… —Miró el cielo, y después su reloj—. Siete. Les tomaré declaración a todos.
—Lo siento, pero no podrá ser —dijo Hazelius—. No podemos prescindir de todo el personal al mismo tiempo. Tendrá que tomar declaración en dos turnos.
Greer se quitó las gafas y le miró muy fijamente.
—Espero a todo el mundo en el mismo lugar a las siete, ¿me explico?
Hablaba con precisión, marcando las sílabas.
Hazelius sostuvo su mirada afablemente, sin asomo de amenaza.
—Señor Greer, dirijo una máquina de cuarenta mil millones de dólares que se encuentra en el interior de esta montaña, y estamos en pleno experimento, un experimento científico clave. Seguro que no querrá que salga nada mal, y menos si tengo que decir a los investigadores del Departamento de Energía que la máquina se ha quedado sin vigilancia porque usted ha insistido. Esta noche tengo que quedarme en la montaña con tres miembros del equipo. Estarán disponibles para el interrogatorio mañana por la mañana.
—De acuerdo —asintió secamente Greer tras una larga pausa.
—Estaremos a las siete en el antiguo almacén —dijo Hazelius—. Es el edificio viejo de troncos. No tiene pérdida.
Ford volvió al jeep y subió, seguido por Kate. Arrancó y vieron a la carretera.
—No puedo creerlo —dijo Kate con voz temblorosa. Estaba pálida. Hurgó en un bolsillo, sacó un pañuelo y se lo pasó por los ojos. Es horrible —dijo—. Realmente, no puedo creerlo.
Mientras el jeep se alejaba por la carretera, Ford vio por última vez a los dos coyotes, que, terminada la comida, merodeaban al margen, donde no pudieran dispararles, con la esperanza de repetir más tarde.
Pensó que a pesar de su belleza, Red Mesa era una tierra inhóspita.
A las siete en punto, el teniente Joseph Bia entró detrás de Greer y Álvarez en el antiguo almacén de Nakai Rock. Lo recordaba de su infancia, cuando el encargado era el viejo Weindorfer; tuvo un momento de nostalgia. Aún veía la tienda: el cubo de harina, los montones de tuberías en venta, los cabestros y lazos, los tarros de caramelos… Al fondo solían estar amontonadas las alfombras que Weindorfer recibía como pago. La sequía de 1954-1955 había matado a la mitad de las ovejas de la mesa, no sin que antes lo dejaran todo pelado. Era la época en la que la Peabody Coal sacaba casi veinte mil toneladas de carbón al día. Con el dinero de la com-pañía, el consejo tribal había indemnizado a todos los habitantes de la mesa, y les había realojado en los bloques de protección oficial de Blue Gap, Piñón y Rough Rock. Los padres de Bia estaban entre los desplazados al llano. Era la primera vez que volvía en cincuenta años, y lo vio totalmente distinto; aun así, reconoció el antiguo olor a humo de leña, polvo y lana de oveja.
Los científicos ya estaban reunidos. Eran nueve; estaban tensos y a la espera. Su aspecto era pésimo. Bia tuvo la corazonada de que sucedía algo más aparte de la muerte de Volkonski, y de que ese algo pasaba desde hacía cierto tiempo. Lamentó que fuera Greer quien estuviese al frente de la investigación. Había sido un buen agente, al menos hasta alcanzar el destino de todos los buenos agentes: ser puestos al mando, y a una vez allí, echarse a perder dedicando a mayoría del tiempo a enviar papeles del punto A al punto B. —Buenas tardes a todos —dijo Greer, quitándose las gafas de sol y avisando a Bia con la mirada de que hiciera lo mismo.
Bia se las dejó. No le gustaba que le dieran órdenes. Siempre había sido así. Le venía de familia. Hasta su apellido, Bia, tenía su origen en la negativa de su abuelo a dar el suyo cuando le llevaron a la fuerza al internado; le registraron como «bia», las siglas de Bureau of Indian Affairs, el Departamento de Asuntos Indígenas Muchos navajos habían hecho lo mismo. Por eso Bia era un apellido tan frecuente en la reserva. Para él era motivo de orgullo. Aunque no fueran parientes, todos los Bia tenían algo en común: no les gustaban los mandones.
—Iremos tan deprisa como podamos —dijo Greer—. Pasarán de uno en uno, en orden alfabético.
—¿Ya han averiguado algo? —preguntó Hazelius.
—Sí, algo sí —contestó Greer.
—¿El doctor Volkonski fue asesinado?
Bia esperó la respuesta de Greer, que no llegó. Era una pregunta con la que llevaban bregando desde el primer momento, pero todavía había que analizar las pruebas forenses. El informe aún tardaría un poco. Todo lo hacían en Flagstaff. Tuvo dudas de que llegara a ver algo más que un resumen. Su inclusión en el caso solo se debía a que algún burócrata del FBI necesitaba un nombre para rellenar una casilla de un formulario, como prueba de «colaboración» con la policía tribal, por usar una palabra que tanto gustaba en el FBI.
Se dijo que de todos modos a él no le interesaba el caso. No era su gente.
—¿Melissa Corcoran? —llamó Greer.
Se levantó una rubia atlética, con más aspecto de tenista profesional que de científica.
Bia entró con ellos en la biblioteca, donde Álvarez dispuso una mesa y algunas sillas e instaló una grabadora digital. El interrogatorio corrió a cargo de Greer y Álvarez; Bia escuchaba y tomaba notas. Fue rápido, con las preguntas muy seguidas, y en poco tiempo consiguieron una versión coherente: todos habían sufrido una gran presión; las cosas no iban viento en popa; Volkonski era una persona nerviosa, y se lo había tomado particularmente mal, había empezado a beber, y existía la sospecha de que tomara drogas más duras. Corcoran contó que una noche Volkonski empezó a aporrear su puerta, borracho, diciendo que quería acostarse con ella. Innes, el psicólogo del equipo, se refirió al aislamiento, y dijo que Volkonski estaba deprimido y en estado de negación. Wardlaw, el de inteligencia, dijo que el ruso había tenido un comportamiento errático y que era descuidado en cuestiones de seguridad.
Todo ello ya lo había confirmado el registro de la vivienda de la víctima: botellas de vodka vacías, rastros de metanfetamina en polvo en un mortero, ceniceros rebosantes de colillas y montones de DVD porno, por no hablar de la leonera en la que se había convertido la casita.
Todas las versiones eran coherentes y creíbles, con el punto justo de contradicción para no haber sido ensayadas. Trabajando en la reserva, Bia había visto muchos suicidios, y aquello parecía de lo más sencillo, excepto por algunos detalles: no era fácil dispararse un tiro mientras se arrojaba el coche por un barranco. Por otro lado, si se tratase de un asesinato, el asesino habría incendiado el coche. A menos que fuera inteligente, y la mayoría de los asesinos no lo eran.
Sacudió la cabeza. Estaba pensando en vez de escuchar. Era su peor costumbre.
A las ocho y media, Greer ya había terminado. Hazelius les acompañó hasta la puerta, donde Bia, que hasta entonces no había dicho nada, se paró, se quitó las gafas de sol y se dio unos golpecitos en la uña del dedo gordo con ellas. —Tengo una pregunta, doctor Hazelius.
—Dígame.
—Ha dicho que Volkonski y todos los demás han estado sometidos a un gran estrés. ¿Por qué razón, exactamente? Hazelius respondió tranquilamente.
—Porque hemos construido una máquina que ha costado cuarenta mil millones de dólares y no conseguimos que esa condenada funcione. —Sonrió—. ¿He respondido a su pregunta, teniente?
—Gracias. Ah… Otra cosa, si no le importa.
—Teniente —lo interrumpió Greer—, ¿no le parece que ya hemos sido bastante exhaustivos?
Bia se hizo el sordo.
—¿Buscará a otra persona para hacer el trabajo del señor Volkonski?
Se hizo un breve silencio.
—No, ya lo haremos entre Rae Chen y yo.
Bia se puso de nuevo las gafas y se volvió para irse. En el caso había algo que no le gustaba, pero que le aspasen si podía decir qué era.
Las tres de la mañana. Ford abrió la puerta trasera de su casa y salió a la oscuridad con una mochila en la espalda. Las estrellas brillaban en el cielo. Un coro de aullidos de coyote se apagó a lo lejos. Casi había luna llena, y el aire del desierto era tan puro que la luz daba un tono plateado hasta al último detalle del paisaje. Pensó que era una noche muy bonita. Lástima que no tuviera tiempo para apreciar su belleza.
Examinó el pequeño asentamiento. Las demás casitas estaban a oscuras, menos la última del final de la curva: la de Hazelius; una luz amarilla, en el dormitorio trasero, se filtraba por las cortinas.
La casita de Volkonski quedaba al otro lado, a cuatrocientos metros por la curva.
Cruzó corriendo el patio iluminado por la luna, hasta cobijarse en las sombras de los álamos. Se movía despacio, esquivando las manchas de luz. Al llegar a la casa de Volkonski, echó un vistazo al terreno, pero no vio ni oyó nada.
Ya en la parte trasera, se pegó a la oscuridad de la pared, junto a la puerta, precintada por la policía. Metió la mano en la mochila y sacó unos guantes de cabritilla y un cuchillo. Giró el pomo. Estaba cerrado, por supuesto. Sopesó brevemente las consecuencias de romper el precinto y decidió que valía la pena.
Cortó la cinta. Después sacó una toalla de la mochila, envolvió una piedra y la apretó contra el cristal hasta que este se partió con una vibración. Tras retirar los trozos, introdujo una mano, abrió el cerrojo y entró.
Recibió de lleno el olor de la desesperación de Volkonski: humo viejo de cigarrillos y marihuana, alcohol de garrafa, cebollas hervidas y aceite de freír pasado. Sacó de la mochila una linterna led y barrió el suelo. La cocina estaba hecha un desastre; un moho verde y gris se extendía por una bandeja de papel con col hervida y pimientos en miniatura, que debían de llevar varios días en el mismo sitio. La papelera de reciclaje estaba tan llena que se habían caído varias botellas de cerveza y botellines de vodka. Algunos se habían roto en el suelo de baldosas de Saltillo, y los trozos estaban recogidos en un rincón.
Pasó al salón comedor. La alfombra crujía de suciedad, y el sofá estaba manchado. El único adorno eran un par de dibujos infantiles pegados con celo a una puerta: en el primero había una nave espacial, y en el segundo la nube en forma de seta de una bomba ató-mica. Aparte de eso no había fotos de mujer ni de hijos. Ni un solo detalle sentimental.
¿Por qué Volkonski no se había llevado los dibujos? Probablemente no fuera un padre ejemplar. De hecho, a Ford incluso le costaba imaginárselo en aquel papel.
La puerta del dormitorio, que daba al pasillo, estaba abierta. Aun así, en el interior olía a cerrado. La cama tenía el triste aspecto de las que nunca se hacen, con sábanas que no se cambian. La cesta de la ropa sucia estaba a rebosar. En el armario, medio lleno de ropa, Ford encontró un traje. Palpó la tela: lana de calidad. Pasó la mano por el resto de las prendas. Volkonski había llevado mucha ropa al desierto, ropa que en su línea (entre cutre y con estilo) no carecía de elegancia. Seguro que no sabía dónde se metía, al menos socialmente. Pero ¿por qué no llevársela?
Salió al pasillo y entró en el segundo dormitorio, convertido en despacho. Faltaba el ordenador, pero aún estaban los cables USB y FireWire, desconectados, así como una impresora, un módem de alta velocidad y una estación base wifi. Había discos de ordenador por todas partes, como si los hubiera seleccionado apresuradamente.
Al abrir el primer cajón de la mesa del ordenador, encontró más desorden: bolígrafos que perdían tinta, lápices mordisqueados y fajos impresos de programación en lenguaje ensamblador, del tipo que se tardaría años en analizar. En el siguiente cajón encontró un montón de carpetas desordenadas. Les echó un vistazo: más lenguaje de programación impreso, notas en ruso y diagramas de flujo. Levantó el fajo. Debajo había un sobre, cerrado y con sello, pero sin dirección, y partido por la mitad. Sacó los dos trozos y, al desdoblarlos, no encontró una carta sino una página en código informático hexadecimal. Escrita a mano. La fecha era del lunes, el día que Volkonski se había ido. Nada más.
Se le acumulaban las preguntas. ¿Por qué lo había escrito si después lo había roto? ¿Por qué había puesto el sello, pero no la dirección? Y, por encima de todo, ¿por qué lo había escrito a mano? Nadie escribía un código a mano. Era muy farragoso, y con un índice de errores absurdamente elevado.
Tuvo una idea: en un entorno informático tan protegido como el del proyecto
Isabella
, no se podían copiar, imprimir, transmitir ni enviar datos por e-mail sin que quedase registrado. Con una copia a mano, en cambio, al ordenador no le quedaba constancia de nada. Guardó los fragmentos de carta en el bolsillo. En cualquier caso eran importantes.
En el porche de atrás oyó que crujía la arena. Apagó la linterna y se quedó como una estatua. Silencio. Después, un ligerísimo crac crac entre la suela de un zapato y el suelo de la cocina.
No podía salir por ninguna puerta, la de la cocina y la principal sin que le vieran. Otro crujido casi imperceptible, más cerca. El intruso sabía que Ford estaba allí, e iba en su busca avanzando muy despacio, sin duda para tenderle una emboscada. Sin hacer ruido, Ford cruzó la alfombra, se acercó a la ventana trasera y levantó las manos. Giró el pestillo circular, cogió el panel superior y empujó un poco hacia arriba. Estaba atascada.
Casi no tenía tiempo. Con un fuerte empujón, el panel corredero cedió. Décimas de segundo después entró corriendo el intruso. Ford se lanzó por la ventana, desgarrando la mosquitera justo en el momento en que dos disparos muy seguidos de una pistola de poco calibre con silenciador resquebrajaban el cristal un poco más arriba. Ford rodó por el suelo entre una lluvia de cristales.
Inmediatamente se levantó y corrió, zigzagueando entre los álamos, en la oscuridad. Al llegar al final de los árboles, subió corriendo por el valle en campo abierto. La luna brillaba tanto que veía correr su sombra.
Sus oídos captaron el zumbido sordo de unas balas de velocidad inicial baja. Tenía que ser Wardlaw; era el único que podía tener un silenciador, o disparar así.
Al llegar al bulto oscuro de Nakai Rock, volvió a la izquierda y corrió por el camino que subía a los riscos. Pasó otra bala por su izquierda, con un zumbido de avispa. Rápidamente abandonó el camino y escaló hacia el borde por las rocas, siempre a cubierto. Poco después llegó a la cima, con las piernas agarrotadas por el esfuerzo, y se paró a mirar hacia atrás. Una silueta le perseguía por las rocas a doscientos metros.