—Deberíamos registrar la casa y el terreno de los Sartorius —propuso Behnke.
—¿Por qué? Todavía no hay motivo para hacer tal cosa —objetó Pia en el acto, aunque sabía que no era del todo cierto. Por desgracia, los hechos hablaban alto y claro en contra de Tobias Sartorius. Sus amigos habían confirmado que se presentó en el taller sobre las 19 horas. Jörg Richter lo llamó por la tarde para invitarlo. Tobias bebió algo, por supuesto, pero no tanto como para sufrir semejante apagón. Alrededor de las 22 horas se fue del taller, de repente. En un principio, sus amigos pensaron que solo había ido a orinar, pero no volvió.
—Por favor, ha desaparecido una chica de diecisiete años que, según se ha demostrado, se relacionaba con un asesino condenado —se acaloró Behnke—. Tengo una hija de esa edad, entiendo perfectamente cómo lo están pasando sus padres.
—¿Acaso crees que es necesario tener hijos para ponerse en el pellejo de los padres? —espetó Pia—. Y, ya que te pones a pedir órdenes de registro, ¿por qué no pides de paso una para la casa de los Terlinden? Los perros encontraron un montón de rastros en ella.
—Es cierto —terció Bodenstein antes de que ambos acabaran enzarzándose en una pelea delante de todo el equipo—, pero la propia madrastra de Amelie ha confirmado que la chica solía ir a casa de los vecinos, de manera que no se sabe si esos rastros son relevantes para el caso que nos ocupa.
Pia calló. Tobias le había pedido a su padre que dijera la verdad, aun cuando debía de saber que eso lo incriminaría. Podría haberse callado o utilizar a su padre de coartada, como este le propuso en un principio. ¿Renunciaría a ello solo porque en su momento no sirvió de nada?
—Creo que Amelie dio con algo relacionado directamente con el caso de entonces —afirmó al cabo de un rato—. Y también creo que hay gente muy interesada en que los secretos sigan siendo eso, secretos.
—Es absurdo. —Behnke negó con vehemencia—. Ese tipo pierde el control cuando pimpla. Salió de la fiesta, Amelie se cruzó en su camino y la despachó.
Pia enarcó las cejas. Como de costumbre, Behnke tendía a simplificarlo todo.
—¿Y qué hizo con el cuerpo? No iba en coche.
—O eso dice. —Behnke señaló la pizarra—. Mirad a la chica.
Automáticamente todas las cabezas se volvieron hacia la foto de Amelie, que habían colocado en el tablero.
—Se parece a la que mató entonces. Ese tío está enfermo.
—Bien —zanjó Bodenstein—. Señora Fachinger, ocúpese de pedir una orden de registro para la casa, el coche y el terreno de Sartorius. Kai, siga con el diario. A los demás los quiero disponibles; mañana por la mañana a las ocho reanudaremos la búsqueda y ampliaremos el radio.
La reunión se disolvió entre un arrastrar de sillas. El ambiente aún era moderadamente optimista. La mayoría de agentes compartía la opinión de Behnke y esperaba que el registro de la casa de Sartorius arrojase un resultado satisfactorio. Pia aguardó a que los compañeros hubiesen abandonado la sala de reuniones, pero antes de que pudiera hablar con su jefe para exponerle sus reservas, Nicola Engel entró en la habitación con dos hombres con traje y corbata.
—Aguarde un segundo —le dijo a Behnke, que se disponía a marcharse en ese momento. La mirada de Pia se topó con la de Kathrin Fachinger, y ambas salieron juntas de la sala.
—Señora Fachinger, espere un momento fuera, por favor.
Dicho eso, Nicola Engel cerró la puerta.
—Ahora sí que estoy en ascuas —comentó Kathrin en el pasillo.
—¿Quiénes son esos? —preguntó Pia, sorprendida.
—Asuntos Internos. —Kathrin parecía bastante satisfecha—. Ojalá le den como Dios manda a ese capullo.
Solo entonces recordó Pia lo sucedido con Behnke en el bar y la negativa infructuosa de Kathrin de trabajar con él.
—Por cierto, ¿qué tal se ha portado hoy contigo? —quiso saber.
Kathrin se limitó a enarcar las cejas.
—No creo que haga falta que te cuente nada —respondió—. Fue de lo más desagradable. Me puso de vuelta y media delante de todo el mundo como si yo fuera idiota. Mantuve la boca cerrada. Pero te digo una cosa: como vuelva a salir bien librado, solicito el traslado. Ya no puedo más con ese tío.
Pia asintió. La entendía. Pero intuía que esta vez Frank Behnke no se saldría con la suya, porque Nicola Engel sentía una antipatía hacia él que venía de antiguo, de la época en la que ambos coincidieron en la K 11 de Frankfurt. La cosa pintaba mal para ese cretino, y a ella no le daba ni pizca de lástima.
Tenía abierto el periódico delante, en la mesa. En Altenhain había vuelto a desaparecer una chica, y ello, muy poco después de que encontraran el esqueleto de Laura Wagner. Lars Terlinden era consciente de que en su despacho acristalado podían verlo desde la sala de operaciones y desde el vestíbulo, razón por la cual resistió el impulso de enterrar el rostro en las manos. ¡Ojalá no hubiese vuelto a Alemania! En su afán de ganar aún más dinero, hacía dos años había renunciado a su puesto de operador de derivados en Londres, un empleo de por sí bien remunerado, para pasar a la dirección de un gran banco suizo en Frankfurt, cosa que en el sector causó un revuelo considerable, ya que a fin de cuentas, acababa de cumplir veintiocho años. Sin embargo, el «niño prodigio alemán», como lo llamó el Wall Street Journal, parecía poder con todo, y sucumbió a la ilusión de que era el más grande y el mejor. Ahora se había dado de bruces con la cruda realidad, y además debía afrontar su pasado y reconocer lo que había hecho por cobardía. Lars Terlinden exhaló un hondo suspiro. Su único error, que tuvo enormes consecuencias, fue seguirlos a escondidas desde el lugar de las fiestas, impulsado por la absurda necesidad de confesarle su amor a Laura. ¡Ojalá lo hubiese dejado pasar! ¡Ojalá! Sacudió la cabeza, cerró el periódico con decisión y lo tiró a la papelera. No servía de nada luchar contra el pasado. Necesitaba toda su concentración para resolver los problemas que tenía en ese momento. Había demasiado en juego como para dejarse distraer por esa historia. Tenía familia y numerosos compromisos financieros a los que en una época de crisis económica solo podía hacer frente a duras penas: no había terminado de pagar la mansión en el Taunus ni la finca en Mallorca y los plazos de su Ferrari y del todoterreno de su mujer llegaban todos los meses. Sí, se veía atrapado de nuevo en una espiral. Y esa espiral, cada vez era más consciente de ello, descendía en picado a una velocidad de vértigo. ¡Que le dieran a Altenhain!
Llevaba tres horas sentado ante la casa de Karpfenweg, contemplando el agua de la dársena. No le molestaban ni el frío pelón ni las miradas escépticas de los vecinos del edificio, que al pasar escrutaban con recelo su rostro destrozado. En casa no aguantaba más, y aparte de Nadja no se le ocurría nadie con quien pudiera hablar. Y tenía que hablar con alguien, de lo contrario iba a reventar. Amelie había desaparecido, en Altenhain la Policía había puesto en marcha un operativo gigantesco y no dejaba piedra por remover, igual que entonces. Y una vez más él sentía que era inocente, pero la duda le roía por dentro con unos dientecillos afilados. ¡El maldito alcohol! No volvería a probarlo. Oyó un taconeo. Tobias levantó la cabeza y vio a Nadja, que se acercaba a él deprisa, el móvil pegado a la oreja. De repente se preguntó si sería bienvenido. Verla acentuó la opresiva sensación de no estar a su altura que lo asaltaba siempre en presencia de la chica. Se sentía como un pobretón, con su cazadora de cuero barata y vieja y la cara hecha polvo. Quizá fuera mejor largarse de allí y no volver jamás.
—¡Tobi! —Nadja se guardó el teléfono y corrió hacia él horrorizada—. ¿Qué estás haciendo aquí, con el frío que hace?
—Amelie ha desaparecido —respondió él—. La Policía ha estado en casa.
Se incorporó como buenamente pudo. Tenía las piernas heladas y le dolía la espalda.
—¿Y eso?
Se frotó las manos y se echó el aliento.
—Ya sabes, un asesino siempre será un asesino. Además, no tengo coartada para la hora en la que desapareció.
Nadja lo miró fijamente.
—Antes de nada, vamos dentro.
Sacó la llave y abrió la puerta. Él la siguió, envarado.
—¿Dónde estabas? —preguntó cuando subían al ático en el ascensor de cristal—. Llevo esperando varias horas.
—En Hamburgo, ya lo sabes. —Ella cabeceó y apoyó su mano en la de Tobias con expresión preocupada—. Deberías comprarte un móvil de una vez.
Solo entonces recordó que el sábado Nadja había volado a Hamburgo para rodar. Su amiga lo ayudó a quitarse la cazadora y lo llevó hacia la cocina.
—Siéntate —dijo—. Te haré un café para que entres en calor. Anda, que…
Dejó el abrigo en el respaldo de una silla. Su móvil empezó a sonar, pero ella lo desoyó y se centró en la cafetera.
—Estoy muy preocupado por Amelie —comentó Tobias—. Lo cierto es que no tengo la menor idea de qué sabe ni de con quién ha hablado al respecto. Si le ha pasado algo solo porque quería ayudarme, todo habrá sido culpa mía.
—No fuiste tú quien la obligó a husmear en el pasado —objetó Nadja, y puso dos tazas de café en la mesa, sacó leche de la nevera y se sentó frente a él. Sin maquillar y con ojeras, parecía cansada. Le cogió la mano—. Vamos, tómate el café. Y después, a la bañera, para que te quites el frío del cuerpo.
¿Por qué no entendía Nadja lo que le pasaba? ¡No quería tomar un maldito café ni meterse en la bañera! Quería oír de su boca que creía en su inocencia y analizar con ella lo que podía haberle pasado a Amelie. Pero en lugar de eso, ella hablaba de café y de entrar en calor, ¡como si fuese importante en ese momento!
El móvil de Nadja sonó de nuevo, y poco después el fijo. Ella exhaló un suspiro, se levantó y lo cogió. Tobias clavó la vista en la mesa. Aunque estaba claro que el policía no le creyó, estaba más preocupado por Amelie que por él mismo. Nadja volvió, se situó tras él y le echó los brazos al cuello. Lo besó en la oreja y en la mejilla sin afeitar. Tobias hubo de contenerse para no quitársela de encima con malas maneras. No estaba para cariñitos. ¿Es que no se daba cuenta? Se le puso la carne de gallina cuando Nadja le pasó el índice por la marca que le había dejado la cuerda de la ropa en el cuello. Para que parase, la cogió por la muñeca, echó la silla hacia atrás y la sentó en su regazo.
—El sábado por la noche estuve con Jörg y Felix y unas cuantas personas más en el taller del tío de Jörg —comenzó con voz baja—. Primero bebimos cerveza y luego, esa mezcla de Red Bull y vodka. Me tumbó. Cuando desperté el domingo por la tarde, tenía una resaca de tres pares de narices y una laguna inmensa.
Los ojos de ella estaban prácticamente pegados a los suyos, lo miraba con atención.
—Mmm… —se limitó a murmurar. Y Tobias creyó entender lo que pensaba.
—Dudas de mí —le reprochó, y la apartó—. Crees que… que he matado a Amelie, igual que hice con Laura y con Stefanie, ¿no es cierto?
—¡No! ¡No es verdad! —afirmó ella—. ¿Por qué ibas a hacerle nada a Amelie? Ella solo quería ayudarte.
—Precisamente. Y no lo entiendo. —Se levantó, se apoyó en la nevera y se pasó una mano por el pelo—. La cosa es que no me acuerdo de lo que pasó entre las nueve y media de la noche y las cuatro de la tarde del domingo. En principio podría haberlo hecho, y la poli opina lo mismo. Además, Amelie me llamó un montón de veces. Y mi padre dice que me llevó a casa la doctora Lauterbach a la una y media de la madrugada. Me encontró borracho perdido en la parada del autobús de delante de la iglesia.
—Maldita sea —masculló Nadja, y se sentó.
—Tú lo has dicho. —Tobias se relajó un poco, echó mano de los cigarrillos que había en la mesa y encendió uno—. La pasma me ha dicho que no me ausente.
—¿Por qué?
—Porque soy sospechoso, así de sencillo.
—Pero… pero no pueden hacer eso —repuso Nadja.
—Claro que pueden —cortó él—. Ya lo hicieron una vez. Y eso me costó diez años.
Inhaló el humo del cigarrillo y miró la oscuridad brumosa, gris. Los pocos días de buen tiempo habían terminado, noviembre mostraba su cara más desapacible. Los nubarrones bajos descargaban una lluvia recia que golpeaba los ventanales. El puente Friedensbrücke no era más que una silueta vaga.
—Tiene que haber sido alguien que sabe la verdad —aventuró Tobias al tiempo que asía la taza de café.
—¿De qué estás hablando? —Nadja lo observaba con la cabeza algo ladeada. Tobias alzó la mirada y le molestó verla tan tranquila y contenida.
—De Amelie —repuso él, y reparó que ella enarcaba ligeramente las cejas—. Estoy seguro de que averiguó algo peligroso. Al parecer, Thies le dio un cuadro, o varios, pero no me dijo lo que había pintado. Creo que alguien se sintió amenazado por ella.
La puerta, alta y con puntiagudos remates dorados que daba paso a la propiedad de los Terlinden, estaba cerrada, y tras llamar varias veces no abrió nadie. Una pequeña cámara con una luz roja parpadeante seguía cada uno de sus movimientos. Pia se encogió de hombros para indicar a su jefe, que se había quedado en el coche hablando por teléfono, que no había nada que hacer. Ya habían intentado hablar con Claudius Terlinden en su empresa, en vano. Debido a un problema personal, no se encontraba en el despacho, sintió comunicarles su secretaria.
—Vamos a ver a los Sartorius. —Bodenstein arrancó y fue marcha atrás para dar media vuelta—. Terlinden no corre prisa…
Pasaron por delante de la entrada trasera de la propiedad de los Sartorius, repleta de policías. La orden de registro había sido cursada sin vacilar. La noche anterior, tarde, Kathrin Fachinger llamó a Pia para decírselo. Sin embargo, más que nada quería contarle cómo había ido la cosa con los de Asuntos Internos. En efecto, la indulgencia de que había disfrutado Behnke hasta entonces era cosa del pasado; ni siquiera la intervención de Bodenstein consiguió evitarlo. Dado que no había solicitado permiso para desempeñar el otro empleo, Behnke sería expedientado, se haría constar una amonestación en su hoja de servicios y casi con seguridad sería degradado. Además, Engel le había dicho a la cara sin ambages que si se comportaba de manera inapropiada con Kathrin Fachinger o se atrevía a amenazarla, ella se ocuparía de que fuera suspendido de inmediato. Por su parte, Pia probablemente no hubiese formulado una queja oficial contra él. ¿Señal de cobardía o de lealtad entre compañeros? Había de admitir que admiraba a la joven Kathrin por su valor al denunciar a Frank Behnke a Asuntos Internos. Era evidente que todo el mundo la había subestimado.