Aún reinaba la oscuridad cuando Pia llamó al portón de la propiedad de los Terlinden. A pesar de lo temprano que era, no tardó mucho en oír la voz de la señora Terlinden por el interfono. Poco después se abrieron las hojas del portón como por encanto. Pia ocupó el asiento del copiloto del vehículo sin identificación que conducía Bodenstein. Seguidos de un coche patrulla y una grúa, avanzaron por la capa de nieve aún virgen que cubría el sinuoso camino que conducía a la casa. Christine Terlinden los esperaba en la puerta con una sonrisa cordial que, dadas las circunstancias, era tan oportuna como el saludo educado que Pia, por su parte, se ahorró. Al menos para el señor Terlinden, no serían unos buenos días.
—Nos gustaría hablar con su marido.
—Ya le he avisado. No tardará. Pasen, por favor.
Pia asintió en silencio, y Bodenstein tampoco dijo nada. Ella lo había llamado el día anterior por la noche y a continuación se pasó otra media hora larga hablando con el fiscal responsable, que si bien le negó una orden de detención, sí autorizó una de registro para el coche de Terlinden y la solicitó en los juzgados. Esperaban en el imponente recibidor. La señora de la casa había desaparecido, y en algún lugar lejano ladraban los perros.
—Buenos días.
Bodenstein y Pia alzaron la vista cuando Claudius Terlinden bajó por la escalera desde la planta superior, impecable con su traje y su corbata. Esta vez su mirada dejó fría a Pia.
Se detuvo ante ellos risueño, sin tenderles la mano.
—Han madrugado...
—¿Cómo se hizo la abolladura en el guardabarros del Mercedes? —preguntó Pia a bocajarro.
—¿Perdone? —El hombre enarcó las cejas asombrado—. No sé a qué se refiere.
—En ese caso, le ayudaré. —Pia no lo perdía de vista—. El domingo, un vecino de la calle Feldstrasse presentó una denuncia porque un conductor se dio a la fuga después de darle esa noche un golpe a su coche. Lo había aparcado delante de su casa a las doce menos diez y a las 0.33 estaba por casualidad en el balcón, fumándose un cigarrillo, cuando oyó un golpe. Vio el coche que causó el incidente e incluso anotó la matrícula: MTK-T 801.
Terlinden no dijo ni mu. Su sonrisa se había esfumado. El cuello se le puso rojo, y después, el rostro.
—A la mañana siguiente, ese hombre recibió una llamada. —Pia vio que había dado en el blanco y continuó sin piedad—. De usted. Proponiéndole que se ocuparía usted de todo sin necesidad de papeleo, y en efecto, así fue, de modo que el hombre retiró la denuncia. Pero por desgracia para usted, esta no desapareció del ordenador de la Policía.
Claudius Terlinden miró a Pia con cara inexpresiva.
—¿Qué quiere de mí? —preguntó, dominándose a duras penas.
—Ayer nos mintió —respondió ella al tiempo que esbozaba una sonrisa amable—. Puesto que no creo que sea preciso que le explique dónde se encuentra la Feldstrasse, se lo preguntaré de nuevo: cuando volvía de su empresa, ¿pasó por delante del Zum Schwarzen Ross o dio un rodeo por el campo y después tomó la Feldstrasse?
—¿Qué significa esto? —Terlinden se dirigió a Bodenstein, que no dijo nada—. ¿De qué pretenden acusarme?
—Amelie Fröhlich desapareció esa noche —repuso Pia en lugar de Bodenstein—. La vieron por última vez en el Zum Schwarzen Ross, más o menos a la hora en que pasó usted por allí cuando se dirigía a su empresa, es decir, a alrededor de las diez y media. No volvió a Altenhain hasta dos horas después, a las doce y media, y de una dirección distinta de la que mencionó usted.
Terlinden adelantó el labio inferior y la contempló entrecerrando los ojos.
—¿Y de eso deduce usted que estaba acechando a la hija de nuestros vecinos, que la metí en el coche y la asesiné?
—¿Es una confesión? —inquirió Pia con frialdad.
Él sonrió casi como si la cosa le resultara divertida, algo que a Pia la sacó de quicio.
—De ningún modo —contestó.
—En tal caso, díganos qué hizo usted entre las diez y media y las doce y media. ¿O tal vez no fueran las diez y media, sino las diez y cuarto?
—Eran las diez y media. Estaba en mi despacho.
—¿Tardó dos horas en meter las joyas de su mujer en la caja fuerte? —Pia cabeceó—. ¿Nos toma usted por tontos?
La situación había dado un giro de ciento ochenta grados. Claudius Terlinden se encontraba en un aprieto, y lo sabía. Pero ni siquiera entonces perdió la compostura.
—¿Con quién estuvo cenando? —quiso saber Pia—. ¿Y dónde?
Silencio tenaz. Entonces, Pia recordó las cámaras que había visto en el portón de la empresa de Terlinden cuando pasó por delante del recinto después de ir a ver a los Wagner.
—Podemos ver las cintas de las cámaras de vigilancia de su empresa —apuntó—. De ese modo podría demostrarnos que dice la verdad sobre la hora en cuestión.
—Es usted lista —admitió Claudius—. Me gusta. Por desgracia, el circuito de vigilancia lleva cuatro semanas averiado.
—¿Y las cámaras del portón de la entrada?
—No graban.
—Pues en tal caso, la cosa pinta bastante mal para usted. —Pia sacudió la cabeza con fingido pesar—. No tiene coartada para la hora en que desapareció Amelie, y tiene arañazos en las manos, como si se hubiera peleado con alguien.
—Ajá. —Claudius Terlinden, sereno, arqueó las cejas—. ¿Y ahora qué? ¿Va a detenerme porque volví a casa por otro camino?
Pia aguantó su mirada desafiante. Era un mentiroso, posiblemente incluso un delincuente, que sin embargo sabía de sobra que las conjeturas de Pia eran demasiado vagas para justificar una detención.
—No está usted detenido, sino tan solo bajo arresto. —Consiguió sonreír—. Y no por haber vuelto a casa por otro camino, sino por habernos mentido. Podrá irse en cuanto nos proporcione una coartada plausible y comprobable para el período de tiempo que nos ocupa.
—Bien. —Claudius Terlinden se encogió de hombros con despreocupación—. Pero, por favor, nada de esposas: soy alérgico al níquel.
—No creo que intente huir —contestó Pia secamente—. Además, nuestras esposas son de acero inoxidable.
El teléfono de la mesa sonó justo cuando se disponía a salir del despacho. Lars Terlinden esperaba urgentemente una llamada del operador de derivados de Crédit Suisse, con cuya ayuda en su día proporcionó una gran parte de la cartera crediticia al estafador de Mutzler, antes de comparecer ante el tribunal del consejo de administración. Dejó el maletín y cogió el teléfono.
—Lars, soy yo —le oyó decir a su madre; le entraron ganas de colgar sin más.
—Oye, madre, por favor... —respondió—. Déjame en paz. No tengo tiempo.
—Esta mañana, la Policía ha detenido a tu padre.
Lars sintió frío y luego, calor.
—Más vale tarde que nunca —masculló con amargura—. No es el dios todopoderoso que puede hacer y deshacer a su antojo en Altenhain solo porque tiene más dinero que los demás. A decir verdad, ya se ha salido con la suya demasiado tiempo.
Dio la vuelta a la mesa y se sentó en su sillón.
—Pero Lars, tu padre siempre ha querido lo mejor para ti.
—Mentira —contestó con frialdad—. Siempre ha querido lo mejor para él y para su empresa. Y en el pasado se aprovechó de la situación, igual que se aprovecha en general de cualquier situación para sacar tajada, y me obligó a trabajar en lo que yo no quería. Madre, créeme, me importa un carajo lo que le pase.
De pronto, todo volvía a estar muy próximo. Su padre se inmiscuía de nuevo en su vida, justo ahora que necesitaba toda su energía y su concentración para salvar su empleo y su futuro. Estaba histérico. ¿Por qué no lo dejaban en paz de una vez? Imágenes que creía olvidadas hacía tiempo lo asaltaron, de manera espontánea e inoportuna, pero él nada podía hacer contra los recuerdos y las sensaciones que las acompañaban. Sabía que su padre se lo montaba regularmente con la madre de Laura, que por aquel entonces era el ama de llaves, en una de las habitaciones de invitados cuando su madre no estaba. Pero eso no le bastaba, no. También tenía que llevarse a la cama —ius primae noctis, como un señor feudal de la Edad Media— a la hija de sus siervos, pues así era como veía a sus empleados y al pueblo entero.
Mientras su madre hablaba sin ton ni son con ese tono de víctima, Lars recordó aquella noche. Había vuelto a casa de la catequesis para la confirmación, y en el recibidor estuvo a punto de chocar con Laura, que pasó por delante de él como una exhalación, con el rostro lloroso, y se marchó. Por aquel entonces, él no cayó al ver salir a su padre del salón metiéndose la camisa por dentro de los pantalones, con la cara como un tomate y el pelo revuelto. ¡El muy cerdo! Laura acababa de cumplir los catorce. Muchos años después, Lars le reprochó a su padre que se hubiera acostado con Laura, pero él lo negó todo. La chica estaba enamorada de él, pero él había rechazado sus proposiciones. Lars lo creyó. Con diecisiete años, ¿quién quería pensar mal de su padre? Más adelante sí tuvo dudas. Le había mentido demasiadas veces.
—¿Lars? —preguntó su madre—. ¿Sigues ahí?
—Debí decir la verdad a la Policía —respondió él, controlando la voz a duras penas—. Pero mi propio padre me obligó a mentir solo para que su buen nombre no se viera ensuciado. ¿Qué ha pasado ahora? No me digas que también se ha enamorado de la chica que ha desaparecido...
—¿Cómo puedes decir algo tan monstruoso? —inquirió escandalizada su madre. Christine Terlinden era una experta en el autoengaño. Lo que no quería oír o ver, sencillamente, no lo oía ni veía.
—Abre los ojos de una vez, madre —dijo con aspereza—. Podría decir mucho más, pero no lo haré. Porque para mí, todo ese capítulo ha terminado, ¿lo entiendes? Se acabó. Ahora te tengo que dejar. Por favor, no vuelvas a llamarme.
El restaurante en el que Claudius Terlinden había pasado la noche del sábado con su mujer y unos amigos se hallaba en la calle Guiolettstrasse, frente a las torres gemelas de cristal del Deutsche Bank, según informara la señora Terlinden a Pia el día anterior.
—Déjame aquí y ven cuando hayas encontrado aparcamiento —decidió Bodenstein cuando Pia entraba por tercera vez en la Guiolettstrasse desde el parque Taunusanlage.
Estacionar delante del distinguido Ebony Club era imposible, razón por la cual aparcacoches con uniforme de cochero inglés aguardaban ante la puerta para hacerse cargo de los vehículos de los clientes y aparcarlos en el garaje subterráneo. Pia se aproximó a la derecha y Bodenstein se bajó del coche y echó a correr hacia la entrada bajo la lluvia torrencial con la cabeza encogida. No lo detuvieron cuando pasó por delante del letrero que decía «Por favor, espere aquí». El jefe de sala y la mitad del personal hacían lo que fuera por alguien de postín que no hubiera reservado mesa. A la hora de comer, el restaurante estaba bastante concurrido; a todas luces, la crisis no les había quitado las ganas de regalarse con un almuerzo de lujo a los directores de los bancos circundantes. Bodenstein echó un vistazo con curiosidad. Había oído hablar mucho del Ebony Club, el restaurante de estilo colonial indio era uno de los más caros y de moda de la ciudad en ese momento. Su mirada recayó en una pareja sentada a una mesa para dos en la galería, hacia el fondo. Se quedó sin aliento: Cosima. Escuchaba embelesada a un hombre muy apuesto que parecía explicarle algo gesticulando mucho. La postura de Cosima, ligeramente inclinada hacia delante, los codos apoyados en la mesa y el mentón en las manos entrelazadas, hizo sonar todas las alarmas en su cabeza. Su mujer se apartó un mechón del rostro, se rio de algo que había dicho el tipo y después le cogió la mano. Bodenstein se quedó pasmado en medio del trajín (el personal pasaba a toda velocidad por delante de él, como si fuese invisible). Por la mañana, Cosima le había contado como si tal cosa que pasaría el día entero en la sala de montaje de Maguncia. ¿Un cambio de planes de última hora, o había vuelto a mentirle descaradamente? ¿Cómo iba a sospechar Cosima que la investigación de la que se ocupaba lo llevaría ese preciso día hasta ese restaurante en concreto de los miles que había en Frankfurt?
—¿Puedo ayudarle en algo? —Una mujer joven y regordeta se detuvo ante él sonriendo con cierta impaciencia. El corazón de Bodenstein volvió a ponerse en marcha con la fuerza de un martillo pilón. Le temblaba el cuerpo entero y tenía ganas de vomitar.
—No —respondió al ofrecimiento sin apartar la vista de Cosima y su acompañante.
La empleada lo miró con extrañeza, pero a Bodenstein le daba igual lo que pudiera pensar de él. Su mujer estaba a veinte metros escasos con un hombre cuya compañía celebraba con tres signos de exclamación. Se concentró cuanto pudo en respirar, deseando ser capaz de acercarse a la mesa tan tranquilo y cruzarle la cara al hombre sin previo aviso. Pero como había sido educado para mantener un control férreo sobre sí y ser cortés, se quedó allí como un pasmarote y no hizo nada. Como buen observador, constató en el acto la evidente confianza que existía entre ambos, que ahora tenían las cabezas unidas e intercambiaban intensas miradas. Vio por el rabillo del ojo que la joven del personal llamaba la atención sobre su persona al jefe de sala, que para entonces ya había acomodado debidamente a un pez gordo. De manera que o bien se acercaba a la mesa de Cosima y ese tipo o se iba sin más. Dado que no estaba preparado para hacer como que no sabía nada y se alegraba de ver a su mujer, optó por lo segundo: dio media vuelta y abandonó el abarrotado restaurante. Al salir clavó un instante la vista en la valla de obras de la acera de enfrente antes de echar a andar por la Guiolettstrasse como aturdido. Tenía el pulso acelerado y le daba la impresión de que iba a vomitar. La imagen de Cosima con ese tipo se le había grabado a fuego en la retina. Había sucedido lo que tanto temía: ahora tenía la certeza de que Cosima lo engañaba.
De repente, alguien se interpuso en su camino. Trató de esquivarla, pero la mujer del paraguas también dio un paso a un lado, de manera que no tuvo más remedio que parar.
—¿Ya has terminado? —La voz de Pia Kirchhoff atravesó la neblina que lo rodeaba como si fuese un muro y lo devolvió de sopetón a la realidad—. ¿Estuvo el sábado Terlinden?
¡Terlinden! Lo había olvidado por completo.
—No sé…, ni siquiera lo he preguntado —admitió.
—¿Te encuentras bien? —Pia le dirigió una mirada escrutadora—. Es como si hubieras visto un fantasma.
—Cosima está ahí dentro —respondió él inexpresivo—. Con otro hombre. Aunque esta mañana me dijo…